Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 6 de julio de 2020

Ovis World Slam e Irán


Para mi jefe, que así como puede con las montañas, pudo con el Covid-19


Mi padre una vez me dijo que la carrera de todo cazador debería iniciar en las montañas. Yo, de alguna manera, seguí su consejo.


La primera expedición de caza que llevé a cabo sin mi familia fue a Alaska en busca de un borrego dall. 

Nunca antes había cargado una mochila tan grande ni había percibido las montañas tan imponentes en mi vida, como cuando inicié ese primer día de caza en el inmenso, infinito y hermoso Alaska Range. 

Al octavo día de caza por fin logré abatir un precioso carnero de once años. Esa noche se forjó un sueño que ha de durar toda una vida: cazar todos los borregos que mis piernas y economía me permitan hasta el día de mi muerte. 


En el intento por concluir el Grand Slam de Norteamérica posterior a esa cacería en Alaska, tuve el privilegio de cazar en el sur y el norte de Columbia Británica, en busca de borrego Stone y Rocky Mountain bighorn; y en mi país, donde logré cazar un bellísimo borrego cimarrón. 


Logré cazar todos los borregos salvajes de América, con excepción del Rocky Mountain Bighorn. En este viaje aprendí que el cazador de borregos no necesita únicamente de un par de piernas enérgicas, pulmones fuertes, buena puntería y huevos; también es fundamental contar con suerte. En esa ocasión, luego de recorrer alrededor de cien kilómetros de montaña, de los cuales por lo menos veinte fueron verticales, no tuve oportunidad de poner la cruz de mi mira telescópica en un borrego legal. 

Creo que ningún borrego en el mundo demanda al cazador de tanta suerte, paciencia, destreza, fuerza, mentalidad y espíritu como los de Norteamérica. 


Fue cazando estos borregos donde profundicé en disfrutar del silencio inquebrantable de una noche calma en las montañas; aquí también me intimidó por primera vez el rugir del viento y me aterrorizó el crujir del hielo. Cazando en Alaska conocí las inclemencias del clima y su inmisericordia; en el norte de Columbia Británica me sorprendió la interminable belleza del otoño y sus colores; en el sur de esta región valoré la fortuna y me enseñé a disfrutar y a ilustrarme con el fracaso en una cacería; y en mi México querido descubrí que en ningún lugar del mundo luce tanto una vida como en un desierto. 

Asia y Europa igualmente son increíbles. Pero muy distintos a Norteamérica. Ahí, las montañas también son gigantes de roca y hielo que fungen como celosos guardianes del sublime tesoro que encarna la fauna que habita en ellas. Sin embargo, la cacería sobre las serranías asiáticas es distinta: hay más gente, menos logística compleja; podría decirse que quizás sea un poco menos complicado cobrar un argali, un muflón o un urial, que un borrego salvaje norteamericano. 






En Asia Central, las Tian Shan se perciben como mundos enteros cubiertos de nieve y grandiosas; por su parte, en el Cáucaso, sobre todo en el este, el territorio es cuna del horror y del vértigo. En el oeste de esta cordillera que separa a Asia y Europa surge como coloso de piedra, lodo y escarcha, el Monte Elbrús, que divide a occidente de oriente. Las cordilleras Zagros y Kopet son áridas y verticales como ningunas otras que haya visto. 





Empero ningún lugar como Irán. Nunca había cazado en un país donde el compromiso con la conservación fuese tan genuino y formal. Los iraníes entienden la importancia de la caza y su manejo como herramienta conservacionista como poca gente en el mundo. Esto se debe al hermano del Sah, el Príncipe Abdo Reza Pahlavi, un cazador ejemplar y apasionado de la vida silvestre que fundó los cimientos del ministerio de recursos naturales iraní y los lineamientos para su operación. 

Aunque en este exótico y desconocido país las reglas de cacería se pudieran antojar en un inicio como limitativas y estrictas. Esto a causa de que únicamente se le permiten tres días de caza a los cazadores por especie; las leyes aduanales limitan a los extranjeros a importar únicamente cuarenta balas, las cuales se cuentan día con día en la medida en que se van usando, llevando los guardabosques un estricto registro de los tiros realizados en el campo; los borregos tienen, como en Norte América, edades legales para poder ser abatidos; entre otras reglas y disposiciones del departamento de Vida Silvestre de Irán. Sin embargo, una vez que sale uno a las montañas de este bello lugar se da cuenta de que el marco jurídico tan estricto es muy amplio por la cantidad de animales y la calidad de los mismos que se ven todos los días.

