Santiago
Santos Schroeder
Mi cacería en Campeche comenzó de forma inesperada. Mi
tío Rafa me hizo la grata invitación para acompañarlo a él y a mis primos en una
gran aventura en la selva. Sin embargo, llenos de emoción, con maletas
empacadas y con todo listo, recibimos la
peor noticia que puede escuchar un cazador, ¡se cancelaba la cacería! Nos
explicó el organizador que las lluvias se habían adelantado y que nos iba a ser
imposible entrar y salir del área de caza. Teníamos que esperar un año más, lo
cuál para mí fue la más grande tortura. ¡Un año más para poder cazar en
Campeche! Sonaba como algo imposible pero, ni modo, así es la cacería.
Después un largo año de espera por fin llegó el día
que tanto había esperado. ¡Vámonos a Campeche! Tras varias horas de carretera, viajamos
desde la Ciudad de México hasta una pequeña ciudad con el nombre de Escárcega.
Ahí nos encontramos con nuestro organizador, quien nos guió por el último tramo
de la brecha para llegar al campamento. Me pareció pasar toda una eternidad en
la camioneta rumbo a nuestro destino. Cada segundo me sentía un poco más
ansioso y a la vez más emocionado. Cuando llegamos, no habían terminado de
enseñarnos la que sería nuestra casa por el resto de la semana, cuando yo ya
estaba de camuflaje de pies a cabeza y listo para salir a cazar.
El primer día fue difícil. Aprendí a la mala que en
la selva del sureste de nuestro país no se debe cazar en shorts; ya se podrán imaginar cómo acabé. Sin embargo, hubo suerte
en el campamento ya que mi primo cazó un pecarí de labios blancos, el cual
muchos consideran como el cerdo más difícil de cazar del mundo. ¡Andábamos de
suerte!
A las cuatro de la mañana comenzó nuestro segundo
día de cacería en la selva campechana. Tras un ligero desayuno y un café comenzamos nuestra jornada, y esta vez fuimos
mi tío y yo quienes viajamos acompañados por Lady Luck. Él cazó una hembra de temazate y un pavo ocelado con tan
solo un par de horas de diferencia entre ellos. Yo, por el otro lado, estaba
revisando aguajes con mi guía, Daniel, la persona con mejor oído que he
conocido. Mientras caminábamos sobre las veredas él me dijo: “Ahí está el
faisán, abajo”. Yo no lograba verlo debido a la densidad de la flora, pero Daniel
comenzó a chiflar de una manera muy peculiar y el hocofaisán le contestaba.
Aquella ave comenzó a acercarse a nosotros, yo no lo podía creer pero me
mantuve arrodillado firmemente, sujetando la escopeta cargada y sin seguro, y sin
quitar la mirada del área donde escuchaba los pasos del animal. Cuando el faisán
estaba a escasos 20 metros y antes de que fuera necesaria la orden de Daniel,
tiré del gatillo. Entre la patada, la densidad de la selva y los nervios yo no
sabía si le había pegado o no, entonces le pregunté a Daniel: “¿Me lo chingué?”
Y sin decir una sola palabra se levantó y caminó cortando ramas con su machete hasta
llegar a mi faisán. Cuando llegué a verlo no podía creer el tamaño y la belleza
del ave que yacía frente a mi. Ignoro cómo se mide el trofeo en este tipo de
animales pero resultó ser uno de los más grandes, si no es que el más grande,
de toda la temporada.
Yo era feliz. Tenía mi primer trofeo de Campeche y
oficialmente me convertí en un cazador de la selva. Tras esta realidad, sólo
quedaba en mi mente un pensamiento: “Ahora por la pareja, vamos por mi
bolonchana”. Y así fue, después de la sesión de fotos con mi guapo faisán
subimos a la camioneta para continuar con la cacería.
