Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 12 de enero de 2015

Negar la muerte


En este mundo, el hombre vive, subsiste, despacha, sobre un trono compartido con la muerte. Todos los días, a causa de la urbanización, cientos de miles de hectáreas son deforestadas; a diario se matan millones de pollos, miles y miles de cabras, cerdos, vacas; en las guerras mueren centenares de hombres a diario. Para que el ser humano goce de la gracia de la vida, inevitablemente se deben sacrificar existencias terceras, pluralidades de vidas tanto de otros seres vivientes, así como de las de múltiples y diversas personas. Porque la muerte no solamente forma parte de la vida, sino que también conforma cultura, tradición, folclor, historia y cotidianeidad. Por eso, resulta ineludible la coexistencia del hombre con la muerte en el día a día. Cada minuto, cada segundo de existencia, la parca y las personas los atraviesan de la mano, ya que de alguna u otra forma, la muerte también existe. Es imposible negar que ésta nos anida cual depredador al asecho de la presa, y lo que es más definitivo, que un día nos dará caza por fin, y pereceremos. Todos.

Es más, confrontando al texto El hombre y su muerte, de Pérez Valera, la muerte no se le presenta ni manifiesta ni aguarda al hombre como un fin, sino que, desde el punto de vista biológico, se le debe considerar como condición de vida, como elemento sine qua non de la existencia, por paradójico que suene [1]. Es decir, desde este enfoque, muerte y vida no son figuras antitéticas, ni representa cada una de ellas una antípoda en relación con la otra. Desde esta perspectiva biológica, muerte y vida significan entes semejantes e interdependientes entre sí. Son acción y reacción, pero también concordancia y correlación, y se desarrollan coordinadamente. Vivir es empezar a morir, y morir es dejar de vivir.

Así las cosas, me parece pasmosa la manera en que en la actualidad el hombre se empeña en separarse, divorciarse, distanciarse de la muerte. Pareciera cultural la obsesión por negarla, por olvidarla, por evadirla. El verbo morir ha devenido tabú y queremos creer que no moriremos. Quizá por la violencia imperante, que ha intensificado el miedo a expirar; tal vez por el ofuscamiento que permea entre todos y cada uno de nosotros con la juventud. Todos queremos permanecer jóvenes e inmortales. Es el famoso forever young.

En un principio, la relación entre los hombres y la muerte era más íntima, mucho más estrecha y personal. Philippe Ariès en su texto La muerte del otro lo expone muy bien. Nos narra cómo a través de los años se ha venido modificando esta relación. Habla de dicha transformación remontándose a la primera y más antigua ilustración ante la muerte, que además de ser, según el autor, “[…] la más extendida y común, es la resignación familiar al destino colectivo de la especie y puede resumirse en esta fórmula: Et moriemur, todos moriremos” [2]. Posteriormente, menciona los distintos giros culturales que ha sufrido la postura del hombre ante la muerte, para adentrarse en la conclusión que con el paso de los siglos la tendencia es la dramatización o espiritualización de la misma, la cual dejó de centrarse en el yo para enfocarse en la del otro, en la muerte del tercero, no en la de uno mismo; que más adelante acabará por convertirse en la negación de ésta.

Seguramente lo que precedió a esta obstinación por rechazar la inevitabilidad de la muerte fue el miedo generalizado a esta última. No fue hasta que estigmatizamos el morir cuando comenzó nuestro temor a fallecer. Bien lo dice Pérez Valera, que: “La muerte […] se nos presenta como enemiga, como contraria a la vida”. Que si bien esta idea se estima como casi innegable. No obstante, aquí consideramos que más bien la fuente de la cual emana este terror, es, siguiendo con Varela, “[…] el excesivo individualismo del hombre moderno”. Es decir, más que la antítesis vida (hombre)-muerte, lo que aumenta el recelo ante la defunción es la fascinación con el yo y en consecuencia el pavor por la desaparición [3].

