Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

martes, 30 de agosto de 2016

Cacería de borrego dall en Alaska IV


Cuarta parte

“Yes, my friend. That’s a goddamn nice legal ram”.

Por primera vez en mi vida tenía ante mí un borrego dall trofeo, de belleza impresionante. Su hermosura me causó una conmoción tremenda. Porque cuando volví a asomarme a través del spotting scope mi corazón se detuvo un instante, como para tomar aire antes de zambullirse en la profundidad de algún mar, como para tomar vuelo; y de pronto explotó en una carrera de latidos, que más bien parecían golpes violentos. Mi corazón se sacudía con fiereza en el pecho, bruscamente. Nunca olvidaré la forma en que sentía las agitaciones entre las costillas.

El carnero yacía tranquilo a unos metros por encima de los abedules, sobre un pedrusco que dentado se recortaba con los últimos colores del día. La distancia que nos separaba del hermoso animal era de alrededor de una milla. Mas el problema mayor no era la longitud que nos apartaba del morueco, sino que el río Copper también y con mucho más fiereza se interponía entre el dall y nosotros. Así que lejos de imaginar una posible estrategia de asecho para el día siguiente, lo que teníamos que ir planeando era cómo habríamos de cruzar el río. Las opciones eran intentar a nado y morir en el intento de hipotermia o ahogamiento, o buscar comunicarnos con el campamento base y pedirle a Armando que nos trajese la barca que inútil descansaba sobre una de las paredes de la cabaña.

No tengo idea durante cuánto tiempo contemplamos al borrego, pues mientras lo hacíamos el tiempo se detuvo. Terminamos de admirarlo cuando las sombras de los árboles y las montañas nos rodearon, y el dall se convirtió en un espectro difuso color gris.

Al día siguiente, una llamada realizada por Steve dinamitó todas nuestras esperanzas de dar caza al borrego con el que soñé toda la noche anterior.

Resulta que temprano en la mañana del séptimo día Johnson llamó a un amigo suyo para pedirle consejo respecto de cómo llegarle al borrego que ocupó nuestros sueños. Y desafortunadamente le informaron que aunque lograra cruzar el Copper, la zona en la que se encontraba el dall pertenecía a una reserva india en la cual no se permite la caza. Así que: “There goes our chance of shooting that nice ram. I’m sorry, man”. Así concluyó mi guía. En pocas palabras, su conclusión fue: ya valió madres ese borrego.

Derrotados como siempre, pero ya mucho más acostumbrados a la desilusión, nos reunimos para definir el plan, que, palabras más, palabras menos, consistiría en subir a todas las cumbres que teníamos alrededor para desde ahí, aprovechar la ventaja de la altura y tratar de encontrar un dall con nuestros prismáticos, telescopios y todo el equipo de óptica que cargábamos con nosotros.

La maldita nueva ley nos impidió aprovechar el vuelo a esa nueva zona para buscar un borrego tirable. Consecuentemente, caminaríamos, ascenderíamos a oscuras, rezando e implorando a los cielos que en alguna ladera o collado se apareciera un morueco al que pudiésemos darle caza.

El campamento se encontraba en la falda de una montaña, que desde el río se apreciaba que de la cima le crecía una inmensa peña que si lográbamos trepar, iba a resultar un inmejorable punto para gemelear el área, los barrancos, cauces, cañadas y valles que nos rodeaban. Por lo que terminando el desayuno, atacamos la primera cuesta que encontramos, llevando en las mochilas únicamente agua y alimentos, pues esa noche dormiríamos en el mismo campamento.

Encumbrar la maldita peña fue un tormento para mis muslos y rodillas. Empapado y exhausto, subí desnudándome poco a poco cada quinientos metros. Primero me quité la chamarra, luego el chaleco, posteriormente el suéter y la camisa. Al final, los últimos cien metros los escalé con la ropa térmica y los pantalones puestos únicamente.

Desde la altura, una vez recuperado el aliento, volví a impresionarme con la belleza de la Cordillera de Alaska. Resulta imposible encontrar las palabras adecuadas para describirla sin quedarse uno corto. Pero la yuxtaposición de piedras, tundra, taiga, nieve, los extensos bosques de coníferas y las blanquísimas cumbres, hacen del paisaje una quimera.