Conocí Irán con mi padre y ha sido de las mejores experiencias de mi vida. 


Después de cuatro días de cacería, terminamos la primera etapa de la expedición cinegética. Caminamos cerca de sesenta kilómetros en las montañas de la isla de Kabadún, en el Lago Urmía, en Irán, en busca del Armenian Mouflon. 

Aunque yo tuve la suerte de cazar el primer día un borrego muy bonito, despuntado, roto, barbón, viejo; no obstante, mi padre tardó un poquito más. Yo me incorporé a su equipo desde el segundo día, que fue brutal: doce horas en las montañas, sin caballos ni vehículos ni nada; con nuestras piernas, mentes y corazones, nada más. 

No fue hasta el tercer y último día, con la última oportunidad, que por fin encontramos un borrego espectacular. Se hizo lo correcto y acabó en la sal, después de un gran tiro que hizo mi papá. 

Salimos ambos felices y nostálgicos; y es que en la cacería de montaña se está entre la vida y la muerte; la adrenalina y el agotamiento confunden los sentimientos; porque culminada la caza, se dejan tierras y gente atrás que quizás en esta vida no se vuelvan a ver. Pero el sentimiento de gratitud y entusiasmo vital es lo que predomina siempre.

Posteriormente nos trasladamos a Khorasan, cerca de la frontera con Turkmenistán. En estas montañas tuve el honor de cazar quizás el mejor borrego de mi vida: un espectacular Transcaspian Urial anciano y majestuoso. También lo cacé el primer día. Vimos quizás cien borregos, entre borregas y corderos. Vientos potentes de más de cuarenta kilómetros por hora asolaban el terreno, azotaban nuestros cuerpos y levantaban nieve y polvo. Pero en el minuto final logré hacer un tiro perfecto, cuando el día agonizaba y las sombras lo cubrían todo.

Este urial transcaspio—para mí el borrego más grandioso de todos los que he tenido el prodigio de tener de frente—, fue el décimo segundo que he cazado en mi vida. Es decir, con este carnero culmino una meta y realizo un sueño, y lo hago con mi mejor borrego y una experiencia inolvidable al lado de mi padre: he logrado el Ovis World Slam. 



Hoy sin duda este logro es el más importante de mi carrera como cazador. Quisiera dedicarlo a todas las personas que ayudaron a que fuera real: mi padre, los outfitters, guías, amigos y a mi familia; pero sobre todo a mi esposa y mi hijo, que han sido pieza clave en todos los logros y las alegrías de mi vida. 

miércoles, 4 de marzo de 2020

Cacería de Kuban tur en el Cáucaso II



Montamos campamento a orillas de un río. El cielo seguía cubierto y de matices grises. Eran cerca de las seis de la tarde. La humedad y la niebla habían quedado atrás. A nuestro alrededor se erguía el Cáucaso. No hacía frío.

Levantadas las tiendas de campaña y desensillados y amarrados los caballos, procedimos a preparar la cena. 

Cenamos pan, quesos frescos, salchichón, pollo frito y cebolla cruda. Mientras cenábamos, Alberto, el guía local que casi se había acabado un litro y medio de vodka en el camino, dormía profundamente afuera de su tienda y al lado de los caballos. Gena, Vladimir, Eugenio y yo escuchábamos sus ronquidos y nos preguntábamos cómo había logrado llegar en una pieza hasta donde nos encontrábamos en el estado en el que venía.

Nos pasábamos de mano en mano lo que quedaba de vodka, pero siempre siendo cuidadosos en dejar un poco para que a la mañana siguiente mi tocayo se pudiera curar la cruda.

Tras beber varios vasos de té, todos nos fuimos a dormir. Alberto, tiozca, seguía dormido bajo las estrellas, con la bóveda celeste haciéndole de techo y la hierba como cama.