Claro que en este siglo el individualismo es el motor ético y moral de las personas. Los modelos económicos liberales dominantes, la globalización, el consumismo, la exaltación de la farándula, son factores que han dinamitado valores como la comunidad, la solidaridad, la sociedad, el Estado, la tradición. Hoy cada quién se vale por sí mismo, en un mundo política y económicamente darwiniano en el cual de cierta forma se aplica de facto la ley del más fuerte. Aquí quien no se adapta fenece. Esto, sumado a la superficialidad desmesurada, que ha exaltado hasta los cielos la juventud, fomentando el irrealizable sueño de la juventud infinita, provoca pánico hacia la senectud y por ende horror a la muerte.

Otra consecuencia derivada del miedo a morir es la prohibición de la muerte. Ésta vino a relevar al sexo en la moralina colectiva. El nuevo puritanismo más que alarmarse con la sexualidad, ahora solloza, se indigna, se altera con la muerte. El hombre y la mujer de clase media, educados, labradores, son en su mayoría enemigos febriles de la parca. Por eso se conmocionan con la caza, se convierten al vegetarianismo, se vuelven amantes de los árboles, devoradores insaciables de lechuga, opositores acérrimos de la tauromaquia. Sin embargo, como se dijo al principio, olvidan que para que ellos puedan vivir, seres vivos deben morir. Y esto último es ineludible. Pero mucha gente opta por ignorar la realidad para mantenerse dentro de una moda.

Aquí en México, país con una cultura bella entorno a la muerte y los muertos, de tradiciones espectaculares y coloridas para recordar a los perecidos y honrar su memoria, cada día, debido a la americanización y las tendencias anteriormente comentadas, en ciertos sectores de la sociedad la fiesta de Día de Muertos ha venido diluyéndose, amenaza con desaparecer. Cada día son más frecuentes las golosinas industrializadas y las máscaras de látex monstruosas; son pocos los que todavía redactan calaveritas y muchos los que piden su calaverita. Las casas de clase media a finales de octubre se llenan de telarañas y se adornan con brujas, pero pocas familias siguen levantando esas ofrendas pletóricas dignas de la fecha.

El mexicano desde sus inicios y raíces ha crecido y se ha desarrollado en un perpetuo abrazo con la muerte. Nuestros ancestros precolombinos eran guerreros y religiosos, lo que los hacía matar y sacrificar vidas humanas para poder seguir dominando. El azteca fomentaba la muerte, comía muerte, rezaba a la muerte, anhelaba la muerte, danzaba a la muerte, lloraba a la muerte. No obstante, hoy las cosas son mucho muy distintas.

Lo que otrora constituía una entrañable tradición, pasar una noche, dormir en la cama del recién difunto, hoy parecería algo macabro y siniestro. Ahora, por lo menos en las comunidades favorecidas, se vela a los sucumbidos de lejos, de fuera; éstos yacen dentro de un féretro, los vivos separados por madera y cristal rezan sus plegarias. Pero ya las mayorías no besan al muerto, ni lo tocan, ni lo visten. La tradición se encamina en alejarse de quien murió, de incinerarlo cuanto antes, de enterrarlo lo más pronto posible. Y cada vez son menos los que visitan cementerios o urnas.

¿De dónde viene esta turbación hacia la muerte dentro de las clases medias? Seguramente de los países primermundistas. Bien lo dice Zarauz López, que “[…] del llamado Primer Mundo, (donde) toda referencia a la muerte se mira con escalofrío, temor, distancia y hasta resistencia”[4]. ¿Por qué razón? Imposible saberlo. Lo que sí es evidente, es que en las grandes economías los ciudadanos no escriben versos burlones relacionados con la muerte, ni tienen un pan para honrar a los muertos ni una flor que represente el día que se recuerda a quienes murieron ni una conmemoración a La Muerte. Si acaso, la imagen que se tiene de ésta es tenebrosa, es la efigie de un esqueleto dentro de un manto negro, con una filosa e hiriente guadaña entre sus dedos inertes, esqueléticos, espeluznantes.

