Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Cacería de Dagestan tur en el Cáucaso


Primera parte

Qué fácil es decir que no vas a rezar, que el mar es reflejo del cielo y que muchas de las estrellas pierden su encanto porque distan mucho de ser polvo de luz. Hay quienes dicen que incontables astros no son más que apagados fulgores, extintos desde hace millones de años atrás; y no obstante seguimos recibiendo su resplandor por la distancia que nos separa de ellos. Pero, ¿qué más hay allá arriba? ¿Más allá del firmamento? Allá hacia donde dirigen sus brazos quienes se dejan caer de rodillas y suplican al infinito bondades y dádivas. Es muy sencillo sentenciar, responder, sin previa reflexión. No hay nada. Hay un Dios. Hay diversos dioses. A continuación un remedo de testimonio, un intento de narrar, de transcribir de cierta forma, un diálogo con—quizás— un Dios. Sucedió en el Cáucaso, en sus montañas, cuando vislumbré sus precipicios.

 

Resulta imposible describir la sensación de vértigo y terror que me embargaban mientras caminaba sobre las declives del Cáucaso; la pendiente del terreno me obligaba a recargarme en un bastón improvisado, en un palo de madera, en el cual me recargaba para inclinarme en el sentido de la cuesta. Y entonces clavaba la estaca; y luego, utilizándola como remo para impulsarme, me encaminaba a mi destino; a veces con paso titubeante, otras veces con paso firme. Pero cuando vacilaba, el rugir de la grava y el traqueteo de las rocas, ese sonido que hacen cuando ruedan, cuando caen, me helaba el corazón. Porque el miedo es frío. Y el horror gélido provocaba escalofríos cuando se amalgamaba con el ardor de las piernas, con el calor de los músculos y el fuego abrasante en la planta de los pies; y es que el camino en la montaña siempre es largo, casi interminable; con la única diferencia de que en estas serranías no podías detenerte a tomar un respiro, pues parar ocasionaba que la grava se venciera; y entonces comenzaba uno a deslizarse con parsimonia y espanto hacia el vacío, hacia la muerte.


Tener la muerte a mis pies me obligó a realizar una profunda introspección. Fue entonces cuando vi ahí, en lo más hondo de mi ser y de mi conciencia, los vestigios de mi vieja fe. No eran cenizas ni se habían reducido mis otrora creencias religiosas a rescoldos o ascuas. Aún quedaba de éstas un remanente palpable, tangible. De tal forma que me así de las ruinas de mi religión para superar el terror; y comencé a conversar, con una voz casi inaudible, primero conmigo, luego con algo— ¿alguien?—más. En ese momento decidí que lo que escribiría al respecto, no sería una ópera, ni habría escenas mías hincándome ante la cruz; pero damas y caballeros, si esto no es mi Parsifal, bien podrá asemejarse a un remedo del mismo. Y mientras tecleo estas palabras, escucho: Parsifal, WWV 111: Act III: Prelude, de Richard Wagner, Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin, Marek Janowski. Ahora pienso que este será uno de los relatos de caza más febriles que escribiré en mi vida.

Todo empezó mucho antes del siete de julio de dos mil dieciséis. Como el inicio de todas las expediciones cinegéticas, éste se había comenzado a gestar en los sueños y anhelos de conocer el Cáucaso de quienes años más tarde lograríamos emprender el viaje que nos llevaría a dichas montañas. En la cacería se habla de que los inicios de cada caza se fraguan de manera paulatina en la concepción del viaje, primero; en el momento en que se elige el equipo, después; y comienza a devenir desarrollo en la ejecución de la expedición en sí. A principios de julio, Andrés, Armando, Juan Fernando, Felipe, mi padre, mi hermano y yo arribamos a Azerbaiyán, país en el que buscaríamos en sus escalofriantes y hermosas montañas a los míticos dagestan tur. Muchísimos meses antes, todos y cada uno de nosotros habíamos soñado en que ese día llegaría. Y por fin llegó.