Diecinueve de agosto. Siete de la mañana. El Cáucaso. Rusia. Un despertar más en la montaña, en el Cáucaso. Salí de mi tienda de campaña. Me recibió el río cuyo murmullo en la noche me arrulló. Sobre mí se ampliaba un gran cielo despejado. Y a nuestro alrededor las serranías más empinadas que he visto en mi vida. Algunas laderas lucían glaciares. Por otro lado, los guías ya tenían el agua hirviendo para el té. Todo indicaba que iba a ser un gran día. ¡Buenos días! ¡Dobroye utro! ¡Good morning!

Como cualquier desayuno en la montaña, el de esa mañana también fue sencillo: avena, pan y té.

Al terminar de desayunar, los guías se ocuparon de ensillar los caballos. Mientras tanto, yo acomodé mi tienda, me preparé para salir y me fumé un par de cigarrillos con Eugenio. En la montaña no suele haber cabida para las prisas. Y cuando las hay, la cosa suele ponerse fea. Por eso hay que llevársela leve y con paciencia.

Montamos cada quién en nuestros caballos y enfilamos hacia el valle. El plan para esa mañana era gemelear las caras de las montañas que daban al cañón. En caso de ubicar algo, prepararíamos el ascenso mientras los animales se echaban. Subiríamos a lo alto con el sol en perpendicular; emprenderíamos el asecho final por la tarde, pero cuidándonos de contar con suficiente luz para bajar en caso de éxito. 

Todo sonaba bien. Sin embargo, no contábamos con que, a medio día, antes de que encontráramos algo, una niebla densa y avasalladora lo cubriera todo. La neblina devoró al Cáucaso, con sus pendientes, sus rocas, su tierra, su agua y sus tures. Consecuentemente, tomamos la decisión de regresar al campamento, relajarnos y esperar a que el día de mañana tuviéramos mejor clima. Porque en la cacería de montaña puede caerse el cielo sobre uno o que el sol lo incendie todo; ¡pueden crecer las montañas! Pero sin visibilidad, no hay nada que hacer.

El veinte de agosto amaneció despejado y sin frío. El azul eléctrico del cielo se saboreaba como buen presagio. La visibilidad era total, así que decidimos no perder el tiempo y encaminarnos hacia donde teníamos la intención de cazar el día anterior. 

En cuanto llegamos al sitio donde nos había sorprendido la niebla, nos bajamos de los caballos. Frente a nosotros se ensanchaba el paso de las piedras de vidrio, unas lajas que, si el caballo pisaba mal sobre ellas, se iba al precipicio. 

Jalé con cuidado al caballo, sintiendo el sudor perlar mi frente. Sudaba por nervios. Cada pisada del animal me erizaba la nuca. Perder un caballo sería desastroso, por todo lo que implicaba una tragedia de esa naturaleza. Para el corazón y para las piernas. 

Afortunadamente pasamos sin percances. Luego del paso mortal, nos reincorporamos a nuestras sillas de montar y cabalgamos hacia un collado. Ahí, luego de un buen rato de montar bajo el sol, nos detuvimos para gemelear las laderas de las montañas que nos rodeaban. 

Nos apeamos de los caballos. Inmediatamente después, Eugenio y yo preparamos tripies y lentes; mientras tanto, los guías preparaban te y cortaban pan, queso y salchichón. Comeríamos antes de empezar a lentear. Los locales se tomaban las cosas con calma. Yo también. Así que podía relajarme y disfrutar de cada momento en la montaña. Para el abate se requiere algo de tiempo, pero es una fracción pequeña ante la totalidad de una expedición de caza. En Eurasia y Asia, tomar te entre las nubes también es cazar.


Comimos en silencio. De repente, entre bocados y sorbos de té, tomábamos los binoculares y recorríamos por un instante las montañas. Pero no se veía nada. Al terminar el lonche, me acosté y me acomodé la mochila como almohada. Ya recostado cómodamente, fingí buscar un tur. A los pocos minutos lo encontré; pero en sueños. Me había quedado dormido. Y disfruté de una leve siesta. 

Desperté un par de horas después. Me estiré y más espabilado le pregunté a Eugenio si no se había visto nada. Con un gesto me indicó que no. Gena y Alberto se habían subido a una loma para abarcar más terreno y poder buscar en áreas más lejanas. No obstante, al poco tiempo regresaron con la noticia de que únicamente vislumbraron un par de hembras y tures jóvenes. Todo indicaba que ese día también se esfumaría sin emociones fuertes. Qué equivocado estaba.

