Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 23 de junio de 2014

Tras el bellísimo pavo ocelado de la selva de campechana


Santiago Santos Schroeder


Mi cacería en Campeche comenzó de forma inesperada. Mi tío Rafa me hizo la grata invitación para acompañarlo a él y a mis primos en una gran aventura en la selva. Sin embargo, llenos de emoción, con maletas empacadas y  con todo listo, recibimos la peor noticia que puede escuchar un cazador, ¡se cancelaba la cacería! Nos explicó el organizador que las lluvias se habían adelantado y que nos iba a ser imposible entrar y salir del área de caza. Teníamos que esperar un año más, lo cuál para mí fue la más grande tortura. ¡Un año más para poder cazar en Campeche! Sonaba como algo imposible pero, ni modo, así es la cacería.

Después un largo año de espera por fin llegó el día que tanto había esperado. ¡Vámonos a Campeche! Tras varias horas de carretera, viajamos desde la Ciudad de México hasta una pequeña ciudad con el nombre de Escárcega. Ahí nos encontramos con nuestro organizador, quien nos guió por el último tramo de la brecha para llegar al campamento. Me pareció pasar toda una eternidad en la camioneta rumbo a nuestro destino. Cada segundo me sentía un poco más ansioso y a la vez más emocionado. Cuando llegamos, no habían terminado de enseñarnos la que sería nuestra casa por el resto de la semana, cuando yo ya estaba de camuflaje de pies a cabeza y listo para salir a cazar.  

El primer día fue difícil. Aprendí a la mala que en la selva del sureste de nuestro país no se debe cazar en shorts; ya se podrán imaginar cómo acabé. Sin embargo, hubo suerte en el campamento ya que mi primo cazó un pecarí de labios blancos, el cual muchos consideran como el cerdo más difícil de cazar del mundo. ¡Andábamos de suerte!

A las cuatro de la mañana comenzó nuestro segundo día de cacería en la selva campechana. Tras un ligero desayuno y un café  comenzamos nuestra jornada, y esta vez fuimos mi tío y yo quienes viajamos acompañados por Lady Luck. Él cazó una hembra de temazate y un pavo ocelado con tan solo un par de horas de diferencia entre ellos. Yo, por el otro lado, estaba revisando aguajes con mi guía, Daniel, la persona con mejor oído que he conocido. Mientras caminábamos sobre las veredas él me dijo: “Ahí está el faisán, abajo”. Yo no lograba verlo debido a la densidad de la flora, pero Daniel comenzó a chiflar de una manera muy peculiar y el hocofaisán le contestaba. Aquella ave comenzó a acercarse a nosotros, yo no lo podía creer pero me mantuve arrodillado firmemente, sujetando la escopeta cargada y sin seguro, y sin quitar la mirada del área donde escuchaba los pasos del animal. Cuando el faisán estaba a escasos 20 metros y antes de que fuera necesaria la orden de Daniel, tiré del gatillo. Entre la patada, la densidad de la selva y los nervios yo no sabía si le había pegado o no, entonces le pregunté a Daniel: “¿Me lo chingué?” Y sin decir una sola palabra se levantó y caminó cortando ramas con su machete hasta llegar a mi faisán. Cuando llegué a verlo no podía creer el tamaño y la belleza del ave que yacía frente a mi. Ignoro cómo se mide el trofeo en este tipo de animales pero resultó ser uno de los más grandes, si no es que el más grande, de toda la temporada.

Yo era feliz. Tenía mi primer trofeo de Campeche y oficialmente me convertí en un cazador de la selva. Tras esta realidad, sólo quedaba en mi mente un pensamiento: “Ahora por la pareja, vamos por mi bolonchana”. Y así fue, después de la sesión de fotos con mi guapo faisán subimos a la camioneta para continuar con la cacería.

