Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Inspirando a cazar


Dr. Stan Mendoza

Desde que me dieron la noticia de que iba a ser padre, me vinieron grandes emociones y, a la vez, mi mente comenzó a viajar en el futuro aceleradamente. Se trataba de mi único hijo hasta el momento. Se llamaría Franco. Vi un sinnúmero de experiencias a su lado en el campo y en el mar, los cuales son entorno de mis dos grandes pasiones.

Vino la incógnita también: ¿Compartiríamos mi hijo y yo el mismo gusto por estas pasiones que me han dado tantas satisfacciones?


Era un reto poder hacer posible que Franco viviera dichas experiencias tan plenas como las que yo he vivido, y al mismo tiempo transmitirle el gusto a la cacería, actividad tan debatida en estos tiempos. Era, claro, un reto que con mucho entusiasmo estaba dispuesto a afrontar.


En el poco tiempo que llevó practicando actividades del campo, he podido observar y platicar con la gente mayor (los más grandes del rancho), enfocando mis preguntas hacia cómo adquirieron el gusto por la cacería y cómo lo han transmitido a sus hijos. También me he dado a la tarea de comparar con opiniones de las personas de las siguientes generaciones, hasta llegar a lo que opinan los padres más jóvenes.


Me pude dar cuenta que no existe una fórmula mágica para adquirir este tipo de afición. La mayoría de las veces, viene de la mano del instinto; o también como resultado de continuidad de patrones generacionales. Sin embargo me pude percatar que había niños que se veían mucho más relajados y por ende disfrutando más de las experiencias vividas en las cacerías.

¿Cómo lograr esto?

En mi experiencia, con un niño de cuatro años, puedo decir que no es nada fácil lograr que un crío disfrute de las experiencias que se obtienen durante la caza, ya que ésta requiere de mucha atención, paciencia, repeticiones y disciplina, sin olvidarse de que son niños y que ellos prefieren estar en un entorno de juego, donde son poco tolerantes a las incomodidades.

Comencé a alentar en mi hijo la cacería desde su primer año de edad, contando los relatos de las buenas experiencias que he vivido en el campo.

Es importante que vaya escuchando sólo lo positivo, ya que si platican cosas negativas, podrá adquirir miedos que pueden retrasar el gusto a salir a un entorno salvaje.

Cuando comencé a ver ese interés en Franco, y la atención que ponía a las historias, que yo al contarlas las envolvía en convivencia, inesperadamente vino un regalo de su padrino Nacho: un rifle artesanal de madera que, desde el principio, se vio que tuvieron una conexión, ya que mi hijo sentía que era como los que yo tengo.


Este rifle aún lo conserva y sigue jugando con él.

Me emocionaba mucho cuando llegaba de las cacerías o del campo de tiro a limpiar mis armas; él se ponía a mi lado, jalaba un banco pequeño y se ponía a limpiar su rifle de la misma forma.

Era notorio que el gusto en Franco se estaba gestando cada vez más, así que aproveché esa etapa para jugar el mayor tiempo con él en la casa, enfocando los juegos a cacería y tiro, poniendo blancos en diferentes distancias y posiciones, siempre alentando y motivando, aún cuando quería tirar a su modo, traté de no presionarlo y ser paciente, notando cuando pasaba su interés y se enfadaba, cambiábamos de actividad y jugábamos a otra cosa.


Desde muy temprana edad salíamos al rancho y hacíamos un día de campo. En estas actividades se involucraba mi esposa. Juntos hacíamos caminatas con nuestro niño y jugábamos al tiro y a la cacería.


Todo esto ha tenido que ver para que cada vez que le propongo una salida, se le ilumina la cara de felicidad, ya que siempre he cuidado que su experiencia sea buena, aún cuando ha tenido caídas, espinadas, piquetes de insectos. No obstante, siempre le recuerdo que debe aprender a esforzarse físicamente cada vez más, para obtener mejores resultados y recompensas, las cuales le doy, cuando me ayuda en actividades de trabajo.


