Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

viernes, 22 de marzo de 2019

La cacería de buro que nunca fue


A mis hermanos Ivanes, con todo el cariño del mundo


Cuando le dije a mi hermano Iván que iba a contar lo que nos sucedió aquella noche, me pidió que no lo hiciera; que para qué, si nadie me iba a creer. Sin embargo, aquí estoy, dispuesto a contarlo todo; no me importa si me creen o no. Porque esta historia no la cuento para ustedes, sino la escribo para mí; para no olvidarme de ésta nunca, para siempre tenerla presente, para en todo momento tener el recuerdo a la mano, pues me servirá durante toda la vida para reflexionar sobre la misma.

Todo empezó una madrugada helada, completa y totalmente despejada. Nunca antes había amanecido el rancho Cirios tan frío. Recuerdo perfectamente que ese día salí de mi bungaló y me sentí congelado, pero debajo y en el centro de la bóveda celeste, con el infinito ampliándose sobre mí. Sin ser experto en astronomía, pensaba que en ese momento se alcanzaban a ver desde ese lugar hermoso en Sonora todas las estrellas del universo. Por eso me perdí un rato en el cielo, sin importarme la gelidez de mi entorno. Algo allá arriba me tenía hipnotizado, hasta que un grito de buenos días me sacó de mi ensueño.

Esa mañana, por motivos diversos, Iván y yo íbamos a salir solos de cacería, sin George ni el Peludo, los guías; ni el Paco, el vaquero; ni nadie. Todos tenían cosas que hacer. Y nosotros dos queríamos a fuerza salir a buscar un buro. Así que lo hicimos. Y desde el principio, comenzó lo anormal, pues pedí manejar yo la camioneta; a lo que Iván no mostró objeción alguna ni tuvo reparo en que yo condujera ese día.

Salimos a eso de las seis de la mañana. A esa hora, el cielo de Sonora empezaba a teñirse de carmesí y en el horizonte comenzaban a vislumbrarse las montañas, que se recortaban como dedos frente al Mar de Cortés, en ese punto en que todo se pinta de color bergamota, naranja, el color de la arena cuando se humedece con sangre. Sin duda el litoral sonorense es de los más bellos del mundo, precisamente por los espectáculos que ofrece a la vista a la hora de amanecer y cuando se pone el sol, con la serranía de cuna y el mar y el cielo de techo.

Las primeras horas pasaron en quietud. Aunque la temperatura glacial de esa mañana prometía buen movimiento de caza; no obstante, curiosamente durante horas no vimos nada, ni pecaríes ni borregos cimarrones ni venados cola blanca ni codornices ni buros. Ni siquiera las hembras, que suelen ser las más presumidas, se dejaban ver ese día, que ya comenzaba a llenarse de una energía extraña. Lo único que desfilaba para nosotros eran los saguaros gigantes, los palo fierro invencibles, las chollas filosas, los palo verde encantadores, los mesquites tupidos, los cirios extraterrestres. Y nosotros avanzábamos, sin rumbo fijo, adentrándonos cada vez más hacia el corazón del desierto, hasta que dio el medio día, y entonces todo cambió, la paz se esfumó.

Por increíble que parezca, hasta ese momento, Iván y yo no habíamos intercambiado palabra alguna. Durante todo ese tiempo había reinado entre nosotros ese silencio sepulcral cuyo sonido solamente puede ser cómodo y plácido cuando se escucha entre dos personas que se tienen absoluta confianza y mutuo cariño. Pero ese sosiego se vio resquebrajado abruptamente por un ruido extraño que hizo la camioneta.

— ¿Qué fue eso, hermano?—pregunté a mi hermano Iván, que comenzaba a cabecear a mi lado—. Esta madre está fallando.

— ¡P’ta madre, se me hace que sí!—comentó Iván secamente—. A ver, hermano, párate.

— Me paro—, dije mientras pisaba el freno y ponía la camioneta en ‘Parking’.

— Apágala, por favor, hermano. 

Apagué la camioneta y los dos nos apeamos. Ambos nos estiramos al mismo tiempo. Llevábamos cientos de minutos sentados, manejando, sin siquiera habernos parado a orinar o a estirar las piernas. Ya habían pasado por lo menos seis horas. La temperatura había subido. La luz del sol caía como plomo sobre nosotros. En el cielo no se atisbaba ninguna nube, solo su azul eléctrico que se fundía con el azul más opaco y grisáceo del mar. 

Una vez espabilado, me salí un metro de la brecha para tirar el agua; el hermano Iván hizo lo propio. Los dos buscábamos cualquier actividad, pretexto o quehacer, antes de aceptar la cruda realidad de que no teníamos ni idea de cómo afrontar el problema que nos representaba la camioneta. Íbamos a evadirlo durante todo el tiempo que fuera necesario. Por lo que una vez concluidas nuestras necesidades básicas y naturales, tomamos cada uno sus binoculares y empezamos a gemelear los alrededores en busca de un buro. Pero al no encontrar nada, a los quince o veinte minutos tuvimos que hacer frente a la complicación.