Por cerca de tres horas peinamos los alrededores. Primer nos entretuvimos con un oso negro que, altanero y temerario, paso con paso se acercaba a una zona de tiro. A mí me urgía tirar. Así que le dije a Steve que si el descalzo se ponía a cuatrocientas yardas, dispararía. Empero esto jamás sucedió, porque mientras yo lo seguía con la retícula de mi mira, intercalando con mis binoculares y midiendo la distancia, Jason habló: “Steve? There are some rams over that summit”.



Mientras mi guía y yo tonteábamos con el oso, el neozelandés, utilizando el scope de Steve ubicó a un grupo de nueve borregos a un par de kilómetros de distancia, sobre una montaña mucho más baja que en la que nos encontrábamos. Aún desde la distancia, mi guía alcanzaba a distinguir a por lo menos uno legal, lo que resultaba sumamente esperanzador; aunado a lo anterior, también detectamos que el grupo de borregos descendía lánguidamente en dirección al río. Por consiguiente, en el momento que Steve Johnson se percató de ello, ordenó que recogiéramos nuestras cosas y bajáramos lo más rápido posible para buscar un punto desde el cual pudiera analizar a los borregos de más cerca.

Y bajamos. Ellos corriendo, yo casi rodando. Pero al final, logramos encontrarnos nuevamente en la falda de la montaña con suficiente luz para investigar dónde podríamos colocarnos para ver de más cerca al grupo de carneros.

Ya nos disponíamos a seguir a Johnson cuando éste nos ordenó que preparásemos una tienda de campaña, comida para dos noches y nuestras mochilas; que él iría a echar un ojo y que nosotros lo esperáramos con todo listo, pues si encontraba un buen borrego entre los nueve, nos trasladaríamos a la falda de la montaña en la que se encontraban los carneros, para que al día siguiente, con la primera luz del alba, iniciáramos el asecho.

Johnson se fue cargando con solamente su spotting scope, y Brady y yo comenzamos a empacar. Un curioso y extraño nerviosismo circulaba por mis venas mientras que desinflaba mi colchón, enrollaba mi bolsa de dormir y empacaba mis alimentos. Jason también preparaba sus pertenencias y las de Steve en silencio. La atmósfera se sentía densa.

Diez minutos después, el neozelandés y yo, con nuestras pertenencias y las del master guide reposando a nuestros pies, fumábamos en silencio. Pero después de la tercera o cuarta calada, el packer me preguntó que en qué pensaba. Le respondí que, por un lado presentía que por simples probabilidades tenía que haber un buen macho entre ese grupo de nueve borregos; pero que, por el otro lado, para la suerte que habíamos estado teniendo, tampoco me sorprendería si Steve regresa y me dice nuevamente que nada; o que puros chicos, o que lo sorprendieron o que se regresaron a la cumbre o que simple y sencillamente desaparecieron. Jason, en cambio, me dijo que se sentía seguro y lleno de ilusión, que porque él había sido el que los encontró; y que nada le gustaría más que participar con tan fundamental aportación en nuestra cacería.


De pronto, escuchamos los pasos de Steve acercarse. Mi corazón comenzó otra vez a rebotar de nerviosismo. Cada paso, martilleaba en mis nervios y los destrozaba. Era como en la escuela, segundos antes de que te anunciaran tu calificación final. Y un paso tras otro, el guía se acercaba. ¿Qué noticias traería? ¿Qué noticias traería? ¿Qué noticias traería?

Súbitamente apareció Johnson entre la maleza y nos dijo: “Come on, guys. Follow me. Bring all the stuff. I spoted at least two shooters”. Y con una enorme sonrisa nos levantó el pulgar como símbolo de victoria.

Nos abrazamos los tres, recogimos las mochilas y nos trasladamos nuevamente a otro lugar para montar campamento.

En el camino encontramos una presa construida por castores, lo que jamás había visto en mi vida. Me pareció espectacular. Pero no todo fue espectáculo y risas, pues en un tramo tuve que quitarme las botas y cruzar un arroyo. El frío, o el dolor, o más bien el doloroso frío me dejó por un instante atónito. Si no hubiera sido porque me gritaron que siguiera moviéndome, me quedaba petrificado, con el dolor carcomiéndome desde las plantas de los pies hasta las rodillas, y hubiese muerto congelado. Quizás exagero. Pero no quisiera volver a meter un pie descalzo en las heladas aguas de la Cordillera de Alaska.


Afortunadamente mis botas no se mojaron. Me sequé con el par de calcetas que llevaba puestas, y acto seguido me enfundé un par de calcetas de lana nuevas, que se sintieron de maravilla en mis maltrechos y adoloridos pies.