Me llena de felicidad verlo a mi lado compartiendo esta pasión, y es por esto que le dedico este escrito, haciéndole saber que alimenta cada vez más mi pasión por cuidar el entorno donde se encuentra el rancho, para él y los demás hijos que puedan venir.


Aún le sigo contando las historias de pesca y cacería cuando las pide, con la diferencia que, ahora él forma parte de ellas y se emociona aún más al escucharlas, ya que ahora reconoce a los personajes y los escenarios.


Termino citando una plática con el compadre Nacho y demás personas que me dijeron algún día: “Un hijo te cambia completamente la vida”; y en aquel tiempo me cerré a decir: “no tiene porqué cambiarme la vida”.

Pero Franco sí me terminó cambiando la vida, acertando en que los tiempos y el dinero se recortan al tener un hijo, pero los gustos relacionados a las actividades del campo, compartidos con él, incrementaron sustancialmente mis satisfacciones.


Si la vida te da oportunidades, no hay necesidad de que cambies tu esencia, es mejor transmitirla de forma positiva y con respeto hacia tus semejantes.



Mit Freundlichen Grüssen.

Cacería de Dagestan Tur en el Cáucaso III


Cuando me asomé por el filo de la cordillera, dirigí la mirada hacia donde el dedo de mi guía apuntaba. A unos trescientos metros, un grupo de alrededor de treinta tur pastaba tranquilo. Nuestra posición nos daba ventaja; nos encontrábamos encima de las cabras, que suelen no cuidarse de nada que se encuentre arriba de sus cabezas, puesto que sus depredadores naturales suelen atacarlas desde abajo. Teníamos tiempo para contemplarlas con calma y tratar de encontrar, entre todos los animales, a un buen macho adulto que mereciera la pena dar caza.

Instantes después, Juan Fernando se acomodó a mi lado. Y ahí estábamos: el guía, aquél y yo, boca abajo, binoculares en mano, vislumbrando el espectáculo. Porque los tur son una especie de cabra o borrego maravillosa. Cuando te puedes dar el tiempo de mirar detenidamente a uno de estos ejemplares, resulta fascinante descubrir cómo cada uno de sus músculos se tensa con cada meneo. Porque son criaturas extremadamente fuertes; su fuerza resalta casi como su belleza; y viene y la adquieren de cada imposible movimiento que realizan en las cañadas, saltando de piedra en piedra, sobre mortales precipicios, en una de las montañas más empinadas del mundo.

Afilados peñascos y desfiladeros componían nuestro horizonte. El Cáucaso en su máximo esplendor. Todos embriagados de adrenalina, ahogando la emoción en nuestros pechos, nos aferrábamos a los prismáticos en busca de un buen ejemplar. Unas nubes espesas volaban sobre nuestras cabezas. De momentos, el clima amagaba con cerrarse de nuevo. Yo rezaba porque eso no sucediera. Ya había pasado tiempo suficiente encerrado en una tienda de campaña por culpa de la neblina y la lluvia incesante. Ahora tocaba cazar. Así que busqué desesperadamente al trofeo con el que llevaba más de un año soñando. Pero ahí no había nada. Puros tur jóvenes, hembras y crías. Ni hablar. Teníamos que reanudar nuestro camino.

Dejamos por la paz a esa manada y cruzamos un cañón para ‘gemelear’ la ladera opuesta. No obstante, ahí no encontramos nada, por lo que decidimos regresar sobre nuestras huellas, y con pasos lentos y pesados nos tiramos en el valle más alto que se extendía en la falda del pico más alto. Ahí sacaron los guías un mantel, pepinos, queso de cabra, sal en grano, salchichón y pan. Comimos y disfrutamos de una siesta, esperando a que en la tarde los tur bajasen a pastar a las mesetas. Pero no bajaron. Y el sol comenzaba a acurrucarse en las cimas de las sierras. Tocaba regresar.