Habían pasado unos cuarenta minutos cuando Daniel—el
“mago/guía”—paró la camioneta y me dijo: “Aquí siempre hay algo”. Dicho y hecho,
llegamos a un lugar precioso donde un enorme árbol sostenía a otro que había
caído y, al fijarnos bien, pudimos apreciar las siluetas de unas 12 aves. “Cojolites”,
dijo Daniel; y yo le respondí negando la oportunidad con un movimiento de
cabeza, pues no quería alborotar mucho la selva y aquel no era un animal que me
llamara mucho la atención. Estaba a punto de dar un paso en retroceso cuando
Daniel me detuvo: “¡Bolonchana, bolonchana!”. Girando la cabeza inmediatamente,
encontré a un ave significantemente más grande que las demás parada sobre el
tronco caído. Suponiendo que esa era la bolonchana, levanté la escopeta en el
mismo instante en que ella se ascendió en el aire y, en pleno vuelo, tiré. ¡No
lo podía creer! En menos de una hora ya tenía a la pareja de faisanes, y si
pensaba que el faisán macho era de buen ver, era porque no había conocido a la
hembra.
Después de la sesión de fotos y un brindis de
cerveza, Daniel y yo emprendimos nuestro viaje de vuelta al campamento. Yo no
podía esperar un minuto más para presumir mi exitosa mañana. Finalmente llegamos
al punto de reunión donde nos encontraríamos con Rafa, mi primo, pero él no
había llegado, así que Daniel me dijo: “Vamos a revisar un aguaje que está aquí
a 5 minutos en lo que llegan.” Sin pensarlo acepté y un par de minutos más
tarde tuve la grata sorpresa de ver a lo lejos un tejón, pero éste se negaba a
entrar a tomar agua. “¿Vamos a buscarlo?”, pregunté. “Vamos”, respondió Daniel.
Yo iba lleno de esperanza y mi guía lleno de pereza, pues era obvio que el
tejón ya se había ido. Íbamos caminando en dirección al simpático animalito, yo
un par de metros atrás de Daniel ya que él iba cortando ramas con su machete
para abrirnos paso como en la película de Tarzán, cuando escuché un ruidito a
mi lado izquierdo. Se imaginarán la densidad de la selva para que este animal
haya pasado desapercibido por los muy capaces ojos de Daniel, pero lo escuché y
vi que estaba a un par de metros de mí, a punto de escabullirse rápidamente. Me
ganó el instinto y sin decir nada disparé. El tejón cayó muerto, al mismo
tiempo que mi guía se alejaba del sitio apresuradamente por el susto del
repentino disparo. Me volteó a ver, con el rostro totalmente blanco, y con voz
agitada me preguntó:“¿A qué le tiraste?, ¿le diste?”. Salí corriendo al lugar
donde había caído mi tejón y lo encontré completamente inmóvil. Entre
carcajadas le expliqué a Daniel lo que había pasado, y a él no le quedó más que
reír conmigo y festejar, pues en un día ya llevaba yo tres excelentes trofeos.
En todo el bellísimo estado de Campeche no cabían mi
felicidad y mi orgullo. El día concluyó con abrazos y felicitaciones en el
campamento, y una deliciosa cena conformada de PIB (barbacoa del sureste
envuelta en hoja de plátano en vez de maguey) de labios blancos y unos
sopecitos de faisán, que probablemente es el platillo más delicioso que he
probado en una cacería.
El tercer día fue
enfocado al pavo ocelado, mi guía y yo nos desvivimos buscándolo. Mientras
rondábamos en el Jeep, encontramos una parvada de pavos sobre la brecha y uno
de ellos se veía realmente bueno. Sin embargo, decidí no tirar porque ya había
escuchado muy buenas anécdotas sobre lo padre que es cazar al pavo mientras
canta antes de que se baje del árbol, con su singular canto como única pista
para llegar a él. Así que tomamos un par de fotos y seguimos en busca del bellísimo pavo cantor.
Tras varias horas de búsqueda, vimos un único pavo pero nos fue imposible
conseguir el tiro ya que éste nos sorprendió a sólo unos diez metros de
nosotros a la hora de subirse al árbol, además de que ya era de noche y yo no
tenía tiro. En fin, el pavo me sintió cuando intenté cambiar de posición para
poder tirar y voló, así que ya no pude darle. ¡Sentía que me moría del coraje!
Pero así es la cacería, a veces se puede, y a veces no.
