—¡Es que eres un asesino, un
cobarde! ¿Qué te han hecho esos animalitos? ¿Por qué los matas? ¿Para sentirte
más hombre? ¡Psicópata, acomplejado! — Ruge el hombre sobre su cerveza, bañando
a ésta y a la mesa con diminutas gotas de saliva.
Su nombre es Agustín, y odia
la cacería.
—A ver, tranquilízate, amigo
—le trata de calmar la persona que tiene el iracundo del otro lado de la mesa—,
déjame te explico un poco acerca de la cacería. Te aseguro que si me dejas
explicarte puedo hacer, por lo menos, que te furia se mitigue, se enfríe.
Él se llama Jorge, y es
cazador.
—¿Cómo crees que vas a hacer
que cambie de opinión? ¿Qué podrías decir para justificar el hecho de matar a
un ser vivo, indefenso y hermoso?
—Es que cazar es algo mucho
más complejo y profundo que el concepto que tienes de matar. Matar es dar un martillazo a una vaca en la cabeza, o
sumergir a una langosta viva en agua hirviendo, o degollar un cerdo, o
decapitar una gallina, o atropellar a un perro. Cazar es otra cosa…
—¿Qué diferencia hay entre lo
que me dices y disparar contra un animal? —interrumpe Agustín a Jorge
recargándose con violencia sobre la mesa con el rostro contraído y los ojos
inyectados de sangre.
—Muchísima— responde Jorge, tranquilo,
cómodamente sentado y dando un sorbo a su cerveza—. Te voy a decir por qué
matar y cazar no son lo mismo, ni sinónimos. Cazar es adentrarse en un mundo
ajeno al nuestro, sobre todo al que habitamos los hombres urbanos; es ir tras
un animal viejo, anciano, expulsado de la manada, solitario; este animal es
quien fijará las reglas del juego e impondrá las condiciones. El cazador tendrá
que respetar y adecuarse, en el frío o el calor, bajo la lluvia o en un clima
árido, caminará en un terreno ajeno a las plantas de sus pies, a temperaturas
extranjeras a su cuerpo. Quienes cazamos dejamos el corazón en el asecho a la
presa, en la búsqueda de la misma; la honramos empapándonos de sudor,
rompiéndonos las uñas de los ortejos, soñando con ésta por las noches y
fantaseando con el momento del encuentro a cada instante. El que mata a un
animal lo hace, en el mejor de los casos, nada más para ganar una cantidad de
dinero a cambio o llenar la tripa.
—¡Ahí está! ¡Para llenar la
tripa!— Empieza a aullar histérico el anti cacería— ¡Tú cazas por diversión!
¡Psicópata!
Jorge suspira.
—Te quedaste con la nimiedad.
La elegiste por sobre lo profundo. Pero bueno, te voy a dar por tu lado. Para
que entiendas, para que concibas que los cazadores también cazamos para llenar
la tripa. Cuando cazamos un animal, nos lo comemos. Y cuando nos comemos lo que
cazamos nos distinguimos de ustedes al no encomendar. ¿A qué me refiero? A que
tú le pagas a un carnicero para que mate a un animal para que te lo puedas
comer. Yo me rompo el lomo para degustar la carne de venado. Por otro lado, te
aseguro que al cazador no le divierte matar, le divierte cazar. Y como te he
tratado de explicar, cazar y matar no son lo mismo. El que caza le da una
oportunidad al animal de escaparse, de huir. Una vaca en el matadero o un pollo
en el gallinero no tienen ningún chance. Además, me faltó mencionar el impacto social que tiene la caza. El turismo cinegético deja una derrama económica en las zonas más marginales que beneficia sobre manera a un sinfín de familias que viven de la cacería deportiva, además de la sustentable.
Agustín empieza a negar con
la cabeza. Murmura lamentos ininteligibles. Bebe de su cerveza y espeta:
—Insistes en comparar a
vacas, cerdos, pollos, etcétera, con animales salvajes que corren el riesgo de
quedar extintos en un mundo poblado de malditos depredadores como tú.
—Todos, querido Agustín, son
animales, son seres vivos. Y nosotros, en efecto, somos depredadores; por lo menos eso dice tu aparato digestivo. Sin embargo, en algo tienes razón: quizá sea una
exageración meter en el mismo costal a las bestias domesticadas y a la fauna
silvestre.
—¿Ya ves? ¡Te digo!
—Pero espérame tantito. Si yo
acepto a ajustarme a tu lógica, me debes permitir profundizar. Vamos a ver: si
te estoy comprendiendo, entonces tú consumes carne de res, de puerco y pollo
solamente porque estas especies no corren el riesgo de extinguirse. Si esto es
así, entonces tu mayor preocupación, tus motivos por los cuales detestas, odias
la caza, es porque, según tú, esta actividad acabará por extinguir a los
animales salvajes. ¿Voy bien?