El regreso fue lento. Recuerdo que Juanfer y yo hablábamos, especulábamos, con infinidades de y si hubiera, y si hubiéramos. ¿Y si le hubiéramos tirado a ese que decían que no estaba tan mal? Si le hubiera tirado, ya no tendría que ponerme esta chinga mañana. Le hubiera tirado para asegurar, y luego buscaba otro. Todo esto entre jadeos, con un hilo de voz, pues la empinada cordillera que trepábamos nos arrebataba el aliento y el habla.

Cuando llegamos al campamento, Felipe, ‘el padrino’, ya nos esperaba. Se le notaba agitado y algo nervioso. Mientras Juan Fernando y yo dejábamos caer las mochilas y acomodábamos nuestros rifles, comenzamos a repasar los acontecimientos del día. Que cómo estuvo tu día; que cuántos tur habíamos visto; que qué tal la chinga; que estuvo muy cabrón; que estuvo de la chingada; que yo no vi ninguno, dijo el ‘padrino’. Que, no chingues; nosotros vimos treinta, ¡o más! ¡No mames! Te lo juro. Que pues yo nada más caminé por unos acantilados y la neblina lo tapó todo. Y que nos regresamos, dijo Felipe. Y nosotros, que qué mala onda, pues de aquél lado nos tocó buen clima. No vimos nada grande, pero buen clima. Pero ‘el padrino’ insistía en que había estado terrible, terrorífico. Que la cacería rayaba en los irresponsable, casi suicida. Y Juanfer decía que no era para tanto. Y Felipe, pues entonces no te llevaron donde a mí. Y poco a poco la emoción se fue disipando.

Aquella noche no dormimos bien. Después de una parca y silenciosa cena consistente en pollo frito frío y pepinos, bebimos un par de tazas de te y decidimos irnos a acostar. Dentro de la tienda de campaña, Felipe se comenzó a preguntar si no estaba siendo irresponsable por trepar sobre los despeñaderos del Cáucaso. Ni a Juan Fernando ni a mí nos quedaban muy claros los motivos de la angustia de nuestro amigo. Sin embargo, a mí no me parecía raro que se sintiera ansioso. Había leído suficiente sobre la cacería de tur; y casi todos los cazadores que alguna vez escribieron sobre sus experiencias en las montañas de Azerbaiyán relataron pasajes escalofriantes sobre estas serranías. No por nada se le considera una—si no es que la más—de las cacerías más difíciles del mundo. Y es evidente que ascender las faldas del Cáucaso conllevaba diversos peligros; entre ellos, claro está, el de desbarrancarse y perder la vida.

Poco a poco nuestra conversación se fue extinguiendo. Mientras afuera la noche caía, el frío se colaba en nuestra tienda de campaña. Así que dejé mi libro a un lado, apagué mi lámpara de cabeza y subí el cierre de mi bolsa de dormir. Era hora de recitar los mantras, de rezar. Y comencé con un Padre nuestro que estás en los cielos. Con los ojos cerrados y aferrándome al cristal de litio. Santificado sea tu nombre. Necesitaba sentir ese consuelo divino y metafísico que proporcionan los dioses. Venga a nosotros tu reino. Si el día siguiente amanecía despejado, volveríamos a sentir la cercanía de los precipicios y el vértigo que provoca enfrentarse a éstos. Hágase tu voluntad, así en la tierra, como en el cielo. Conforme repetía las oraciones, el Padre Nuestro, el Ave María, el miedo que traía dentro desde el inicio, se mitigaba, se aligeraba, y esa sensación me ayudó a conciliar el sueño.

Nuestros sueños se vieron interrumpidos por una fortísima ventisca que azotó en la madrugada. Las ráfagas de viento agitaban la estructura de nuestra casa de campaña con violencia. Además el ruido que hacía la lona era insoportable. Sonaba como un traqueteo constante y brusco que se mezclaba con el aullar del vendaval. Mientras escuchaba el alboroto, reanudaba mis oraciones; siempre en silencio, sumido en mi sleeping bag, y rodeado de la oscuridad. Lo hacía más para volverme a dormir, que por otra cosa. También me preocupaba el clima, que casi no había dado tregua hasta entonces. Pero confiaba en que todo iba a salir bien. Y así, sin más, volvía a soñar con pendientes mortales y hermosos tur. Hasta que la luz mortecina del amanecer nos despertó a todos.