Luego al fin alcanzamos el punto donde reposaría nuestro nuevo campamento, esta vez consistente en una sola tienda de campaña, la cual Jason y yo levantamos, mientras que Steve sigilosamente corroboraba que los borregos seguían donde los había dejado un par de horas antes. Cuando éste volvió, nos confirmó que ahí seguían los carneros, y entre ellos por lo menos dos tirables.

Esa noche, justo antes de dormir, le pregunté a Steve que si creía que al día siguiente cazaríamos mi borrego, a lo que mi guía me respondió: "The mountain will decide, my friend. The mountain always decides who gets a sheep and who doesn't". Acto seguido, apagó su lámpara de cabeza, cerró su libro y se acomodó en su bolsa de dormir para caer en un largo y profundo sueño.

Continuará.


jueves, 25 de agosto de 2016

Cacería de borrego dall en Alaska III

Tercera parte

El tercer día comenzó el traslado.

Primero nos despertamos. Posteriormente se nos sirvió el desayuno frugal de todos los días, consistente en avena y café. Concluido el desayuno, Steve sugirió empacar las mochilas y cruzar el glaciar.

Como a un kilómetro del campamento, se alcanzaba a atisbar un puerto. Cruzando ese paso se erguía un enorme glaciar.

Si queríamos encontrar un buen borrego, teníamos que atravesar la gigantesca masa de hielo. 

Iniciamos el trayecto una hora después de haber terminado el desayuno. Con las backpacks colgadas de nuestras espaldas, y con un sentimiento de esperanza rejuvenecido, iniciamos el viaje. Un paso tras otro, nos alejábamos de donde pernoctamos las primeras tres noches. Justo cuando comenzábamos a encariñarnos con nuestro hogar transitorio, las circunstancias nos obligaron a abandonarlo, no sin antes volver a echar un ojo al par de borregos que habíamos visto el día anterior.


Antes de iniciar el ascenso al glaciar, llegamos a un hermoso manantial. Ahí optamos por dejar las mochilas y tomar fotografías. El famoso y típico instagrameo. Y Armando me retrataba a mí; y yo retrataba a Armando. Y éste me decía que cómo me gustaba hacerla al cuento; y yo le respondía que me dejara de jorobar y me tomara la foto. Y de pronto Steve empezó a toser. Lo escuchamos preocupados carraspear por un tiempo prolongado; por lo que Klein y yo cruzamos una mirada de preocupación. No teníamos que hablarnos para comunicarnos entre nosotros: Steve se escucha mal; eso suena a pulmonía; ya se había quejado de dolores en la espalda; ¿y si le pasa algo? No chingues, toco madera; ¿estamos ante una emergencia? Aún no. Pero existe la posibilidad.

 

Le preguntamos a Steve que cómo se sentía. El nerviosismo nos obligó a hacerle esa pregunta retórica, cuya respuesta conocíamos perfectamente bien. Johnson se crispaba con fuerza cada vez que tosía, y se quejaba de una punzada en la espalda. Sin embargo, insistía en que teníamos que dejar el glaciar a nuestras espaldas cuanto antes. Y dicho esto, comenzó a subir por el hielo inmenso, indicándonos que lo siguiéramos.




La ascensión fue pasmosa. Sin embargo, también lenta, casi vacilante, nerviosa. Cada paso que dábamos tenía que ser sobre el hielo firme. Así que con los palos palpábamos la zona en donde íbamos a pisar. Ahí no podías dar paso sin huarache. Tropezarte significaba una larga caída, deslizándote por encima del hielo y la nieve, hasta encontrar un golpe casi fatal. 





   





Afortunadamente logramos vencer al glaciar. No obstante, Johnson ya no contaba con fuerzas para seguir adelante. Además, la temperatura había descendido como si le colgasen una pesa de plomo en los pies. Consecuentemente, desempacamos el campamento, lo montamos y decidimos pasar la noche en esa zona, al pie del enorme pedazo de hielo.




Aquella noche ni Steve ni Armando quisieron cenar fuera de sus tiendas de campaña. Por lo que Jason y yo preparamos la cena y se las acercamos a Johnson y a Klein cuando estuvieron listas. Ambos tiritaban dentro de sus bolsas de dormir, y agradecieron el gesto con un hilo de voz.

Cuando el neozelandés y yo terminamos nuestra bolsa de comida deshidratada, aquél sacó un termo de aluminio que contenía apenas unos veinte mililitros de whisky. Sirvió un poco a nuestros Tang de naranja y los dos encendimos un cigarrillo. Mientras bebíamos y fumábamos intercambiamos comentarios sobre la cacería, el paisaje, la vida. Pero un grito iracundo de Steve nos sorprendió.