— ¡Chingue a su madre!—gritó Iván, mientras se dirigía al vehículo, llevándose las manos a la cara con violencia—. ¡Los pinches radios!

— No mames, hermano... No me digas que se quedaron cargando—. Lo primero que hice fue sacar mi celular del bolsillo y ver la pantalla. Para mi horror, no teníamos ninguna señal—. Y aquí no hay señal.

— Ver... Sí... Ayer los bajé para cargarlos, por si íbamos al cerro del calzoncillo a hacerle la cacería a los buros, como ya le hemos hecho antes. Y se me olvidaron— me explicó Iván, que a su vez también veía con ansiedad la pantalla de su teléfono, que igualmente indicaba que no tenía servicio en ese sitio.

— ¿Y ahora—pregunté nervioso—, qué vamos a hacer?

—P’ta, no sé, hermano. Porque el Peludo, el George y el Paco van a estar buscando el borrego que ‘maltiró’ el gringo; y eso puede tomarles toda la noche. ¡Y luego pa’que nos encuentren! ¡No! Va a estar cabrón.

—Verga...—fue lo único que pude expresar, mientras una extraña angustia comenzaba a envenenarme la sangre.

—Yo creo...—comenzó diciendo Iván, pero se interrumpió por un segundo, mientras comenzaba a ver a su alrededor—. Yo creo que la carretera es nuestra mejor opción. Está en casa de su puta madre; pero no hay pierde. Es para allá—dijo señalando hacia el este, en el sentido opuesto del mar—. Si le caminamos, a huevo llegamos, y ahí pedimos que nos den un aventón. Porque por aquí no va a haber señal de celular.

El plan tenía sentido. Pero sobre todo, en ese momento no teníamos otras alternativas. Así que tomamos nuestras mochilas, las llenamos de botellas de agua, y cada uno con su rifle al hombro empezamos a enfilarnos en dirección a la carretera.

Las primeras tres horas transcurrieron entre risas y tragos de agua. El hecho de tener un plan, una opción, nos había tranquilizado. Empero con el paso del tiempo, cuando el atardecer se percibía próximo, los ánimos comenzaron a caldearse. Un nerviosismo mezclado con miedo empezó a sentirse en el ambiente. Yo cada vez preguntaba con más frecuencia si ya estábamos más cerca; y mi hermano Iván que sí, que ya nada más pasando esa loma se va a ver la carretera; pero al no suceder nada, me arrancaba yo de nuevo, que si sí íbamos bien; que si no estábamos perdidos; que si seguíamos en el rancho; a lo que Iván, cada vez más molesto y agobiado, me respondía que sí, verga, que sí vamos bien; que no estamos perdidos, que ya falta poco; que tranquilo. Pero para mí cada vez me resultaba más difícil tranquilizarme. Porque ya nos habíamos acabado el agua y ya no se veía nada a un palmo de distancia, pues una noche sin luna nos sorprendió a los dos, en medio del desierto, y con la carretera en ninguna parte.

Dejé de contar las horas. Por eso no tengo idea qué hora era cuando, sin pila en los celulares, pues tanto Iván como yo los habíamos usado de linternas; sin agua ni comida en las mochilas; con la boca reseca y los hombros adoloridos, por fin escuchamos el rugir de la carretera. Cuando la vimos, los dos soltamos una carcajada histérica y nos abrazamos. Luego, apoyados cada uno en el hombro del otro, caminamos, dando tumbos, tropezando con chollas, cayendo en agujeros, en dirección a las luces de los coches que pasaban como relámpagos frente a nosotros. 

Antes de salir, Iván me exhortó a esconder los rifles debajo de un mesquite; que al día siguiente podíamos regresar y los encontraríamos sin problemas; que dejaría papel de baño amarrado en el alambre de púas para ubicarlos rápidamente. Y eso hicimos, medio enterramos nuestras armas, dejamos lista la señal, y, después de pasar por debajo de la cerca, caminamos al filo de la carretera para pedir un aventón a la casa del rancho. Ninguno de los dos teníamos idea de dónde estábamos. Pero por lo menos, durante un instante, nos sentimos más seguros; sensación de seguridad que inmediatamente se evaporó, pues como por arte de magia, o por crueldad del destino, justo cuando por fin nos encontrábamos donde queríamos estar, súbitamente los coches dejaron de pasar. 

Esperamos inquietos, en silencio e inmóviles, durante aproximadamente diez minutos. Luego Iván comenzó a caminar en dirección a, según él, la casa. Yo lo seguí. Ya no me sentía con fuerzas para nada. No quería alegar ni opinar. Estaba sediento, exhausto, ansioso. Lo único que quería era salir del desierto, tomar agua y cerrar los ojos. Tenía sueño, sed, hambre, frío. Por eso caminaba ya sin voluntad, como por instinto. Y entonces se sintió un céfiro helado, que hizo que los dos nos detuviésemos en seco y nos frotáramos los brazos. En eso estábamos cuando a lo lejos se escuchó el ronroneo de un motor. Lo que provocó otro estallido de carcajadas, gritos, juramentos, y risas. 