Para desgracia de todos, cuando salimos de la tienda, la maldita neblina otra vez lo cubría todo. Sin embargo, a diferencia del primer día que no pasó nada, aquella mañana los guías se veían optimistas. Nos instaron a que después del desayuno, preparáramos las mochilas y nos pusiéramos listos para salir. Comimos galletas y tomamos te. Luego salimos en grupo. Todos en la misma dirección. Por lo visto, para la segunda salida no iban a separarnos. Los tres amigos cazaríamos juntos. Eso nos animó y salimos entusiastas en busca de nuestros tur.

Emprendimos el primer ascenso siguiendo la misma vereda que Juan Fernando y yo habíamos tomado el día anterior. No obstante, esa vez no nos detuvimos en el punto donde habíamos descendido sobre la escalonada; sino que seguimos adelante en dirección a unos enormes peñascos cuyos picos se perdían en las nubes. Que por aquí me vine yo ayer; que aquí es por donde se pone cabrón, nos dijo Felipe. Nosotros no conocíamos esa zona. Pero seguimos adelante como si nada fuese a pasar. Hasta que llegamos a un montículo de rocas donde teníamos que dar un pequeño salto hacia la ladera cubierta de grava. Ahí comenzó a florecer el horror.

Recuerdo que el primer paso que di, sentí como mi bota se hundía en una especie de cascajo y comenzaba a deslizarse hacia el abismo. Instantáneamente perdí el equilibrio y me aferré al palo de madera que llevábamos a modo de bastón. Al hacerlo, giré sobre mi eje y me quedé boquiabierto contemplando la empinada pendiente que se extendía frente a mí, amenazante y horrífica. Que no te des la vuelta; que hacia abajo nunca, ahijado, me gritó Felipe. Mientras tanto, Magamet al momento corrió a ofrecerme su hombro. Problem, problem, problem… Repetía. Pero cuando recuperé el balance, me tranquilizó: no problem. No problem! Y así, abrazado de mi guía, comencé uno de los recorridos más terroríficos de mi vida.

Como el día anterior no habíamos atravesado las montañas recorriendo las laderas, ni Juan Fernando ni yo sabíamos cómo utilizar el bastón correctamente. En cambio, Felipe y su guía avanzaban sin problema. La técnica consistía en inclinarse en el sentido de la pendiente, como en cuarentaicinco grados, utilizando el palo como remo para el impulso, y pisando sobre las huellas de los guías. Sin embargo, mientras aprendíamos a manejar el improvisado báculo, padecíamos deslices y miedos imposibles de transmitir. Por eso recuerdo mi abrazo con Magamet. Resulta imposible olvidar su voz alentándome, no problem! No problem! Me acuerdo perfecto de mis pasos titubeantes, del sonido de la grava, del vértigo, del horror en la sangre, de los espantosos deslices.


Después de unas tres horas de recelo y pavor, por fin llegamos a una meseta, en donde nos sentamos a comer un poco de pan, sardinas, salchichón y queso. Para ese entonces, la neblina nos había engullido. Nos encontrábamos en lo más profundo de la niebla, sin poder ver absolutamente nada a nuestro alrededor. Otra vez el clima se antojaba como obstáculo infranqueable entre los tur y nosotros. Pero había que ser pacientes. Y decidimos esperar. Fue una espera helada y empapada, pues además de la espesa bruma, una interminable llovizna caía sobre nosotros, sin darnos un respiro.

  

El tiempo pasaba, y los cielos no se despejaban. No había visibilidad alguna, por lo que resultaba imposible cazar. En las montañas se puede seguir adelante, sin importar que caiga una tormenta de nieve, o los cielos se desprendan sobre uno, pero sin visibilidad, lo único que se puede hacer, es sentarse a esperar.


