Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 23 de junio de 2014

Tras el bellísimo pavo ocelado de la selva de campechana


Santiago Santos Schroeder


Mi cacería en Campeche comenzó de forma inesperada. Mi tío Rafa me hizo la grata invitación para acompañarlo a él y a mis primos en una gran aventura en la selva. Sin embargo, llenos de emoción, con maletas empacadas y  con todo listo, recibimos la peor noticia que puede escuchar un cazador, ¡se cancelaba la cacería! Nos explicó el organizador que las lluvias se habían adelantado y que nos iba a ser imposible entrar y salir del área de caza. Teníamos que esperar un año más, lo cuál para mí fue la más grande tortura. ¡Un año más para poder cazar en Campeche! Sonaba como algo imposible pero, ni modo, así es la cacería.

Después un largo año de espera por fin llegó el día que tanto había esperado. ¡Vámonos a Campeche! Tras varias horas de carretera, viajamos desde la Ciudad de México hasta una pequeña ciudad con el nombre de Escárcega. Ahí nos encontramos con nuestro organizador, quien nos guió por el último tramo de la brecha para llegar al campamento. Me pareció pasar toda una eternidad en la camioneta rumbo a nuestro destino. Cada segundo me sentía un poco más ansioso y a la vez más emocionado. Cuando llegamos, no habían terminado de enseñarnos la que sería nuestra casa por el resto de la semana, cuando yo ya estaba de camuflaje de pies a cabeza y listo para salir a cazar.  

El primer día fue difícil. Aprendí a la mala que en la selva del sureste de nuestro país no se debe cazar en shorts; ya se podrán imaginar cómo acabé. Sin embargo, hubo suerte en el campamento ya que mi primo cazó un pecarí de labios blancos, el cual muchos consideran como el cerdo más difícil de cazar del mundo. ¡Andábamos de suerte!

A las cuatro de la mañana comenzó nuestro segundo día de cacería en la selva campechana. Tras un ligero desayuno y un café  comenzamos nuestra jornada, y esta vez fuimos mi tío y yo quienes viajamos acompañados por Lady Luck. Él cazó una hembra de temazate y un pavo ocelado con tan solo un par de horas de diferencia entre ellos. Yo, por el otro lado, estaba revisando aguajes con mi guía, Daniel, la persona con mejor oído que he conocido. Mientras caminábamos sobre las veredas él me dijo: “Ahí está el faisán, abajo”. Yo no lograba verlo debido a la densidad de la flora, pero Daniel comenzó a chiflar de una manera muy peculiar y el hocofaisán le contestaba. Aquella ave comenzó a acercarse a nosotros, yo no lo podía creer pero me mantuve arrodillado firmemente, sujetando la escopeta cargada y sin seguro, y sin quitar la mirada del área donde escuchaba los pasos del animal. Cuando el faisán estaba a escasos 20 metros y antes de que fuera necesaria la orden de Daniel, tiré del gatillo. Entre la patada, la densidad de la selva y los nervios yo no sabía si le había pegado o no, entonces le pregunté a Daniel: “¿Me lo chingué?” Y sin decir una sola palabra se levantó y caminó cortando ramas con su machete hasta llegar a mi faisán. Cuando llegué a verlo no podía creer el tamaño y la belleza del ave que yacía frente a mi. Ignoro cómo se mide el trofeo en este tipo de animales pero resultó ser uno de los más grandes, si no es que el más grande, de toda la temporada.

Yo era feliz. Tenía mi primer trofeo de Campeche y oficialmente me convertí en un cazador de la selva. Tras esta realidad, sólo quedaba en mi mente un pensamiento: “Ahora por la pareja, vamos por mi bolonchana”. Y así fue, después de la sesión de fotos con mi guapo faisán subimos a la camioneta para continuar con la cacería.

Habían pasado unos cuarenta minutos cuando Daniel—el “mago/guía”—paró la camioneta y me dijo: “Aquí siempre hay algo”. Dicho y hecho, llegamos a un lugar precioso donde un enorme árbol sostenía a otro que había caído y, al fijarnos bien, pudimos apreciar las siluetas de unas 12 aves. “Cojolites”, dijo Daniel; y yo le respondí negando la oportunidad con un movimiento de cabeza, pues no quería alborotar mucho la selva y aquel no era un animal que me llamara mucho la atención. Estaba a punto de dar un paso en retroceso cuando Daniel me detuvo: “¡Bolonchana, bolonchana!”. Girando la cabeza inmediatamente, encontré a un ave significantemente más grande que las demás parada sobre el tronco caído. Suponiendo que esa era la bolonchana, levanté la escopeta en el mismo instante en que ella se ascendió en el aire y, en pleno vuelo, tiré. ¡No lo podía creer! En menos de una hora ya tenía a la pareja de faisanes, y si pensaba que el faisán macho era de buen ver, era porque no había conocido a la hembra.