Habían pasado unos cuarenta minutos cuando Daniel—el “mago/guía”—paró la camioneta y me dijo: “Aquí siempre hay algo”. Dicho y hecho, llegamos a un lugar precioso donde un enorme árbol sostenía a otro que había caído y, al fijarnos bien, pudimos apreciar las siluetas de unas 12 aves. “Cojolites”, dijo Daniel; y yo le respondí negando la oportunidad con un movimiento de cabeza, pues no quería alborotar mucho la selva y aquel no era un animal que me llamara mucho la atención. Estaba a punto de dar un paso en retroceso cuando Daniel me detuvo: “¡Bolonchana, bolonchana!”. Girando la cabeza inmediatamente, encontré a un ave significantemente más grande que las demás parada sobre el tronco caído. Suponiendo que esa era la bolonchana, levanté la escopeta en el mismo instante en que ella se ascendió en el aire y, en pleno vuelo, tiré. ¡No lo podía creer! En menos de una hora ya tenía a la pareja de faisanes, y si pensaba que el faisán macho era de buen ver, era porque no había conocido a la hembra.

Después de la sesión de fotos y un brindis de cerveza, Daniel y yo emprendimos nuestro viaje de vuelta al campamento. Yo no podía esperar un minuto más para presumir mi exitosa mañana. Finalmente llegamos al punto de reunión donde nos encontraríamos con Rafa, mi primo, pero él no había llegado, así que Daniel me dijo: “Vamos a revisar un aguaje que está aquí a 5 minutos en lo que llegan.” Sin pensarlo acepté y un par de minutos más tarde tuve la grata sorpresa de ver a lo lejos un tejón, pero éste se negaba a entrar a tomar agua. “¿Vamos a buscarlo?”, pregunté. “Vamos”, respondió Daniel. Yo iba lleno de esperanza y mi guía lleno de pereza, pues era obvio que el tejón ya se había ido. Íbamos caminando en dirección al simpático animalito, yo un par de metros atrás de Daniel ya que él iba cortando ramas con su machete para abrirnos paso como en la película de Tarzán, cuando escuché un ruidito a mi lado izquierdo. Se imaginarán la densidad de la selva para que este animal haya pasado desapercibido por los muy capaces ojos de Daniel, pero lo escuché y vi que estaba a un par de metros de mí, a punto de escabullirse rápidamente. Me ganó el instinto y sin decir nada disparé. El tejón cayó muerto, al mismo tiempo que mi guía se alejaba del sitio apresuradamente por el susto del repentino disparo. Me volteó a ver, con el rostro totalmente blanco, y con voz agitada me preguntó:“¿A qué le tiraste?, ¿le diste?”. Salí corriendo al lugar donde había caído mi tejón y lo encontré completamente inmóvil. Entre carcajadas le expliqué a Daniel lo que había pasado, y a él no le quedó más que reír conmigo y festejar, pues en un día ya llevaba yo tres excelentes trofeos.

En todo el bellísimo estado de Campeche no cabían mi felicidad y mi orgullo. El día concluyó con abrazos y felicitaciones en el campamento, y una deliciosa cena conformada de PIB (barbacoa del sureste envuelta en hoja de plátano en vez de maguey) de labios blancos y unos sopecitos de faisán, que probablemente es el platillo más delicioso que he probado en una cacería. 

El tercer día fue enfocado al pavo ocelado, mi guía y yo nos desvivimos buscándolo. Mientras rondábamos en el Jeep, encontramos una parvada de pavos sobre la brecha y uno de ellos se veía realmente bueno. Sin embargo, decidí no tirar porque ya había escuchado muy buenas anécdotas sobre lo padre que es cazar al pavo mientras canta antes de que se baje del árbol, con su singular canto como única pista para llegar a él. Así que tomamos un par de fotos y  seguimos en busca del bellísimo pavo cantor. Tras varias horas de búsqueda, vimos un único pavo pero nos fue imposible conseguir el tiro ya que éste nos sorprendió a sólo unos diez metros de nosotros a la hora de subirse al árbol, además de que ya era de noche y yo no tenía tiro. En fin, el pavo me sintió cuando intenté cambiar de posición para poder tirar y voló, así que ya no pude darle. ¡Sentía que me moría del coraje! Pero así es la cacería, a veces se puede, y a veces no.