Volamos a Frankfort, Alemania, donde pasamos la noche. Al día siguiente, temprano, abordamos un nuevo vuelo de Lufthansa que horas más tarde aterrizó en Bakú, capital de Azerbaiyán. Bakú es una ciudad extravagante. Si bien aún se siente cómo deambulan por sus calles los fantasmas de un cacicazgo que duró una eternidad; no obstante, en sus fachadas, restaurantes, atractivos turísticos, empieza a respirarse un aire de renovación y modernidad. Eternamente lamida por las aguas del Mar Caspio y situada en la costa sur de la península de Absheron, Bakú ofrece a los turistas construcciones tanto decimonónicas y antiguas, como futuristas e innovadoras. Por las noches, las luces que alumbran el centro de la urbe, tiñen de colores vívidos los edificios y el cielo. La noche en que arribamos, Alemania y Francia se disputaban el pase a la final de la Eurocopa 2016. Los franceses vencieron a los teutones por la mínima, y nosotros los mexicanos, terminando el juego, nos fuimos a dormir. Al día siguiente comenzaría la cacería.


El día ocho de julio a las diez de la mañana nos dirigíamos en dos automóviles con dirección al Cáucaso. Fue un trayecto de casi cinco horas, que culminó en una explanada verde, bañada por un arroyo y sobre la cual se podían atisbar diminutas construcciones que servían de hogar para los habitantes de ese pequeñísimo poblado. Las montañas decoraban el paisaje. Éstas lucían vitales, filosas, en partes duras y en otras suaves, como si en algunas zonas de sus laderas se hubiesen plantado jardines verticales.

Descargamos los vehículos y desplegamos el equipo sobre el pasto. Tocaba esperar a que un ajado vehículo militar de carga, construido durante los años de la Unión Soviética, nos trasladara al campamento base. El trayecto sería de alrededor de una hora.

  


Tras el incómodo y zarandeado ascenso, arribamos a una pequeña cabaña. Dentro de ésta, una mesa servida con pepinos, pimientos, jitomates, quesos, carnes frías, aguas, cervezas y refrescos, nos invitaba a tomar un refrigerio. No sin antes saludar a todos los guías del lugar. Eran por lo menos diez, más el intérprete y el cocinero, casi todos jóvenes, sonrientes, entusiastas. Todo indicaba que el servicio que recibiríamos durante la semana en el Cáucaso sería de primer nivel.

 

Comimos las verduras, bebimos un poco de agua y cerveza, y rematamos con un estofado de tur. Posteriormente, hicimos la digestión entre sorbos de te negro y una agradable conversación sobre las expectativas entorno a nuestra expedición cinegética.

Afuera hacía calor. Un sol intenso bañaba de luz unas montañas adornadas con rocas afiladas y flores amarillas. Por lo demás, el cielo se antojaba de un azul eléctrico, que maridaba bien con la calidez del sitio y su colorido. El Cáucaso es bello. Hoy me acuerdo de sus desfiladeros verdísimos, de sus cañadas y gargantas de grava gris y polvo. Pero parecía que el clima iba a ser un problema. Sobre todo por las altas temperaturas que amenazaban con acompañarnos durante la cacería.


Terminamos de comer y salimos a checar los rifles. Todos hicimos uno o dos tiros, para cerciorarnos que las miras siguieran apuntadas, a pesar del largo viaje. Afortunadamente, todos los rifles se desempeñaron a la altura de las circunstancias.


Ahora sí venía lo bueno. La división en grupos. Tres campamentos, dijo el traductor. Dos de ellos a alrededor de cuatro horas a caballo. El otro, el más cercano, a una hora a pie. ¿Cómo se quieren dividir?


Mi padre dijo que él prefería caminar una hora, que cabalgar durante tres o cinco. Mi hermano, lo mismo. Yo, como tenía parte de mi equipo en la mochila de Felipe, tenía forzosamente que acampar con él. Así que al final, mi papá, Adrián y Andrés volvieron a abordar el camión soviético, que los llevaría un par de kilómetros arriba, y de ahí tendrían que ascender caminando al punto donde montarían el campamento remoto. Por nuestra parte, Juan Fernando, Felipe y yo, cargamos los caballos con nuestro equipo, y nos enfilamos a las cumbres. Armando marchó solo a otra cabaña, de donde intentaría dar caza a un grupo de turs que tenían ubicados.