El cuarto día fue el día,
Daniel y yo salimos aún más temprano a buscar mi pavo, pues tenían uno
localizando y se encontraba muy lejos del campamento. Éste era el bueno, este
sería el animal que me daría una de mis cacerías más emocionantes, mi cantor.
Después de una largo y apresurado trayecto, llegamos al lugar dónde nos dijeron
que estaría cantando el animal, así que apagamos el motor de la camioneta.
Mientras nos terminábamos a pequeños tragos el caliente café, me dijo Daniel:
“Ahí ta’, ¿lo escuchaste?”, y ¡claro que no lo había escuchado! Al día de hoy
sigo sorprendido del increíble oído de mi guía, pues resultó que había
escuchado el cantar del pavo a más de un kilómetro de distancia. Sin decir más,
aceleramos el paso para llegar al árbol donde se encontraba el pavo. Daniel
caminaba a paso rápido gracias a su baja estatura, y yo, por el otro lado, me
pegaba en la cara con todas las ramas, hojas y espinas que se cruzaran por mi
camino.
Sucedió lo inimaginable,
¡Daniel dejó de escuchar el canto! Decidimos parar a recuperar la respiración y
aprovechar para ver si mi guía podía volver a escuchar al pavo cantar, pues yo
todavía no lo había escuchado. Desafortunadamente no fue así, entonces Daniel
tomó la decisión de subir una lomita, pues según él por ahí andaba el pavo.
Pero ésta decisión no fue acertada. Les voy a decir una cosa, caminar en la
selva no es fácil y mucho menos de subida, pero Daniel y yo, empapados en sudor
y con sólo unos veinte minutos más de luz, llegamos a la cima. Justo en el
momento en el que llegamos el pavo comenzó a cantar de nuevo, yo todavía no lo
escuchaba ya que empezaba a clarear y toda la jungla se estaba despertando, por
lo que se escuchaban millones de sonidos diferentes simultáneamente. El pavo
estaba en la loma de enfrente, ¡hasta arriba! Daniel aseguró haberlo visto y, sin
darme la oportunidad de buscarlo, me tomó del brazo y se echó a correr mientras
decía: “¡Chíngale que se nos baja!”. En ese momento fue cuando comenzó la
carrera, una carrera contra el sol y contra el animal mismo, pues en cuanto el
sol saliera en su totalidad el pavo dejaría de cantar, se bajaría del árbol y
sería imposible localizarlo en el piso.
Desconozco cuánto corrí
pero estaba exhausto; entonces paramos a respirar una vez más y, en el instante
en el que el crujido de la hojarasca paró debido a la quietud de mis botas, lo
escuché por primera vez. Ese singular canto “TUN TUN TUN tuntuntuntun”. Éste se sincronizó con los nerviosos
latidos de mi corazón. Pálido de los nervios miré a mi guía, quién me dijo: “Última
carrera, sí le llegamos”. Caminamos a paso acelerado no más de diez metros
cuando Daniel se detuvo en seco, volteó a ver las copas de los árboles y, sin
decir una sola palabra, me lo dijo todo. ¡Ahí estaba el pavo, en la rama más
alta del árbol que estaba a mi derecha, a no más de diez metros! Levanté la
escopeta y, al momento de tirar el gatillo, vi como el pavo cayó inerte. Lo vi
caer en cámara lenta unos veinte metros y directo al suelo, rompiendo todas las
ramas que se cruzaban por su camino. En el momento que escuché cómo se
desplomó, corrí al sitio y ahí estaba, mi gallardo cantor, mi pavo ocelado,
muerto, ¡siempre mío!
Mientras admiraba su
belleza, su perfección, y acariciaba sus preciosas plumas tornasol, no pude
evitar sentir un poco de nostalgia. No me quedó más que agradecer a mi hermoso
trofeo por brindarme lo que ha sido una de mis aventuras más increíbles e
inolvidables de mi vida; y cumpliendo la promesa que hacemos los cazadores al
abatir una presa de llevarla a la inmortalidad, escribo esta historia, mientras
mi guapo pavo cantor lucirá su belleza en mi pared por siempre.