Después de la sesión de fotos y un brindis de cerveza, Daniel y yo emprendimos nuestro viaje de vuelta al campamento. Yo no podía esperar un minuto más para presumir mi exitosa mañana. Finalmente llegamos al punto de reunión donde nos encontraríamos con Rafa, mi primo, pero él no había llegado, así que Daniel me dijo: “Vamos a revisar un aguaje que está aquí a 5 minutos en lo que llegan.” Sin pensarlo acepté y un par de minutos más tarde tuve la grata sorpresa de ver a lo lejos un tejón, pero éste se negaba a entrar a tomar agua. “¿Vamos a buscarlo?”, pregunté. “Vamos”, respondió Daniel. Yo iba lleno de esperanza y mi guía lleno de pereza, pues era obvio que el tejón ya se había ido. Íbamos caminando en dirección al simpático animalito, yo un par de metros atrás de Daniel ya que él iba cortando ramas con su machete para abrirnos paso como en la película de Tarzán, cuando escuché un ruidito a mi lado izquierdo. Se imaginarán la densidad de la selva para que este animal haya pasado desapercibido por los muy capaces ojos de Daniel, pero lo escuché y vi que estaba a un par de metros de mí, a punto de escabullirse rápidamente. Me ganó el instinto y sin decir nada disparé. El tejón cayó muerto, al mismo tiempo que mi guía se alejaba del sitio apresuradamente por el susto del repentino disparo. Me volteó a ver, con el rostro totalmente blanco, y con voz agitada me preguntó:“¿A qué le tiraste?, ¿le diste?”. Salí corriendo al lugar donde había caído mi tejón y lo encontré completamente inmóvil. Entre carcajadas le expliqué a Daniel lo que había pasado, y a él no le quedó más que reír conmigo y festejar, pues en un día ya llevaba yo tres excelentes trofeos.

En todo el bellísimo estado de Campeche no cabían mi felicidad y mi orgullo. El día concluyó con abrazos y felicitaciones en el campamento, y una deliciosa cena conformada de PIB (barbacoa del sureste envuelta en hoja de plátano en vez de maguey) de labios blancos y unos sopecitos de faisán, que probablemente es el platillo más delicioso que he probado en una cacería. 

El tercer día fue enfocado al pavo ocelado, mi guía y yo nos desvivimos buscándolo. Mientras rondábamos en el Jeep, encontramos una parvada de pavos sobre la brecha y uno de ellos se veía realmente bueno. Sin embargo, decidí no tirar porque ya había escuchado muy buenas anécdotas sobre lo padre que es cazar al pavo mientras canta antes de que se baje del árbol, con su singular canto como única pista para llegar a él. Así que tomamos un par de fotos y  seguimos en busca del bellísimo pavo cantor. Tras varias horas de búsqueda, vimos un único pavo pero nos fue imposible conseguir el tiro ya que éste nos sorprendió a sólo unos diez metros de nosotros a la hora de subirse al árbol, además de que ya era de noche y yo no tenía tiro. En fin, el pavo me sintió cuando intenté cambiar de posición para poder tirar y voló, así que ya no pude darle. ¡Sentía que me moría del coraje! Pero así es la cacería, a veces se puede, y a veces no.

El cuarto día fue el día, Daniel y yo salimos aún más temprano a buscar mi pavo, pues tenían uno localizando y se encontraba muy lejos del campamento. Éste era el bueno, este sería el animal que me daría una de mis cacerías más emocionantes, mi cantor. Después de una largo y apresurado trayecto, llegamos al lugar dónde nos dijeron que estaría cantando el animal, así que apagamos el motor de la camioneta. Mientras nos terminábamos a pequeños tragos el caliente café, me dijo Daniel: “Ahí ta’, ¿lo escuchaste?”, y ¡claro que no lo había escuchado! Al día de hoy sigo sorprendido del increíble oído de mi guía, pues resultó que había escuchado el cantar del pavo a más de un kilómetro de distancia. Sin decir más, aceleramos el paso para llegar al árbol donde se encontraba el pavo. Daniel caminaba a paso rápido gracias a su baja estatura, y yo, por el otro lado, me pegaba en la cara con todas las ramas, hojas y espinas que se cruzaran por mi camino.