Al regreso, en el paso de las piedras de vidrio, el caballo de Vlad, el corcel más joven de todos, estuvo a punto de caer al acantilado; si no hubiera sido por la fuerza bruta de su dueño, que jamás lo dejó ir, el grupo hubiese perdido un rocín al segundo día de cacería. Afortunadamente no fue así. 

Al atardecer, en el valle cercano al campamento ubicamos a un tur enorme. Como ya no había luz, decidimos cazarlo pon la primera aurora del día siguiente. Por fin algo de acción.


Durante la cena charlamos con entusiasmo. El haber visto un tur tan majestuoso hacía tan sólo unas cuantas horas antes nos había llenado a todos de emoción y esperanza. 

La noche transcurrió oscura y silenciosa. Dentro del saco de dormir soñé con el día siguiente y entre sueños ansiaba por que amaneciera. Sentía paz y urgencia. Las montañas afuera esperaban pacientes, los tur seguramente pastaban. El rumor del agua acurrucaba mi vigilia y los ronquidos de los demás no afectaban en lo más mínimo. 

Veintiuno de agosto. Abrí mi tienda de campaña y la luna aún lucía sin ninguna intención de ser relevada por el sol. Eugenio y Vlad hervían el agua para el te en silencio. El resto de los guías se preparaba dentro de su tienda de campaña. Las estrellas brillaban sin obstáculos, lo que significaba que podía ser un día despejado, ideal para cazar tures. La emoción a flor de piel. La precipitación latente. Las puertas del Cáucaso de par en par.

El desayuno, como siempre: parco, pero nutritivo. Todo el grupo comió avena, bebió te y compartimos unas galletas. Lo mínimo para emprender un ascenso. Y acabando de desayunar, montamos nuestros caballos y nos dirigimos a las faldas de la montaña donde dejamos visto el tur de la tarde anterior. 

Al llegar, desmontamos y preparamos las mochilas para el ascenso. El plan me pareció algo alternativo: consistía en trepar casi a la cumbre, apostarnos detrás de una peña que destacaba y se recortaba contra el cielo, y ahí esperar a que los tur regresaran a pastar a eso de las once de la mañana. Sonaba a magia, a adivinanza, pero quién era yo para contradecirlos, si ya había sido testigo antes de una hazaña que rayaba en lo mágica en la República de Kabardia-Balkaria durante la cacería del Mid-Caucasian tur.

Sin embargo, en esta ocasión, la realidad se impuso. El día veintiuno de agosto fue todo sudor, vértigo, humedad y frío. Nada de sangre. Encumbramos, recorrimos la montaña, nos asomamos a todos los cañones, transitamos sobre los desfiladeros. Pero jamás volvimos a ver a los tures. Aquel día fue de silencio y esfuerzo. La montaña iba a pedir mucho más arrojo antes de darnos un tur. La euforia se antojaba lejana, al igual que los animales. 

La noche cayó. Se sintió como un balde de agua fría. Mientras que en la mañana todo era esperanza, curiosidad, excitación, por la noche los ánimos tenían un sabor más a derrota y desengaño. Empero aún quedaba tiempo, y muchas tierras por recorrer. Y es por esto que durante la cena se determinó que al día siguiente iríamos a probar nuestra suerte a otra área, que se encontraba a por lo menos un par de horas a caballo. Saldríamos de madrugada para poder aprovechar el día. Era, de acuerdo a los guías, el as bajo la manga, el comodín: la zona secreta, la que Gena en todas sus cacerías se reservaba para el Plan B, y hasta entonces siempre le había dado resultado. 

Un día más en el Cáucaso.

Eran alrededor de las cuatro y media de la mañana. Destinábamos a nuestros caballos hacia la nueva área. La noche anterior, mientras cenábamos, discutimos sobre si moveríamos el campamento o no, ya que esta nueva zona de caza se encontraba algo lejos de donde teníamos montado el camp. Al final, Gena y los guías locales decidieron que no. Que cazaríamos todo el día, y que volveríamos de noche, con o sin tur. 