Esperamos hechos ovillos enfundados en nuestros impermeables. Con las cabezas entre las rodillas y abrazados a nuestras piernas soportando las penurias del frío y del agua aguardábamos a que el sol quemase la niebla. Empero, eso jamás sucedió. Las horas pasaron y la situación únicamente parecía empeorar. Era el tercer día de cinco que teníamos para encontrar nuestro tur. La presión insistía en hacerse presente entre todos, pero afortunadamente el buen humor y las buenas actitudes aún prevalecían.


Antes de emprender el regreso al campamento, comencé a angustiarme nuevamente. Nada más imaginar que retornaríamos por el mismo camino me helaba la sangre. Aunado a esto, y para colmo, los guías improvisaron una lápida, escribieron un nombre, una fecha, y le dejaron unas flores. Carajo, y nosotros sin entenderles nada. Esa imagen de los guías dejándole flores a una tumba improvisada intensificó mi miedo, nuestros miedos. Porque todos sabíamos de las historias de cazadores que perdieron la vida en el Cáucaso, entre ellos Art Carlsberg, que en 1979 murió cazando tur en Azerbaiyán. Además, justo antes de nuestro arribo, un cazador francés había perecido de igual forma desbarrancándose en las mismas montañas.


Por fortuna, el regreso fue mucho más sencillo. Si bien es cierto que no dejó de ser aterrador; no obstante, por fin había aprendido el arte de manejar el báculo de madera. Por eso, el retorno lo sufrí mucho menos. Ya no necesité de los abrazos salvavidas de Magamet, y pude por mí mismo retornar al campamento, sin ayuda de mis guías. Eso me alentó, me llenó de ánimo, pues significaba que el resto de la cacería lo iba a hacer con mayor seguridad y sin sentirme embriagado por el desasosiego y la turbación que ocasionaban los resbalones en las montañas del Cáucaso en Azerbaiyán.

Continuará.



lunes, 14 de agosto de 2017

Cacería de Dagestan tur en el Cáucaso II


Segunda parte

La neblina se hacía cada vez más espesa. En cuestión de segundos nos vimos envueltos y acorralados por una niebla densa, impenetrable, que se antojaba como un tipo de oscuridad blanca, brumosa. Detuve mi caballo. Éste cada vez se sentía más nervioso. Porque conforme más perdíamos visibilidad, los ladridos de los perros se escuchaban con más fuerza y violencia. Era terrible escuchar aquella iracunda jauría sin poder ubicarla. Todo eran gruñidos y aullidos a nuestro alrededor. Pero teníamos que avanzar, cortar el cejo, seguir adelante, ascender a las cumbres del Cáucaso, antes de que la noche lo dominara todo. Porque de lo contrario, la fiereza de los canes no iba a ser el único peligro al que nos enfrentaríamos, sino a uno mucho mayor: a un ascenso a oscuras.

Poco a poco fuimos dejando a los feroces perros pastores detrás. Asimismo, una ligera y fresca llovizna comenzó a caer ligeramente sobre nosotros. Y como acto divino, un céfiro gélido se llevó aquella impertinente nube consigo. De esta manera, con la vereda despejada y con las montañas frías y silenciosas adornando el horizonte que teníamos de fondo, iniciamos el final de nuestro camino. La temperatura comenzaba a caer, y ninguno de nosotros iba bien abrigado. Por eso la cabalgata se silenció finalmente. Ya nada más amenizaba el ambiente el ruido que hacen los cascos de los caballos al caminar.

El último tramo consistió en descabalgar al pie de una loma de laja y piedras, y comenzar a subir jalando cada quién a su caballo. 