—Sí…
—Está bien. Entonces vayamos
al meollo del asunto. Si lo que te preocupa es que los animales salvajes se
extingan, ¿algo estarás haciendo para evitarlo? ¿No es así? Cuéntame, ¿qué
estás haciendo tú para combatir la cacería furtiva? ¿Con qué aportas para evitar
la deforestación en el mundo? ¿Cómo pretendes contrarrestar la sobre explotación
de recursos naturales en el mundo? ¿Qué haces para impulsar la conservación de
la fauna silvestre en el mundo? ¿Alguna vez, por lo menos, has salido al campo,
has abrazado a la naturaleza? ¿A cuántos animales de estos, silvestres, que
tanto te preocupan, los has visto en su hábitat natural? ¿O solamente los
conoces gracias a los zoológicos, donde sí los tienen mal alimentados, en
jaulas, con su libertad coartada y sin dignidad alguna? Espero me contestes.
Agustín titubea, duda.
Comienza a sentir nuevamente cómo el enojo vuelve a nadarle por las venas.
—¡No seas demagogo, mamón! A
ver, pinche asesino, ¿qué haces tú? ¡Seguro vas a salir con el cinismo de que
la cacería es necesaria! ¡que la cacería es buena porque es legal! ¡la
esclavitud también era legal!
—Agustín, en primer lugar, no
compares, nunca, la vida de un ser humano con la de un animal; porque cuando lo
haces, toda esa falsa bondad que crees sentir por defender la vida de los
animalitos se convierte en demencia y contradicción. En segundo lugar, te
cuento que yo trabajo para poder cazar; yo aporto económicamente para que esta
pasión nunca muera. ¿Y sabes cómo mantengo viva a mi pasión? Aportando con
dinero para la conservación de las especies. Yo sí amo la naturaleza; yo sí he
estado allá afuera, me ha arrullado el cantar de la flora y la fauna del monte,
me he alimentado con lo que la tierra nos ofrece directamente a manos abiertas,
he reído y llorado en bosques, desiertos y selvas. ¿Cuándo? Cuando estoy de
cacería. A ti se te olvidaría a los dos días la extinción de una especie, a mí
me dolería para siempre. Porque me quedaría sin poder hacer lo que más me
apasiona. Así de fácil, así de sencillo. Tú crees que eres un ambientalista
por el simple hecho de atacar a un cazador. Yo creo que fuera del clima que
te vaya a tocar el día de organizar una comida en tu patio, no te interesa para
nada el medio ambiente. Porque no sabrías cómo nombrarme tres tipos distintos de
ecosistemas, o dos diferentes subespecies de venado cola blanca, o cuatro tipos
de antílopes que habitan en Kenia. Tú crees que la fauna está compuesta nada
más por pandas, osos polares, leones, leopardos, búfalos y venados. Pero estás
equivocado, allá afuera hay mucho más. Pero eso no lo sabes, porque nunca has
salido. Ahora te invito a que salgas, a que conozcas más del tema, para que no
vuelvas a odiar lo desconocido, que eso es un acto de profunda ignorancia.
Agustín suelta un bufido.
Baja la mirada, se queda mirando el contenido de su tarro, y espeta:
—Me cuesta creer que la
cacería sea buena y que beneficie al mundo. No concibo como positivo matar a un
animal y llamarlo trofeo. Se me hace cruel e inhumano.
Jorge choca su tarro contra
el de su amigo, y continúa:
—Si no fuera por la cacería,
por la taxidermia en específico, no podrías ver animales en los museos. ¿O qué
crees, que esos animalitos se murieron y los encontraron muertos y los
disecaron? Obviamente no. Si no fuera por los taxidermistas, por el concepto de
trofeo que tenemos los cazadores, los animales muertos acabarían como huesos
dentro del hocico de coyotes y zopilotes. La taxidermia inmortaliza al animal,
su belleza, su grandeza, y lo convierte en trascendencia, arte y hermosura. ¿Me
entiendes? ¿A qué quiero llegar? A que cuando cazas algo y te lo comes y lo
disecas, entonces es tal el aprovechamiento que esa muerte es todo menos una
muerte en vano, es casi un homenaje, una liturgia, que se da entre felicidad,
melancolía y orgullo.
—Nunca voy a matar a un
animal.
Jorge sonríe.
—Está bien, Agustín. Si tu
deseo es nunca matar un animal, nunca lo mates. Estás en tu derecho para no
cazar jamás en tu vida. Pero respeta mi derecho a poder hacerlo. ¿Te parece?
—Me parece.
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