Para ti, querido Alfredo,
que me caes a toda madre
Cuando el amable, mas sólido, buenos días de Bocho quebranta el sueño, te ase y succiona a la
realidad, tus ojos se abren con ímpetu, sin pereza; acto seguido te vuelves a
sentir profundamente inmerso en la selva. La sinfonía tropical no deja de
sorprenderte. Los monos aulladores siguen escuchándose como fieras voraces
ansiosas por devorarte; a lo lejos el arroyo no deja de correr emitiendo su
sutil y ligero rumor; la vegetación canta con delicadeza; y allá arriba, las
estrellas y la luna se mantienen vigilando el sueño del sol y del calor. No
tardan en despertar, y sabes que cuando lo hagan, su abrazo de luz y fuego
volverá a sorprenderte en medio del monte.
Estás en Campeche.
Un golpe de agua antes de dirigirte al comedor a
tomar café acaba por despabilarte. Ya despierto te diriges con paso titubeante,
pisando raíces y hojarasca, a tomar un ligero desayuno. Son las cuatro de la
mañana. El mundo sigue roncando. Pero tú estás listo para salir de cacería; vas
tras el bellísimo y majestuoso pavo ocelado.
Durante el frugal desayuno se intercambian los
saludos, alguno que otro comentario. La ansiedad y la emoción danzan alrededor
de todos los cazadores. Sientes como te invitan, te sacan a bailar. La urgencia
por dejar el campamento te obliga a apurar el café y preguntar a tu guía si
está listo: ¿Estamos listos? ¡Listos!
Y metes cinco tiros a tu chaleco; y tomas tu
escopeta, la acaricias, la contemplas. Sabes que todo depende de ella. Y ellos,
los demás, que pues vámonos; pues vámonos; y tú les lanzas un ¡suerte! Y te es
correspondido. Lo que era somnolencia y desidia ha devenido en excitación y
expectativa. ¿Cazaré o no cazaré? Un dilema, que aunque lejos de ser
shakespeariano, no obstante cala, como el frío, hasta los huesos del cazador.
El jeep atraviesa
con furia la selva campechana. Enciendes un cigarrillo y sientes como el humo
mitiga tu fogosidad. Mientras el viento te impacta en la cara, amenazando con
extinguir el fuego de tu Camel,
piensas en cómo puede ser la cacería. Has escuchado que el ocelado es un pavo
que canta de una forma totalmente distinta, y que a causa de esto no se puede
reclamar. ¿Entonces cómo le voy a hacer?
Se detienen en la brecha. La oscuridad sigue reinando
a tu alrededor. Sonidos esporádicos de vez en cuando infringen el silencio
sepulcral que de pronto se instauró en ese lugar remoto de la República.
Despacito y bien, pero bien calladitos.
Caminas lo más silencioso que puedes. Sigues a tu
guía que se mueve con el sigilo de un jaguar. En cambio tus botas destruyen y
le arrancan rugidos a la tierra, estruendos que te incomodan y tensan.
Ocasionalmente se voltea el hombre menudo y casi diminuto a ordenarte que más
despacio, que más callado, que pasito…pasito… Y con las manos hace un ademán
de lento, len-ta-men-te.
Por fin llegas a un punto donde te piden te sientes
recargado en un tronco que yace inerte en el suelo. Te recargas. En ese momento
eres presa fácil para las hormigas, las garrapatas, los pinolillos, los piojos
de monte, las víboras, las arañas. No importa. Antes de que terminen de
zamparte esperas poder tirarle al pavo.
Y ahí está, frente a ti, junto a un jaguar que es
engullido de un bocado por una tarántula feroz. La selva toda color naranja y
azul y amarillo. Silencio y ruido bailando una sinfonía muda, entre el caos y
el fuego. La comezón. Un golpe en tu espalda. Abres los ojos.
Todo sigue como estaba. No hay ni pavos ni jaguares
ni tarántulas gigantes. Solamente la vegetación de antes, con la diferencia de
que comienza el alba a teñirla de un carmesí débil y opaco.
Te despertó tu guía, que se lleva un dedo al oído y
te dice que ahí ahí’ta…¿ya lo oyó? ¿Oír
qué? No escuchas absolutamente nada. Y te dicen que ahí viene; y tú te
preguntas que cómo de que hay viene; ¿cómo sabe que ahí viene? El corazón
comienza a agitarse en tu pecho, la sangre a fluir ardiendo.
Entonces escuchas el cantar del pavo. Es
indescriptible. Todo deja de existir en ese instante que tus oídos por fin
captan ese cantar tan hermoso e intimidante.
Toc…toc… Y la música.
Que te pongas listo, que ya va a salir. Ahí viene…, te alerta el guía con un
susurro delicado como todos los sonidos de la selva.
Y entonces, a veinte metros, asoma el ave más bella
que tus ojos hayan visto jamás. Camina a paso decidido, golpeando con la cabeza
acompañando el compas de su melodía. El sol impacta el plumaje y te deslumbra
el esplendor de ese increíble animal.
Tírele.
Sabes que ya no te queda mucho tiempo. Jalas el
gatillo.
Estruendo, oscuridad, aleteo, desconcierto.
Tu guía arranca en una carrera fugaz. Toma al pavo
por las patas. Instantes más de aleteo y tranquilidad. Nostálgica y entrañable
muerte. Un segundo de bella culpa. Y todo lo demás euforia.
¡Felicidades! ¡ya se chingó a su pavo! ¡A huevo! ¡Me
lo chingué!
Risas. Aullidos de emoción. Abrazos. Felicitaciones.
Siguen las obligadas fotografías. Una tras otra.
Mientras te retratan tú admiras a tu presa, preciosa, divina, perfecta. Sus
plumas tornasol de hipnotizan, la cabeza colorida te fascina. Sientes una
felicidad que solamente un momento así te puede brindar.
Muchas gracias, Adrián. Tus oídos son de otro mundo y
tu virtud como cazador admirable y envidiable. Gracias.
De regreso al campamento sabes que el Topo te tendrá
listo un exquisito desayuno, que la hielera estará repleta de cerveza y que
presumirás esta anécdota una tras otra vez.
Nada de esto hubiera sido posible sin la
extraordinaria organización de BALAM y del trabajo arduo de mi amigo Alfredo
Lamadrid.
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