La cabalgata estuvo amena. Sin embargo, ese día fue perdido. Si bien es cierto que al primer ascenso encontramos la manada de tur que buscábamos; no obstante, la neblina no nos permitió cazar. Justo al ponernos cerca de los animales, nos quedamos sin visibilidad. Así que pasamos una interminable cantidad de horas rodeados de niebla, sin podernos mover, fumando y conversando entre susurros, con la excitante sensación de que estábamos rodeados de kubans, pero agobiados por la histérica frustración de que no podíamos hacer nada al respecto.

Tendría que ser mañana, el penúltimo día de cacería. 

Y llegó ese día, el penúltimo. Al principio, fue una calca del anterior: todo inició con la alarma del celular retumbando dentro de la oscuridad y el silencio absolutos de la tienda de campaña; luego los malabares que se requieren para vestirse dentro de la carpa; una vez vestido, la fresca e intensa salida al aire limpio y a la noche; y por supuesto, el desayuno escueto de diario y, previo a los aseos y necesidades humanas correspondientes, montar los caballos. 

Al arribar al área de cacería, con las primeras luces del día, el cielo ostentaba destellos carmesíes y pocas nubes; el viento aún dormía, porque no soplaba en lo más mínimo; y la temperatura se sentía fresca, agradable. 



Descabalgamos y montamos los telescopios. No queríamos iniciar ningún movimiento sin antes cerciorarnos de que no había tures en los alrededores. Al hacer esto, comenzamos a gemelear.

¡No habían transcurrido ni veinte minutos y ya habíamos ubicado a un tur solitario a unos novecientos metros! Y nos pusimos manos a la obra: Gena y Vlad se quedarían detrás del spotting scope. Por nuestra parte, Alberto, Eugenio y yo, nos encargaríamos del acecho. La idea consistía en mantener comunicación entre todos para que, en caso de que el Kuban tur se moviera, nosotros supiéramos hacia dónde caminar. 


Los primeros quinientos metros fueron descendiendo, para salir del campo visual del animal. Ya abajo, rodeamos un pequeño valle durante unos cien metros; en seguida, comenzamos el ascenso hacia un puerto que se veía a unos seiscientos metros de distancia, por lo que volvimos a ascender; ulteriormente brincarnos del otro lado de la arista, con el fin de hacer el último acercamiento recorriendo no más de un centenar de metros caminando al margen, justo debajo del filo del borde de la montaña.


El primero en llegar al sitio de donde se supone podríamos tirar fue Alberto, tiozca; inmediatamente después le siguió Eugenio; yo venía a unos diez metros. Al alcanzarlos, me detuve debajo de los dos guías, que ya se encontraban en posición. Tomé aire en un par de ocasiones; a unos cinco metros de mí, el guía local me sonreía, mientras usando el palo para caminar como rifle apuntaba hacia donde seguramente se encontraba el tur. Yo, feliz, le devolví la sonrisa. 


Arrastrándome me dirigí hacia donde yacían Alberto y Eugenio. Al posarme entre ambos, le tendí mis binoculares a este último y le pedí que me indicara a qué distancia se encontraba el tur; a lo que me respondió que, con gusto, pero que primero lo ubicara a través de la mira telescópica. Le pedí me señalara el lugar en el que se encontraba el borrego; y al hacerlo, de inmediato lo divisé; el animal estaba echado, tranquilo. En cuestión de segundos lo tenía en la cruz; por lo que insistí con que se me apuntara qué distancia nos separaba del ejemplar. Que trescientos cincuenta; pero que esperara a que se pusiera de pie. Y esperé, unos segundos; más no pude esperar, el corazón me latía, pero la confianza por primera vez se imponía a la emoción, así que decidí tirar, apretando muy poco a poco el gatillo hasta verme sorprendido por la detonación.

El tur no corrió más de una docena de metros, cuando comenzó a rodar. 

Un par de horas después tenía mis manos sobre los cuernos de uno de los animales más majestuosos del mundo, el Kuban tur, monarca del Cáucaso en la República de Karacháyevo-Cherkesia. Con éste, había logrado un sueño, el cazar todas las subespecies de tur que hay en esta región del mundo; aunque a la fecha no se define si son cabras o borregos, en lo que coinciden todos es que la caza de estos animales probablemente sea una de las más demandantes físicamente y de las más peligrosas que se pueden practicar en el orbe.