Sucedió lo inimaginable, ¡Daniel dejó de escuchar el canto! Decidimos parar a recuperar la respiración y aprovechar para ver si mi guía podía volver a escuchar al pavo cantar, pues yo todavía no lo había escuchado. Desafortunadamente no fue así, entonces Daniel tomó la decisión de subir una lomita, pues según él por ahí andaba el pavo. Pero ésta decisión no fue acertada. Les voy a decir una cosa, caminar en la selva no es fácil y mucho menos de subida, pero Daniel y yo, empapados en sudor y con sólo unos veinte minutos más de luz, llegamos a la cima. Justo en el momento en el que llegamos el pavo comenzó a cantar de nuevo, yo todavía no lo escuchaba ya que empezaba a clarear y toda la jungla se estaba despertando, por lo que se escuchaban millones de sonidos diferentes simultáneamente. El pavo estaba en la loma de enfrente, ¡hasta arriba! Daniel aseguró haberlo visto y, sin darme la oportunidad de buscarlo, me tomó del brazo y se echó a correr mientras decía: “¡Chíngale que se nos baja!”. En ese momento fue cuando comenzó la carrera, una carrera contra el sol y contra el animal mismo, pues en cuanto el sol saliera en su totalidad el pavo dejaría de cantar, se bajaría del árbol y sería imposible localizarlo en el piso.

Desconozco cuánto corrí pero estaba exhausto; entonces paramos a respirar una vez más y, en el instante en el que el crujido de la hojarasca paró debido a la quietud de mis botas, lo escuché por primera vez. Ese singular canto “TUN TUN TUN tuntuntuntun”. Éste se sincronizó con los nerviosos latidos de mi corazón. Pálido de los nervios miré a mi guía, quién me dijo: “Última carrera, sí le llegamos”. Caminamos a paso acelerado no más de diez metros cuando Daniel se detuvo en seco, volteó a ver las copas de los árboles y, sin decir una sola palabra, me lo dijo todo. ¡Ahí estaba el pavo, en la rama más alta del árbol que estaba a mi derecha, a no más de diez metros! Levanté la escopeta y, al momento de tirar el gatillo, vi como el pavo cayó inerte. Lo vi caer en cámara lenta unos veinte metros y directo al suelo, rompiendo todas las ramas que se cruzaban por su camino. En el momento que escuché cómo se desplomó, corrí al sitio y ahí estaba, mi gallardo cantor, mi pavo ocelado, muerto, ¡siempre mío!

Mientras admiraba su belleza, su perfección, y acariciaba sus preciosas plumas tornasol, no pude evitar sentir un poco de nostalgia. No me quedó más que agradecer a mi hermoso trofeo por brindarme lo que ha sido una de mis aventuras más increíbles e inolvidables de mi vida; y cumpliendo la promesa que hacemos los cazadores al abatir una presa de llevarla a la inmortalidad, escribo esta historia, mientras mi guapo pavo cantor lucirá su belleza en mi pared por siempre.


lunes, 16 de junio de 2014

Cazador del Siglo XXI


León F. Castant

La caza es y ha sido parte de la historia entera de la humanidad. Tan vieja como el hombre mismo, el arte y oficio de cazar, con toda obviedad llevó al hombre al desarrollo de herramientas, estrategias nuevas de supervivencia (como el usar las pieles de otros animales para hacer ropa, o arcos de sus tendones, o herramientas de sus huesos), es más, me atrevo a decir que sin la cacería y el consumo de carne quizás nunca hubiera evolucionado el hombre como tal. 

http://www.nature.com/scitable/knowledge/library/evidence-for-meat-eating-by-early-humans-103874273

El hombre ha sido cazador y recolector por más largo tiempo que agricultor. Millones de años, si incluimos nuestros antecesores homínidos directos. Fue la cacería la que nos llevó a domesticar al amigo más fiel de la raza humana, el perro, como pepenador de nuestras sobras de caza primero, como compañero de caza después.

http://news.psu.edu/story/317201/2014/05/29/research/domestication-dogs-may-explain-large-numbers-dead-mammoths

Con su nuevo compañero, el perro, el hombre comenzó a crear estrategias cada vez mas complejas para cazar animales cada vez más peligrosos. 

http://www.jstor.org/discover/10.2307/3629738?uid=3737952&uid=2460338175&uid=2460337935&uid=2&uid=4&uid=83&uid=63&sid=21103839810441

El perro le enseñó a la humanidad sobre la domesticación, y le dio el conocimiento para repetir el proceso con otras especies, llevando a la especie humana a la revolución del Neolítico, al desarrollo de la agricultura y las primeras urbes y civilizaciones. Domesticamos al Aurochs  http://en.wikipedia.org/wiki/Aurochs Y la carne se volvió abundante para la especie humana.