Este distanciamiento entre el mexicano y la muerte no solamente se ve y se percibe en el famoso Halloween, festividad que a fuerza de alejarnos de la realidad, nos consuela separándonos de lo real que es morir. La distancia entre los mexicanos y la calaca ya se nota también en el lenguaje. Ya no hablamos del otro, que murió, sino que mencionamos al que se fue, o al que desde arriba nos ve o se encuentra viajando a lejanos orientes. Decir se murió escuece en los oídos de los acongojados; por ello nos vemos obligados a usar eufemismos como el muertito, o enunciados como “pasó a mejor vida”, “por fin descansó”. ¿Pero por qué no decir el muerto—y valga la redundancia—murió? Porque en el siglo XXI morirse está prohibido.

Claro está que no debemos aprehender a la muerte y adorarla. No. Definitivamente se debe preponderar a la vida por sobre todas las cosas. Y es totalmente natural temer a morir. Lo que le da sentido a nuestras vidas es nuestra conciencia de ser, nuestro entendimiento de lo que es vivir; por ello, el temor a perecer se nos planta como un antagonista en nuestras existencias, infalible y amedrentador. Sin embargo, con un poco de reflexión es posible hacer de la tilica y flaca más que una enemiga, un álter ego. Porque si bien ésta genera fobias y complejos en nosotros; empero, esto no significa que como consecuencia de ello debamos negarla. Consecuentemente, lo ideal es aceptar lo irremediable de la muerte y más que tratar de remediar con ella, lo que tenemos que hacer es aprender a coexistir en conjunto.

Otra forma de poder compartir el mundo con la muerte, es acudir a ·los sistemas de esperanza” que menciona Louis-Vincent Thomas para evitar negarla:

1.- El más allá cercano en un universo casi idéntico al de los vivos, con la posibilidad constante de reencuentros (sueños; posesión y reencarnación)

2.- El más allá sin retorno en un mundo diferente y lejano, tal y como se concebía en los vastos territorios de la antigua Mesopotamia y del Egipto faraónico, caracterizados por la centralización del poder.

3.- El tema de la resurrección de la carne reemplaza al mito del tiempo cíclico por el tema de una duración lineal y acumulativa; esta creencia culmina en el zoroastrismo, el mazdeísmo y las religiones del Libro o de la familia de Abraham (judaísmo, islamismo, cristianismo).

4.- Por último, en el caso de la India, el más allá no asume la forma de un espacio, de un mundo diferente en que el hombre entraría para no volver a salir. Tiene más bien una dimensión temporal y se manifiesta por una serie de intervalos temporales que separan las reencarnaciones sucesivas de un mismo principio espiritual. Nada es más explícito en este sentido que los textos de los Vedas y de los Upanishads y la creencia en la transmigración de las almas.[5]

De lo anterior se desprende que aquí en México, quienes no profesan con efusión y seriedad una religión determinada, se refugian en un probable quinto sistema de esperanza, ecléctico, que vendría a representar una fusión de los anteriores cuatro, ya que todos, los que no niegan la muerte, y más ahora con el florecimiento de nuevas ondas como el New Age, hablamos de karmas pendientes, de vidas pasadas, de reencarnaciones cristianas, de reencuentros con familiares perecidos en algún cielo metafísico, de fantasmas, y hasta de resurrección. 