¡Armando! ¡What the fuck!

Steve Johnson desde su casa de campaña llamaba desesperado a Klein a gritos y entre gruñidos. Mi amigo le preguntó desde sus aposentos que qué pasaba. En su voz alcancé a percibir un tonillo de nerviosismo. Y Steve que pinche mexicano loco; que cómo era posible; que nunca había escuchado locura igual. Y el resto de nosotros se preguntaba que a qué se refería. ¿Serían delirios de la fiebre? Pero no, por fin luego de unas cuantas mentadas de madres más, entendimos qué había hecho enfurecer a nuestro master guide.

Johnson nos explicó, entre reproches y quejidos, que nos tenía una buena y una terrible noticia. Carajo. Qué feo sonó esa frase en ese momento. Sobre todo cuando escuchas ese oxímoron en medio de la nada, con los chillidos de las águilas y el suspirar del viento como tu única compañía. Además, el sol se escondía, las cumbres nevadas, otrora blancas, comenzaban a teñirse de gris. Y el frío ganaba terreno. Una buena y una terrible noticia. ¿Cómo puede caber el terrible en ese enunciado? 

Cabe mencionar que todo esto sucedió dentro de un periodo de tiempo prolongado, porque cuando Steve estaba por informarnos, una llamada a su satelital lo interrumpió. Y entonces alcancé a escuchar que ordenaba que volaran gente de inmediato a la zona, que necesitaban ayuda los que tenían su campamento a orillas del río Copper. En el segundo campamento. ¿Quién estaba ahí, mi primo Baltasar o mi amigo Sebastián? Y por fin colgó.

“So Steve, what happened?” Preguntó Armando nuevamente a gritos desde su tienda de campaña. Ésta se encontraba a un par de metros de la de Johnson, por eso ambos se comunicaban a chillidos. En medio de las exclamaciones y con cara de idiotas, fumábamos Jason y yo en silencio, preguntándonos qué estaba pasando. 


Y Steve que bueno, pues les cuento; que Balta ya tiró; que parecía ser que un muy buen moose; que mi primo y su guía, Mike y su hijo Hunter, estaban muy contentos; que todos celebraron eufóricos, hasta que le preguntaron a Baltasar que cómo iba a querer disecar su trofeo. Y mi primo, que full mount; y que el guía y su hijo, ¿que qué?; que are you fucking kidding me?; y que Balta, pues no, que él disecaba todo completo, que hasta un elefante; y ellos que, you’re kidding, right?; y mi pariente que no, que no era broma. Y entonces que todos molestos, que todos enfadados. Y que ahora, ¿qué hacemos? Le preguntaron. Y Baltasar que, pues yo qué sé, pues copinarlo, ¿no? Y Mike que no chingues. ¿Sabes lo que pesa la copina de un alce? ¿Sabes que la ley de Alaska nos obliga a únicamente dejar las vísceras y los huesos? Y mi primo que no, que no sabía eso. Y que dijo que podían pedir ayuda. Que te va a salir caro, le dijeron. Que no hay pedo. Respondió.

El desenlace y final de esta historia, la historia de la discusión entre mi primo y sus guías sobre qué harían con la piel del alce, terminó con un hacha y la copina de un moose completa partida a la mitad; con la espalda de mi primo lastimada; con un boleto de regreso a México adelantado. Sudor, sangre y lágrimas. Pero me informaron que previo a su salida de las montañas, mi primo y su guía bebieron mezcal, bourbon, whisky y vodka. Que cantaron todo el repertorio de The Beatles y amanecieron al día siguiente un poco malheridos. 

De esto último nos enteramos cuando en el campamento base me topé con mi primo minutos antes de que lo volaran a la ciudad de Anchorage. Tenía ojeras, dolores lumbares y náuseas. 

¿Cómo acabé yo en el campamento base el sexto día de cacería? Les cuento.

Cuando Steve terminó de quejarse de las excentricidades de mi primo, la calma volvió a reinar al pie del glaciar. Jason y yo apagamos nuestros cigarrillos, nos dimos las buenas noches y cada uno se dirigió a su tienda de campaña; mas antes le llamé a Graciela para decirle que la amaba.


Esa noche Armando y yo leímos un poco antes de dormirnos. Luego la oscuridad y el silencio lo dominó todo.