Menos y menos hombres a los largo de los siglos tuvieron que tener la tarea de cazar al animal con sus propias manos para alimentarse de él. De rastrearlo en el monte a pie por horas y días. De entender como llegó esa carne a su plato. Comer carne se volvió mas fácil. La industrialización de la carne dejó esa responsabilidad en manos del granjero y el carnicero, y cada vez más en las manos de las máquinas. Los demás sólo la consumen, ignorando consciente o inconscientemente cómo llegó ese suculento corte a su mesa.

Al hombre urbanizado se le separó de experimentar la naturaleza como se hace en la caza. Seguir un rastro; entender el movimiento del animal; saber qué plantas le gustan, o qué lugares; voltear al horizonte y saber cuántas horas buenas de sol quedan; tratar de crear estrategias, buscar ángulos, caminar contra el viento, usar camuflaje, o escondites, así clml aprovechar las partes de carne de la presa, una vez cazada ésta, con las manos y un cuchillo.

Pero el cazador no está libre de culpa. Sin restricción alguna, y principalmente por dobletear como comerciante de dichas partes animales, la caza irrestricta es directamente responsable de la desaparición de incontables especies. Esto es un hecho innegable. Al hombre le tomó miles de años entender que sólo se pueden recoger de la naturaleza un número determinado de especímenes. Demasiadas especies sucumbieron ante la voracidad y habilidad de la caza humana, antes de que se llegara a la epifanía del balance natural.

Solamente algunas de nuestras sociedades primigenias comprendieron el delicado balance de la naturaleza, muchas de las cuales fueron aplastadas en la época moderna al chocar con el hombre industrializado, que reacio, se niega a ver lo obvio: si no protegemos al ambiente, podemos causarle un daño irreparable a la flora y fauna mundial. Los estragos del calentamiento global son claros ya.

https://www.sciencenews.org/article/climate-change-may-bring-dramatic-behavior-shifts

Los verdaderos enemigos del restante de la naturaleza no son los cazadores, amantes natos de ella en sí, conscientes de la necesidad de regulación en la materia, sino los desarrolladores sin escrúpulos, las grandes mineras y taladoras industriales, destructoras de los ecosistemas que permiten la caza en un primer lugar.

Por ignorancia, malicia, apatía o falta de relevancia tanto en la agenda política como en la jurídica, se desprotege a recursos naturales con legislaciones prohibicionistas y corrupción, y sobre todo poca transparencia en el actuar de la autoridad.

El cazador de esta época moderna debe ser el mas ferviente defensor de la naturaleza. Debe reencontrar el lugar que tiene el hombre en balance con la tierra y sus animales. Debe empujar por mayor protección a los ecosistemas nacionales y mundiales. Tomar su responsabilidad como eje alterador de la naturaleza debe ser su tarea, pero como reparador del daño hecho por las generaciones previas.

Cazar no es sólo tirar, es conectarse a la naturaleza y comprenderla. Es apreciar. El cazador no debe ser sólo un tirador de dianas, debe ser un guardián.
Debe comportarse de acuerdo a un piso mínimo de principios básicos naturales. Responsabilidades evidentes para el observador de la naturaleza tienen que ser algunas como respetar las temporadas de crianza de las especies, proteger el ambiente de la urbanización y su inminente destrucción, respetar los limites de caza y verificar su eficacia en proteger a la especie en cazada; frenar la expansión urbana, ganadera y agrícola, a menos que sea sustentable al ecosistema, por sólo mencionar algunas.

