Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

viernes, 6 de junio de 2014

Cazaste al gallardo y cantor pavo ocelado



Para ti, querido Alfredo,
que me caes a toda madre


Cuando el amable, mas sólido, buenos días de Bocho quebranta el sueño, te ase y succiona a la realidad, tus ojos se abren con ímpetu, sin pereza; acto seguido te vuelves a sentir profundamente inmerso en la selva. La sinfonía tropical no deja de sorprenderte. Los monos aulladores siguen escuchándose como fieras voraces ansiosas por devorarte; a lo lejos el arroyo no deja de correr emitiendo su sutil y ligero rumor; la vegetación canta con delicadeza; y allá arriba, las estrellas y la luna se mantienen vigilando el sueño del sol y del calor. No tardan en despertar, y sabes que cuando lo hagan, su abrazo de luz y fuego volverá a sorprenderte en medio del monte.

Estás en Campeche.

Un golpe de agua antes de dirigirte al comedor a tomar café acaba por despabilarte. Ya despierto te diriges con paso titubeante, pisando raíces y hojarasca, a tomar un ligero desayuno. Son las cuatro de la mañana. El mundo sigue roncando. Pero tú estás listo para salir de cacería; vas tras el bellísimo y majestuoso pavo ocelado.

Durante el frugal desayuno se intercambian los saludos, alguno que otro comentario. La ansiedad y la emoción danzan alrededor de todos los cazadores. Sientes como te invitan, te sacan a bailar. La urgencia por dejar el campamento te obliga a apurar el café y preguntar a tu guía si está listo: ¿Estamos listos? ¡Listos!

Y metes cinco tiros a tu chaleco; y tomas tu escopeta, la acaricias, la contemplas. Sabes que todo depende de ella. Y ellos, los demás, que pues vámonos; pues vámonos; y tú les lanzas un ¡suerte! Y te es correspondido. Lo que era somnolencia y desidia ha devenido en excitación y expectativa. ¿Cazaré o no cazaré? Un dilema, que aunque lejos de ser shakespeariano, no obstante cala, como el frío, hasta los huesos del cazador.

El jeep atraviesa con furia la selva campechana. Enciendes un cigarrillo y sientes como el humo mitiga tu fogosidad. Mientras el viento te impacta en la cara, amenazando con extinguir el fuego de tu Camel, piensas en cómo puede ser la cacería. Has escuchado que el ocelado es un pavo que canta de una forma totalmente distinta, y que a causa de esto no se puede reclamar. ¿Entonces cómo le voy a hacer?

Se detienen en la brecha. La oscuridad sigue reinando a tu alrededor. Sonidos esporádicos de vez en cuando infringen el silencio sepulcral que de pronto se instauró en ese lugar remoto de la República.

Despacito y bien, pero bien calladitos.

Caminas lo más silencioso que puedes. Sigues a tu guía que se mueve con el sigilo de un jaguar. En cambio tus botas destruyen y le arrancan rugidos a la tierra, estruendos que te incomodan y tensan. Ocasionalmente se voltea el hombre menudo y casi diminuto a ordenarte que más despacio, que más callado, que pasitopasito… Y con las manos hace un ademán de lento, len-ta-men-te.

Por fin llegas a un punto donde te piden te sientes recargado en un tronco que yace inerte en el suelo. Te recargas. En ese momento eres presa fácil para las hormigas, las garrapatas, los pinolillos, los piojos de monte, las víboras, las arañas. No importa. Antes de que terminen de zamparte esperas poder tirarle al pavo.

Y ahí está, frente a ti, junto a un jaguar que es engullido de un bocado por una tarántula feroz. La selva toda color naranja y azul y amarillo. Silencio y ruido bailando una sinfonía muda, entre el caos y el fuego. La comezón. Un golpe en tu espalda. Abres los ojos.

Todo sigue como estaba. No hay ni pavos ni jaguares ni tarántulas gigantes. Solamente la vegetación de antes, con la diferencia de que comienza el alba a teñirla de un carmesí débil y opaco.

Te despertó tu guía, que se lleva un dedo al oído y te dice que ahí ahí’ta…¿ya lo oyó? ¿Oír qué? No escuchas absolutamente nada. Y te dicen que ahí viene; y tú te preguntas que cómo de que hay viene; ¿cómo sabe que ahí viene? El corazón comienza a agitarse en tu pecho, la sangre a fluir ardiendo.

Entonces escuchas el cantar del pavo. Es indescriptible. Todo deja de existir en ese instante que tus oídos por fin captan ese cantar tan hermoso e intimidante.

Toc…toc… Y la música.

Que te pongas listo, que ya va a salir. Ahí viene…, te alerta el guía con un susurro delicado como todos los sonidos de la selva.

Y entonces, a veinte metros, asoma el ave más bella que tus ojos hayan visto jamás. Camina a paso decidido, golpeando con la cabeza acompañando el compas de su melodía. El sol impacta el plumaje y te deslumbra el esplendor de ese increíble animal.

Tírele.

Sabes que ya no te queda mucho tiempo. Jalas el gatillo.

Estruendo, oscuridad, aleteo, desconcierto.

Tu guía arranca en una carrera fugaz. Toma al pavo por las patas. Instantes más de aleteo y tranquilidad. Nostálgica y entrañable muerte. Un segundo de bella culpa. Y todo lo demás euforia.

¡Felicidades! ¡ya se chingó a su pavo! ¡A huevo! ¡Me lo chingué!

Risas. Aullidos de emoción. Abrazos. Felicitaciones.

Siguen las obligadas fotografías. Una tras otra. Mientras te retratan tú admiras a tu presa, preciosa, divina, perfecta. Sus plumas tornasol de hipnotizan, la cabeza colorida te fascina. Sientes una felicidad que solamente un momento así te puede brindar.

Muchas gracias, Adrián. Tus oídos son de otro mundo y tu virtud como cazador admirable y envidiable. Gracias.

De regreso al campamento sabes que el Topo te tendrá listo un exquisito desayuno, que la hielera estará repleta de cerveza y que presumirás esta anécdota una tras otra vez.


Nada de esto hubiera sido posible sin la extraordinaria organización de BALAM y del trabajo arduo de mi amigo Alfredo Lamadrid.

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