Al día siguiente amanecimos sepultados bajo nieve. Una tormenta que se prolongó durante la madrugada, y no se apagó hasta el alba, cubrió de blanco toda la cordillera de Alaska.


El clima ya era un problema grave. Así que comenzaba a tornarse urgente que replanteásemos el plan. Por lo que mientras bebíamos café decidimos bajar a pie hasta el campamento base, para de ahí volar a una zona completamente distinta a probar nuestra suerte. El viaje sería largo. Tres días, por lo menos. A pie y con todo el equipo a nuestras espaldas. Pero valía la pena hacerlo. En la travesía podíamos encontrar borregos, caribúes, lobos, osos, todo. No iba a ser tiempo perdido, había asegurado Steve, que esa mañana se encontraba mucho mejor. 

Iniciamos nuestro descenso internándonos a un cañón que serpenteaba cuesta abajo, en dirección al río. Posteriormente, recorrimos una escalofriante cresta de piedras sueltas, que hacían que cada paso se sintiera irresoluto y siniestro. Luego por fin atacamos una colina, cuyas laderas se erguían desde el cauce de un arroyo, que cuando se nos dibujó en el horizonte supimos que ya no faltaba mucho para encontrarnos en tierras bajas. “All that thick bush you see downhill, that’s moose country, my friend”, me dijo Johnson. 




A nuestros pies, cuesta abajo, emergía un mar de matorrales intransigente y rociado, que cruzarlo resultó un suplicio, pues los arbustos tenían infinitas manos que insolentes se aferraban al cañón del rifle y lo jalaban, haciendo el descenso laborioso y terrible. Sin embargo, entre el sabor a sal en los labios y las explosiones de perfume por las miles de moras que nos rodeaban, la bajada también tuvo un gusto como agridulce.

Para cuando por fin salimos del maldito bush, un crepúsculo de luces mortecinas guió nuestros últimos pasos para encontrar un lugar donde montar el campamento a orillas del arroyo. Al día siguiente, la meta era alcanzar el campamento de mi amigo Sebastián, que se encontraba a cinco millas. Así que teníamos que recuperar fuerzas con un largo y profundo sueño, pues el quinto día iniciaría al alba y consistiría en caminar y seguir caminando. 


Y sí, en efecto, dormimos largo y tendido. Y cuando despertamos, a caminar. Y el camino fue más largo de lo esperado, tan largo que lo recorrimos cien veces. Subimos y bajamos lomas que eran idénticas. Siempre entre maleza y diminutos árboles, sobre agua y entre marañas. Pero lo logramos. A eso de las cuatro de la tarde arribamos al campamento de Johnny y Daniel, desde el cual cazaba Sebas. Ahí nos recibieron con comida caliente y whisky escocés. 

Esa tarde nos relajó a todos. Bebimos, reímos e intercambiamos innumerables historias de cacería. Aquella noche, tal y como Serrat lo manda, no dosificamos los placeres. Los derrochamos. Comimos y bebimos de más. Así que el tiempo voló, y cuando nos dimos cuenta, era un nuevo día, de vuelta en el campamento base. Con la prisa correteándonos, secando lo que se podía, comiendo lo que encontramos y limpiándonos el cuerpo de la mejor manera posible. El tiempo apremiaba, pues esa misma tarde debíamos volver a volar a la nueva zona de caza. Tenía que ser esa tarde, puesto que de lo contrario, hubiésemos perdido dos días completos de caza por disposiciones legales, ya que no se puede volar y cazar el mismo día.

Humberto, the plane is here. Take all that shit and get the fuck out of here. Quickly!” Me ordenaron a gritos súbitamente mientras terminaba de empacar mi mochila. Y acto seguido, aterricé nuevamente a orillas del río Copper, al pie de todas las montañas, justo cuando Steve terminaba de montar nuevamente el campamento.

Armando nunca llegó. 

Esa misma noche, en lo que Steve y Jason levantaban las tiendas de campaña, tomé el spotting scope y comencé a gemelear la montaña que teníamos de frente. Árboles, piedras, tierra y nieve. Así de monótona se sentía la búsqueda. Sin embargo, luego de unos diez minutos detrás del telescopio lo vi. Inmediatamente después de encontrarlo con la mirada clavada en el borrego, pregunté: “Steve? Is that a legal ram?”. Así que mi guía se acercó a mí, se hincó y me pidió me hiciera a un lado para que viera a través del telescopio. Yes, my friend. That is a goddamn nice legal ram”.

Por fin.

Continuará.