Desde que nos despedimos todos, comencé a sentir nervios; fue un nerviosismo delicado, sutil, que me acompañó desde que monté mi caballo, hasta entrada la tarde que ascendimos por encima de las nubes que comenzaban a empapar los valles. Recuerdo que bordeamos el arroyo, que serpenteaba entre las montañas. Y mientras recorríamos la angostura, la sensación de ansiedad se hacía más intensa. Quizás me sentía intimidado por las empinadas serranías, por volver a estar en presencia de ese ser magnífico, de roca y tierra, que roza las nubes y se forma con el agua y el viento, que es la montaña. En Alaska me había premiado, en Pájaros Azules, no. ¿Cómo se comportaría conmigo en Azerbaiyán? Estaría por verse.


El golpeteo de los cascos de mi caballo al caminar comenzó a arrullarme. Poco a poco, conforme dejábamos atrás los árboles y el río, comenzaba a relajarme. A pesar de que las cimas envueltas de niebla se antojaban fantasmagóricas y siniestras, la proximidad con las cumbres me producía una agradable sensación de alivio.


Disipada la angustia, sintiéndome a salvo de caer presa de una inexplicable congoja, empecé a sonreír y a bromear con mis compañeros de cacería, que, como yo, venían batallando con su caballo. Porque después de una vereda que zigzagueaba sobre una colina inclinadísima, nuestros corceles empezaban a piafar y a mostrar signos de cansancio.


De pronto la temperatura se desplomó. El ambiente se tornó húmedo, y un céfiro helado me erizó los vellos de la nuca. Yo no llevaba más que una camiseta puesta, y no pretendía detener la caravana para abrigarme mejor. Todo iba empacado, y frenarnos nos demoraría. Demorarnos significaba perder la luz del día para arribar a nuestro destino final y para montar campamento. Por tal motivo, tuve que aguantarme el frío y esperar que la cabalgata no se prolongara por mucho tiempo más. Y por si fuera poco, justo cuando el viaje comenzaba a hacerse menos violento, una neblina espesa lo cubrió todo, y a lo lejos comenzaron a sonar rugidos y ladridos escalofriantes de perros invisibles. Los aullidos y los gruñidos, que cada vez se escuchaban más cerca, de pronto se materializaron en enormes perros que rodearon a nuestros caballos. La jauría comenzó a perseguirnos, amenazando con atacar. Yo temía que nuestros potros se asustaran. Porque ya comenzaban a relinchar, amagaban con reparar. Fue entonces cuando supe que iba a ser un viaje de emociones fuertes. Tenía que empezar a rezar.

  



Continuará. 

viernes, 3 de marzo de 2017

Presidente del Club Safari de México, A.C. llama a la unión

La noche del dos de marzo del año en curso quedará en la historia del Club Safari de México, A.C. En primer lugar, porque por segunda vez en casi cinco décadas, la renovación de la mesa directiva se materializó de manera democrática, y no por aclamación, como se venía haciendo durante casi treinta años. Por otro lado, porque el nuevo presidente del club cinegético más antiguo de Latinoamérica es el dirigente más joven que ha tenido esta prestigiosa asociación. 

Por eso mismo, Cazando Sobre la Hojarasca felicita a Mario Alberto Canales Mijares por ser el nuevo y más joven presidente del Club Safari de México, A.C. Su trayectoria como cazador y conservacionista fungieron como motor y brío para que de su mano se lleve a cabo el relevo generacional en tan importante agrupación de cazadores. 

Asimismo, y tal y como Canales Mijares manifestó, desde ahora se trabajará para buscar una unión a nivel nacional para hacer frente a las adversidades que amenazan a la caza en México, y él se ofrece para encabezar las acciones que correspondan para ello. 

A la asamblea general ordinaria del Club Safari en la cual se votó para renovar la presidencia comentada acudieron personalidades del mundo cinegético como Jesús Yuren, Héctor Cuéllar, Hubert Thummler, Carlos Moreno, entre otros.

La nueva mesa directiva se compondrá de la siguiente forma:

Mario Alberto Canales Mijares, presidente.

Humberto Enoc Cavazos Arozqueta, vicepresidente.

Miguel Ángel Larregui Hernández, secretario.

Jesús del Olmo Hernández, tesorero.

Alfonso Caso, primer vocal.

Humberto Cavazos Chena, Pablo Pratz y Andrés Eduardo Santos Schroeder, como vocales.

Este blog se suma al llamado que hizo el Licenciado Canales. Y se compromete a apoyarlo en lo que sea necesario para defender esta febril pasión, que significa para todos nosotros la caza.

¡Muchas felicidades! ¡Buena caza a todos! Con cariño, de la edición de Cazando Sobre la Hojarasca.