Sólo asumiéndonos como verdaderos protectores del mundo que hemos heredado, podemos los cazadores tener sentido alguno en este joven milenio. Durante diez millones de años nuestros antecesores pre-hominidos cazaron, pescaron y recolectaron este planeta. ¿Sobreviviremos nosotros a los siguientes mil?

martes, 10 de junio de 2014

Ley que prohíbe animales en circos, una idiotez


El día de ayer, dentro del recinto legislativo de Donceles en la Ciudad de México, una masa amorfa, pardusca y acéfala, que se mueve lentamente y con parsimonia disfrazada de conjunto de legisladores, aprobó una ley que prohíbe el uso de animales en circos del Distrito Federal.

Qué idiotez.

Movidos por una benevolencia que roza en la magnanimidad, los integrantes de la Asamblea Legislativa del DF aprobaron la iniciativa de prohibir animales en espectáculos circenses. Esto con la finalidad de erradicar el maltrato animal en la República mexicana.

¿Y ahora qué sigue? ¿Que se les prohíba a los diputados locales del PRD, del PRI y del PAN, entre otras nimiedades, laborar en la ALDF? Eso sí que es una función de animales en un circo.

A la izquierda bananera local capitalina la ha dado por prohibir y por legalizar. Por un lado quieren prohibirlo todo, por otro legalizar hasta la mota.

Lástima que la esquizofrenia política no se quite con un par de zapes bien dados.

Quieren proteger a los animales que se usan en circos. Pero, ¿qué será de los elefantes, tigres, leones, changos, que se utilizan para el espectáculo ahora que está prohibido su uso?

Eso no se lo preguntaron.

Todos esos animales acabarán, por supuesto, en el mercado negro. Porque ningún zoológico tiene la capacidad de recibir cientos de animales de un día para otro.

Por otro lado, ¿qué será de los cerca de diez mil desempleados que dejará esta iniciativa? Miles de familias de cirqueros, veterinarios, entrenadores de animales, domadores, se quedarán sin empleo a causa de la sensibilidad de nuestros legisladores, que ponderaron la dignidad animal por sobre la de los ciudadanos capitalinos.

Los circos son tradición, son cultura. Y esta ley acaba de sentenciar a muerte a los legendarios Hermanos Vázquez, a los Atayde Hermanos, Fuentes Gasca, entre otros.

Evidentemente no estoy a favor del maltrato animal. Sin embargo, repudio igualmente la generalización simplona de asegurar que todos los circos maltratan a sus animales. Muchos de estos últimos, incluso, viven mejor entre cirqueros que enjaulados, como los que habitan en los zoológicos.


Lástima que esta batalla la ganaron los pseudo-ambientalistas de sofá. Los que no conocen sobre ambientalismo, ni saben nada acerca de la fauna y la flora del mundo. Pero ahora en Twitter cualquiera es un chingón.

viernes, 6 de junio de 2014

Cazaste al gallardo y cantor pavo ocelado



Para ti, querido Alfredo,
que me caes a toda madre


Cuando el amable, mas sólido, buenos días de Bocho quebranta el sueño, te ase y succiona a la realidad, tus ojos se abren con ímpetu, sin pereza; acto seguido te vuelves a sentir profundamente inmerso en la selva. La sinfonía tropical no deja de sorprenderte. Los monos aulladores siguen escuchándose como fieras voraces ansiosas por devorarte; a lo lejos el arroyo no deja de correr emitiendo su sutil y ligero rumor; la vegetación canta con delicadeza; y allá arriba, las estrellas y la luna se mantienen vigilando el sueño del sol y del calor. No tardan en despertar, y sabes que cuando lo hagan, su abrazo de luz y fuego volverá a sorprenderte en medio del monte.

Estás en Campeche.

Un golpe de agua antes de dirigirte al comedor a tomar café acaba por despabilarte. Ya despierto te diriges con paso titubeante, pisando raíces y hojarasca, a tomar un ligero desayuno. Son las cuatro de la mañana. El mundo sigue roncando. Pero tú estás listo para salir de cacería; vas tras el bellísimo y majestuoso pavo ocelado.

Durante el frugal desayuno se intercambian los saludos, alguno que otro comentario. La ansiedad y la emoción danzan alrededor de todos los cazadores. Sientes como te invitan, te sacan a bailar. La urgencia por dejar el campamento te obliga a apurar el café y preguntar a tu guía si está listo: ¿Estamos listos? ¡Listos!

Y metes cinco tiros a tu chaleco; y tomas tu escopeta, la acaricias, la contemplas. Sabes que todo depende de ella. Y ellos, los demás, que pues vámonos; pues vámonos; y tú les lanzas un ¡suerte! Y te es correspondido. Lo que era somnolencia y desidia ha devenido en excitación y expectativa. ¿Cazaré o no cazaré? Un dilema, que aunque lejos de ser shakespeariano, no obstante cala, como el frío, hasta los huesos del cazador.