Una vez arriba, guías y cazadores comenzamos a montar nuestro campamento remoto, consistente en cuatro tiendas de campaña. Una vez montado, los guías se encerraron en la suya, y Felipe, Juan Fernando y yo nos quedamos platicando bajo las estrellas. Todo era expectativa, emoción, nerviosismo y entusiasmo. No queríamos enfundarnos en nuestras bolsas de dormir sin desahogar antes toda la agitación de la víspera del inicio de la cacería.


Creíamos que nos iban a sacar algo para cenar. Sin embargo aquella noche no cenamos. Luego de imaginar en voz alta y hasta el cansancio cómo se desenlazaría nuestra aventura, Felipe se retiró a su tienda, mientras que Juanfer y yo nos dirigimos a la nuestra. Quién iba a suponer que el día siguiente iba a amanecer como amaneció.

 

La primera mañana nos sorprendió a todos con un aguacero. Nuevamente no había visibilidad. Una niebla empapada y fría lo cubría todo. Esto significaba quedarse en la tienda de campaña, esperar a que el cielo se despejara, para poder intentar salir en busca de un tur. Y eso hicimos: tomamos te en silencio, expectantes, comimos galletas y esperamos. Esperamos una, dos, tres, y hasta cuatro horas; pero todo se mantenía igual: nada. La neblina se aferraba en permanecer, en ocultarlo todo.


Abatidos decidimos quitarnos las botas y resguardarnos del frío y la lluvia en nuestras casas de campaña. Sin embargo, una de estas, la de Felipe, tenía un problema: una gotera. Así que momentos después de meternos en nuestras tiendas, Felipe, ‘El Padrino’, acudió a pedirnos posada; la cual, como buenos cristianos, Juan Fer y yo, dimos; mas no sin antes usar la magullada y agujereada como bodega de nuestras mochilas, rifles, maletas, y demás parte de nuestro equipo.

Las horas pasaron y el clima se negaba a mejorar. Por consiguiente, no quedaba otra cosa que hacer más que aguardar en nuestras sencillas moradas. El trío de amigos acabamos por acomodarnos en la pequeña tienda de campaña, y agazapados aprendimos a dejar de contar los minutos. Sabíamos que de nada iba a servir desesperarnos. Por eso decidimos matar el tiempo contándonos chismes, historias, anécdotas de cacería. Hablamos de viajes pasados, e imaginamos viajes futuros; también comentamos sobre nuestros restaurantes favoritos, lo que parecía una especie de masoquismo, pues imaginar filetes jugosos, tacos, tortas ahogadas, un plato de pozole, dentro de una casa de tela, en medio de una tormenta, en donde un pedazo de salami constituye un manjar, no es otra cosa que infligirse uno un autocastigo psicológico terrible.

De pronto les dije, miren, y saqué de mi camiseta un collar. Me lo regaló Graciela. Cada pieza que cuelga tiene distintos significados. Por ejemplo: esto es un colmillo de madre perla, adornado con la efigie de un león. El felino tiene que ver con el signo zodiacal de mi futura esposa, que es Leo; y significa que con su fuerza me protege. Ahora, chequen este otro; es un cuarzo, y está revestido con incrustaciones célticas; vean las cruces, son símbolos de guerra y caza; y por último, este trébol, que en el centro muestra una especie de cruz. La idea es que para fortalecerlo, debo rezar el Padre Nuestro y el Ave María. Son los mantras que debo repetir para darle vida a este amuleto de la buena suerte. Así que voy a rezar mis mantras, para que todos tengamos buena suerte. Pero antes, padrino, ¿me enseña el Padre Nuestro y el Ave María?


El sueño nos venció y los tres dormimos una larga siesta. Cuando despertamos, ya no llovía. Apresurado abrí la puerta de la tienda y miré hacia afuera. Buenas noticias. Un viento fortísimo arrastraba a las nubes colina abajo. Como si los mantras hubiesen funcionado, una fuerza brutal despejaba el cielo con energía. Y nosotros felices aplaudíamos al azul del cielo. Lástima que fuera tarde; ya no daba tiempo de salir a cazar; pero si la presión se mantenía igual, el día siguiente iba a ser de cielos despejados y de un sol resplandeciente.