El cuarto día fue el día, Daniel y yo salimos aún más temprano a buscar mi pavo, pues tenían uno localizando y se encontraba muy lejos del campamento. Éste era el bueno, este sería el animal que me daría una de mis cacerías más emocionantes, mi cantor. Después de una largo y apresurado trayecto, llegamos al lugar dónde nos dijeron que estaría cantando el animal, así que apagamos el motor de la camioneta. Mientras nos terminábamos a pequeños tragos el caliente café, me dijo Daniel: “Ahí ta’, ¿lo escuchaste?”, y ¡claro que no lo había escuchado! Al día de hoy sigo sorprendido del increíble oído de mi guía, pues resultó que había escuchado el cantar del pavo a más de un kilómetro de distancia. Sin decir más, aceleramos el paso para llegar al árbol donde se encontraba el pavo. Daniel caminaba a paso rápido gracias a su baja estatura, y yo, por el otro lado, me pegaba en la cara con todas las ramas, hojas y espinas que se cruzaran por mi camino.

Sucedió lo inimaginable, ¡Daniel dejó de escuchar el canto! Decidimos parar a recuperar la respiración y aprovechar para ver si mi guía podía volver a escuchar al pavo cantar, pues yo todavía no lo había escuchado. Desafortunadamente no fue así, entonces Daniel tomó la decisión de subir una lomita, pues según él por ahí andaba el pavo. Pero ésta decisión no fue acertada. Les voy a decir una cosa, caminar en la selva no es fácil y mucho menos de subida, pero Daniel y yo, empapados en sudor y con sólo unos veinte minutos más de luz, llegamos a la cima. Justo en el momento en el que llegamos el pavo comenzó a cantar de nuevo, yo todavía no lo escuchaba ya que empezaba a clarear y toda la jungla se estaba despertando, por lo que se escuchaban millones de sonidos diferentes simultáneamente. El pavo estaba en la loma de enfrente, ¡hasta arriba! Daniel aseguró haberlo visto y, sin darme la oportunidad de buscarlo, me tomó del brazo y se echó a correr mientras decía: “¡Chíngale que se nos baja!”. En ese momento fue cuando comenzó la carrera, una carrera contra el sol y contra el animal mismo, pues en cuanto el sol saliera en su totalidad el pavo dejaría de cantar, se bajaría del árbol y sería imposible localizarlo en el piso.

Desconozco cuánto corrí pero estaba exhausto; entonces paramos a respirar una vez más y, en el instante en el que el crujido de la hojarasca paró debido a la quietud de mis botas, lo escuché por primera vez. Ese singular canto “TUN TUN TUN tuntuntuntun”. Éste se sincronizó con los nerviosos latidos de mi corazón. Pálido de los nervios miré a mi guía, quién me dijo: “Última carrera, sí le llegamos”. Caminamos a paso acelerado no más de diez metros cuando Daniel se detuvo en seco, volteó a ver las copas de los árboles y, sin decir una sola palabra, me lo dijo todo. ¡Ahí estaba el pavo, en la rama más alta del árbol que estaba a mi derecha, a no más de diez metros! Levanté la escopeta y, al momento de tirar el gatillo, vi como el pavo cayó inerte. Lo vi caer en cámara lenta unos veinte metros y directo al suelo, rompiendo todas las ramas que se cruzaban por su camino. En el momento que escuché cómo se desplomó, corrí al sitio y ahí estaba, mi gallardo cantor, mi pavo ocelado, muerto, ¡siempre mío!

Mientras admiraba su belleza, su perfección, y acariciaba sus preciosas plumas tornasol, no pude evitar sentir un poco de nostalgia. No me quedó más que agradecer a mi hermoso trofeo por brindarme lo que ha sido una de mis aventuras más increíbles e inolvidables de mi vida; y cumpliendo la promesa que hacemos los cazadores al abatir una presa de llevarla a la inmortalidad, escribo esta historia, mientras mi guapo pavo cantor lucirá su belleza en mi pared por siempre.


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