El jeep atraviesa con furia la selva campechana. Enciendes un cigarrillo y sientes como el humo mitiga tu fogosidad. Mientras el viento te impacta en la cara, amenazando con extinguir el fuego de tu Camel, piensas en cómo puede ser la cacería. Has escuchado que el ocelado es un pavo que canta de una forma totalmente distinta, y que a causa de esto no se puede reclamar. ¿Entonces cómo le voy a hacer?

Se detienen en la brecha. La oscuridad sigue reinando a tu alrededor. Sonidos esporádicos de vez en cuando infringen el silencio sepulcral que de pronto se instauró en ese lugar remoto de la República.

Despacito y bien, pero bien calladitos.

Caminas lo más silencioso que puedes. Sigues a tu guía que se mueve con el sigilo de un jaguar. En cambio tus botas destruyen y le arrancan rugidos a la tierra, estruendos que te incomodan y tensan. Ocasionalmente se voltea el hombre menudo y casi diminuto a ordenarte que más despacio, que más callado, que pasitopasito… Y con las manos hace un ademán de lento, len-ta-men-te.

Por fin llegas a un punto donde te piden te sientes recargado en un tronco que yace inerte en el suelo. Te recargas. En ese momento eres presa fácil para las hormigas, las garrapatas, los pinolillos, los piojos de monte, las víboras, las arañas. No importa. Antes de que terminen de zamparte esperas poder tirarle al pavo.

Y ahí está, frente a ti, junto a un jaguar que es engullido de un bocado por una tarántula feroz. La selva toda color naranja y azul y amarillo. Silencio y ruido bailando una sinfonía muda, entre el caos y el fuego. La comezón. Un golpe en tu espalda. Abres los ojos.

Todo sigue como estaba. No hay ni pavos ni jaguares ni tarántulas gigantes. Solamente la vegetación de antes, con la diferencia de que comienza el alba a teñirla de un carmesí débil y opaco.

Te despertó tu guía, que se lleva un dedo al oído y te dice que ahí ahí’ta…¿ya lo oyó? ¿Oír qué? No escuchas absolutamente nada. Y te dicen que ahí viene; y tú te preguntas que cómo de que hay viene; ¿cómo sabe que ahí viene? El corazón comienza a agitarse en tu pecho, la sangre a fluir ardiendo.

Entonces escuchas el cantar del pavo. Es indescriptible. Todo deja de existir en ese instante que tus oídos por fin captan ese cantar tan hermoso e intimidante.

Toc…toc… Y la música.

Que te pongas listo, que ya va a salir. Ahí viene…, te alerta el guía con un susurro delicado como todos los sonidos de la selva.

Y entonces, a veinte metros, asoma el ave más bella que tus ojos hayan visto jamás. Camina a paso decidido, golpeando con la cabeza acompañando el compas de su melodía. El sol impacta el plumaje y te deslumbra el esplendor de ese increíble animal.

Tírele.

Sabes que ya no te queda mucho tiempo. Jalas el gatillo.

Estruendo, oscuridad, aleteo, desconcierto.

Tu guía arranca en una carrera fugaz. Toma al pavo por las patas. Instantes más de aleteo y tranquilidad. Nostálgica y entrañable muerte. Un segundo de bella culpa. Y todo lo demás euforia.

¡Felicidades! ¡ya se chingó a su pavo! ¡A huevo! ¡Me lo chingué!

Risas. Aullidos de emoción. Abrazos. Felicitaciones.

Siguen las obligadas fotografías. Una tras otra. Mientras te retratan tú admiras a tu presa, preciosa, divina, perfecta. Sus plumas tornasol de hipnotizan, la cabeza colorida te fascina. Sientes una felicidad que solamente un momento así te puede brindar.

Muchas gracias, Adrián. Tus oídos son de otro mundo y tu virtud como cazador admirable y envidiable. Gracias.

De regreso al campamento sabes que el Topo te tendrá listo un exquisito desayuno, que la hielera estará repleta de cerveza y que presumirás esta anécdota una tras otra vez.


Nada de esto hubiera sido posible sin la extraordinaria organización de BALAM y del trabajo arduo de mi amigo Alfredo Lamadrid.