Cuando la ventisca se calmó, frente nosotros se extendió un lago de nubes. Parecía como si el valle que teníamos a nuestros pies fungiera como la cama de todas las nubes de Azerbaiyán. El paisaje lucía hermoso: cielos de un azul que se extinguía; estrellas que poco a poco comenzaban a encenderse; del mar de nubes brotaban picos, cumbres, rocas enormes, el Cáucaso. Y un silencio delicioso se instauró en las montañas. Por eso dicen que nubes en el valle, cazador en la montaña; nubes en las montañas, cazador en la cabaña, me dijo mi padrino, que contemplaba a mi lado el espectáculo de imponencia y belleza, boquiabierto, como yo.


El buen clima se mantuvo. Cuando apuramos la última taza de te, coincidimos en que si el cielo seguía tan estrellado a altas horas de la noche, lo más seguro es que la mañana siguiente amanecería igual. Incluso, recuerdo haber salido de mi tienda a orinar en la madrugada y sobre mi cabeza, en el firmamento, aún brillaban millones de estrellas. Terminando mis necesidades humanas, me volví a meter a la bolsa de dormir, recité mis mantras en silencio, y dormí tranquilo y profundamente. Sabía que al despertar sería un nuevo día.

Cuando desperté, constaté primero que nada que mis compañeros aún dormían. Para no despertarlos, me salí en silencio del sleeping bag y abrí con cuidado el cierre de la puerta de la tienda para asomarme y ver el clima. Horrorizado vislumbré una pared de niebla. No se veía a quince metros de distancia. Maldije y mis amigos despertaron. Vale madres, volvió a amanecer de la chingada, hermanos, les comenté a modo de buenos días. No mames, contestaron. Sí, miren, asómense. De la chingada. Igual o peor que ayer.

 

A pesar de la poca visibilidad, la humedad y la desilusión, Felipe, Juan Fernando y yo nos preparamos para salir. Con botas de cacería puestas y bien abrigados, disfrutamos de un frugal desayuno consistente en te y galletas. 

 

Al poco tiempo, volvió a soplar el viento; y por consiguiente, el cielo amagó con demostrarse. Esto nos entusiasmó tanto a nosotros, como a los guías, que comenzaron a alistarse. Todo indicaba que el segundo día de cacería vería acción. Eso nos reanimó y nos emocionó a todos. Por fin íbamos a cazar en el Cáucaso; finalmente tendríamos una oportunidad real de ver al mitológico dagestan tur, el trofeo considerado por muchos como el más difícil de cazar en el mundo. 


 

Poco tiempo después, los guías, entre señas, nos indicaron que nos íbamos, que sacáramos cualquier tontería de la mochila, y los siguiéramos. Así iniciaba el primer ascenso.


Cuando llegamos a una cordillera, los dos guías principales nos dividieron a Juan Fernando y a mí en un grupo, y a Felipe con el otro guía y un aprendiz de guía, en otro. Eran dos guías, dos aprendices de guía, y Magamet, que fungía como cocinero y aprendiz de guía al mismo tiempo. Juanfer y yo salimos con tres azerbayaníes, Felipe con dos. Nos deseamos la buena suerte, le mentamos la madre al América, y se inauguró formalmente la cacería de tur en Azerbaiyán.


Arrancamos descendiendo por una especie de escalera natural conformada por piedras lisas. Posteriormente, atacamos una cordillera de pasto y fuimos a dar a una enorme ladera de grava que se desplegaba casi hasta donde nuestras miradas llegaban. Cuando estábamos por llegar al punto donde convergen la piedra y el cielo, el guía principal nos pidió agacharnos y detenernos antes de llegar al filo. Hicimos lo que nos indicó y arrastrándonos con parsimonia nos posamos junto a él. Cuando me vio llegar, me señaló hacia abajo, donde un grupo de treinta tur pastaban tranquilos. En ese momento mi corazón y mis nervios amagaron con tronar. 

 


Continuará.