Vale la pena enfatizar que lo que en el párrafo que precede se expuso es en referencia a la gente que acepta a la muerte como destino inexorable y final del camino que transitamos en esta vida material sobre la tierra. Y esto no significa que quienes no buscan resguardo en alguno de los sistemas de esperanza de Louis-Vincent Thomas no acepten la muerte. No sólo el que cree en algo más allá de esta última son capaces de entenderla y confirmarla. El ateo también puede aceptarla, con la diferencia que para éste fallecer significa el instantáneo preludio al silencio y la oscuridad perenne, que tampoco podrían ser ni sentirse, pues el muerto pierde (carece de) todos los sentidos, lo que significa no poder ni percibir la falta de luz ni escuchar el silencio mientras uno muere y se mantiene muerto por siempre. Es decir, para el ateo morir significa simplemente dejar de ser y existir.

En cambio el que niega la muerte omite nombrarla, se refiera a ella con eufemismos, le da la vuelta al asunto, la ignora. Quienes quieren creer que jamás morirán se esfuerzan en burlar a la vejez, en gambetearla con cirugía plástica, vitaminas, maquillaje, botox, escotes, trajes entallados, mezclilla rota, seda estampada y colorida, autos deportivos, mini faldas, lentes de sol. Negar la muerte es darle la espalda, no esconderse de ella; es ignorarla, no enfrentarla; es inconsciencia, no cobre día ni valentía. Es el "no hablemos de eso ahorita", o el "ni te preocupes, falta mucho para eso". Muchos mexicanos negamos la muerte en la mesa, en la iglesia, en la cocina. Todos los días.

Aquí en México la muerte nos ha dado historia. Mas no solamente se trata de la aportación al anecdotario nacional. Porque también hemos creado en base a ella. De la muerte mexicana ha brotado gastronomía, pintura, poesía, música, color, artesanía, danza, espíritu, folclor, tradición, lenguaje. Es por esto que es una lástima que la celebración de Día de Muertos se esté perdiendo en ciertos sectores de nuestra sociedad, que aunque minoritarios, no obstante, al que pertenecemos la mayoría de estudiantes de esta universidad y la inmensa mayoría de colonos del lugar en donde vivo.

En conclusión, considero que para volver a revivir nuestras tradiciones de Día de Muertos, para volver a hacerlas de todos nosotros, lo primero que debemos hacer es aceptar a la muerte, para volver a jugar, a reír y a bailar con ella; para comérnosla en el pan de muerto, en las calaveritas de chocolate; para olerla en el cempasúchil; para verla en todos los colores del papel maché; para sentirla en la artesanía y escucharla en nuestra música. Una vez que volvamos a aceptar a la calaca podremos danzar nuevamente con ella.

Cuando aceptemos el proceso natural de vida consistente en nacer, crecer, reproducirse, envejecer y morir, habremos dado el primer paso a la aceptación de la muerte. Lo que seguiría sería comprender que, en caso de creer en algo más allá de la muerte, ésta no deber cristalizar ningún tipo de consuelo para el vivo; y a contrario sensu, para el que cree que después de la muerte no hay nada, no debe su postura representar un pretexto para vivir libérrimamente y sin escrúpulos. Se crea o no en un después de la vida, a la muerte se le debe respetar, pues peor que negarla, sería subestimarla o ensoberbecerse frente a ella. Porque más allá de ser una realidad, la muerte es, como se dijo en un principio, condición de vida, tradición y cultura. Por eso es de suma importancia que la aceptemos y aprendamos a compartir nuestras vidas con ella, desde en las festividades, hasta en las conversaciones y reflexiones que tengamos o llevemos a cabo en el día a día.

F I N




[1] Cfr. Pérez Varela, Víctor. El hombre y su muerte. Editorial Jus. México: 1999. PP. 51 62
[2] Ariès Philippe, Morir en oxidente. Adriana Hidalgo Editora. Argentina: 2000. P. 53
[3] Varela Pérez, Víctor. El hombre y su muerte. Editorial Jus. México, 1999.
[4] Zarauz López, Héctor L. La fiesta de la muerte. Conaculta. México: 2000. P. 33
[5] Thomas, Louis-Vincent. La muerte. Una lectura cultural. Paidós Studio. Barcelona, 1991. P. 139 y 140.