En ese momento todo era oscuridad y el ruido del coche que se aproximaba. Pero segundos después la luz mortecina de los faros de una camioneta vieja se dibujaron a lo lejos. Iván y yo desesperados comenzamos a hacerle señas para que se detuviera. Entre gritos de súplica, saltos y manoteos, desde muy lejos rogábamos que se parara quienquiera que iba conduciendo. Y afortunadamente, mientras veíamos nuestra salvación aproximarse, ésta también aminoraba la marcha, lo que nos llenaba de esperanza y felicidad. Pronto lo tuvimos frente a nosotros, completamente detenido, a un hombre joven, de rostro amigable, que sin mayor preámbulo nos invitó a que nos subiéramos con él. Y eso hicimos.

Era una Dodge vieja. No sabría que año ni de qué color. Los asientos de piel nos recibieron en un cálido abrazo que nunca voy a olvidar. Nos acomodamos, y a la pregunta expresa de a dónde nos dirigíamos, Iván le respondió que se siguiera rumbo al puerto, como iba, y que él le diría donde parar.

Me habré quedado dormido uno o dos minutos, pero cuando desperté, de lo primero que me percaté fue de que Iván dormía en el asiento del copiloto profundamente, con la cabeza recargada en el hombro izquierdo y roncando con ferocidad. Al frente, la noche profunda y las líneas del camino precipitábanse con violencia contra nosotros. Acto seguido, busqué a lo lejos las luces del puerto para cerciorarme de que no nos habíamos pasado. Ahí estaba ese brillo tenue. Eso me tranquilizó. Pero de manera paulatina mi tranquilidad se fue desintegrando. Primero porque sentía un frío como el que nunca he sentido en mi vida; y en segundo lugar, porque me di cuenta de que quien conducía la camioneta era una persona completamente distinta de quien nos había recogido antes. Ahora el que tenia las manos sobre el volante era un anciano decrépito, que no paraba de envejecer.

Ahogué un grito de terror. Me contuve; pero las ganas de gritar me parecían con cada segundo que pasaba más incontenibles; las sentía insoportables en la garganta y en la boca. Sobre todo cuando vi con claridad cómo el tejido de la piel del viejo que manejaba la camioneta se descomponía y se le desprendía a jirones. Luego el iris del ojo que alcanzaba a ver se derretía. Yo no podía creerlo. No me podía mover. Todo debía ser una pesadilla. Pero no podía pellizcarme ni hacer nada para despertar de ese infierno de horror. Me sentía obligado a ver cómo el conductor se convertía en un cadaver, que de pronto me volteó a ver y me sonrió de la manera más espeluznante. Luego, volvió la mirada al camino y aceleró.

La camioneta bramó y salió disparada a una velocidad que parecía imposible en un auto tan viejo. Pero era una realidad. El ruido de cada pieza vibrando y la escena del cofre devorando la carretera no dejaban lugar a dudas: íbamos por lo menos a ciento ochenta kilómetros por hora en dirección a una curva que serpenteaba una pared de piedra. No tardé ni una milésima para entender y asimilar que en unos instantes más me iba a matar con el impacto. Y así sucedió: parpadeé, y vi las rocas a un metro de la camioneta. Luego sentí un golpe en la cara, en el pecho, en las rodillas, que me causó un dolor como nunca antes lo había sentido. Después, todo fue oscuridad y silencio. 

Lo último que recuerdo fue que alguien abría la puerta de la camioneta. Primero fue sólo el sonido. Yo seguía con los ojos cerrados, esforzándome en así mantenerlos. Posteriormente, sentí sed y un dolor de cabeza espantoso. A lo lejos escuchaba una voz. Pero no alcanzaba a distinguir qué decía. Me dolía todo. Me sentía entumido y acalambrado. No quería abrir los ojos; pero después de un rato, no tuve más remedio; y cuando lo hice, una luz intensa me deslumbró. Ahí afuera seguían las voces, el resplandor, la silueta difusa de una persona que poco a poco se fue haciendo más clara, junto a su voz que me preguntaba que qué hacíamos ahí; que si estábamos bien. Era Paco. Volteé por instinto a mi derecha, ahí estaba Iván, que abría la puerta; yo me deslicé y me caí de la camioneta. De inmediato, el vaquero me ayudó a ponerme de pie. <<¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?>>, preguntaba y repetía, perplejo. Y Paco me decía que no sabía; que si estaba bien; y yo, que me tocaba el cuerpo, dudando, decía que sí; pero insistía que en dónde estaba; y me respondían que en el rancho. Y yo, que ¿quién me trajo? Y ellos, pues ya estaban todos, incluidos George y el Peludo, alrededor mío, que nadie; y, yo, con miedo, que ¿y la camioneta? Y el Peludo, que ¡ahí está! ¡En esa se vinieron! Y, ¿yo manejando?, pregunté; y todos que, ¡sí! ¿Si no quién más? Y yo me empecé a relajar, hasta que sentí sobre el hombro la mano de Iván, que al oído me dijo: <<Hermano, yo también soñé que la muerte nos daba raite aquí a la casa>>.

Fin