Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

martes, 29 de noviembre de 2016

Temazate ¿Por fin?


Santiago Santos Schroeder


Abro los ojos y veo al temazate. Me es imposible disparar — ¡puta madre!—. Cierro los ojos nuevamente; vuelvo a abrirlos, y otro temazate. ¡No dispara la escopeta! Las ansias me despiertan. Todo era un sueño.

Estoy en Campeche en busca del elusivo tamazate. Arribamos al campamento de Tankab Outfitters de tarde noche, por lo que decidimos que el primer día de cacería sería hasta la mañana siguiente. Me dirijo a la cama sin saber que mis sueños estarán poblados de enormes temazates imposibles de matar.

Primera mañana de cacería.

Nos explican que las aguadas no están funcionando. No son suficientes ni el calor ni la sequía para que los venados entren al agua.

"¿Cómo los vamos a cazar?", pregunto a Loni, quien sería mi guía en esta cacería. "Caminando dentro del monte", me responde. ¿Cómo que caminando dentro del monte? En la selva del sudeste mexicano la visibilidad es casi nula, y para colmo, los venados son enanos ¿Cómo los vamos a encontrar?

Por ahí de las siete de la mañana empezamos a caminar. Loni me lleva hacia la mensura, un cortafuegos no muy lejos del campamento donde él asegura hay muchos animales; sobretodo vamos en esa dirección porque se dice que es casa de un temazate que se ha visto un par de veces.

Caminamos un poco y nos detenemos para buscar y escuchar; y seguimos caminando.

Al principio, cada que se detiene Loni, me quito la escopeta del hombro y me alisto para disparar. Pero nos detenemos una y otra vez, y nunca es necesario tirar. No hay nada. Dos horas caminando y no vemos ni escuchamos ningún animal. Pensamientos negativos se apoderan de mi cabeza; pero la suerte y el éxito que me deseó Sofía, rendiría frutos.

De pronto Loni se detiene en sus huellas y con la mano me llama. Así que camino unos tres metros y me pongo a su lado. Mi guía señala con el dedo, inmediatamente veo una pata, un trozo del pecho y la oreja del temazate, a unos treinta metros de distancia, dentro de la selva. En ese momento levanto el cañón de la calibre dieciséis de cañones cuates que me prestaron para esta cacería.

Estoy listo para disparar. Loni me dice: "si le ves cuernos, dispara". Pero no veo al animal completo. Le insisto a Loni que no veo si el animal tiene o no tiene cuernos. Todo esto lo hago sin bajar el cañón. Siempre listo para disparar. Tiraría si el venado intenta moverse. Mi guía se mueve lentamente. Intenta buscar un mejor ángulo. Busca cuernos. No alcanza a ver mucho. Y yo pregunto si puedo disparar, si le tiro o no.

Escucho un susurro. Mátalo. Me dicen que lo mate. Y yo inhalo, tapo el pecho del animal con el punto de la escopeta, y jalo del llamador del cañón derecho. Acierto. Sin pensarlo dos veces, disparo el segundo tiro en dirección del movimiento. Abro la escopeta y corro hacia el animal mientras recargo nuevamente el arma.

Hojas, ramas y espinas no fueron obstáculo para posarme frente al animal en un segundo. Y aquí está mi primer temazate. Un tiro ético le concedió una muerte limpia en donde se encontraba parado. ¡Siempre mío! ¡Y en la primer mañana de la cacería! La única negativa es que el cérvido es hembra. La desesperación de mi guía fue tal que prefirió investigar el sexo del temazate hasta después del disparo.

Un segundo de tristeza, el resto euforia. La verdad es que siempre me entristece un poco matar un animal; arrepentimiento no es, es respeto y es amor, tanto a mi presa como a mi deporte.

Festejos me esperan en el campamento: fotos, cervezas y un par de whiskies.

La comida consiste en ceviche de mi temazate, un verdadero manjar; y otros platillos preparados con los faisanes y pavos tirados por unos cazadores norteamericanos del campamento.


Ahora Loni se acerca a mí para planear la tarde, y lo primero que me dice es: “vamos a buscarle novio a tu temazate, para que los diseques juntos”.

Ojalá me alcance la suerte, pensé. Pero me mantengo optimista. Apenas es el primer día de cacería.

Los otros cinco días de caza se pasan en un abrir y cerrar de ojos: mañanas y tardes de caminar kilómetros en el calor y lluvias de la selva campechana. No vovlemos a ver temazates.

Final de la cacería.

Tiré un guapo cojolite una tarde lluviosa, que me regaló una caza muy bonita. A esta ave tan peculiar la escuchamos cantar desde el campamento mientras nos refugiábamos de una fuerte tormenta. Para ese entonces, el cojolito era el único pájaro que me faltaba cazar de la selva. Por eso me importó un comino la mojada y fui por él. Después de caminar unos cuatrocientos metros por la brecha, siempre siguiendo el canto, ya que el ave brincaba de rama en rama y volaba de árbol en árbol, me detuve y por fin nos metimos al monte; caminamos unos treinta metros, y debido a lo mojado del piso y al ruido que hacía la lluvia al caer sobre los árboles, nuestro acecho fue silencioso, perfecto por decir poco. Al llegar a un claro vi claramente a dos gallinetas negras. Estaba dispuesto a dispararle a cualquiera de las dos. Así que levanté la escopeta, apunté; pero mi guía me pidió que no disparara, pues me aseguró que estaban por cantar, y que el que cantara más fuerte sería el macho; y al macho tenía que tirarle. Instantes después, como si hubiésemos ensayado la escena, todo sucedió perfectamente, y completé mi slam selvático, siendo el tepescuincle el único animal que me falta.


Regresaré a Campeche, pues la inmortalidad espera a mi temazate, y de verdad me gustaría conseguirle un novio.

Fin.



jueves, 24 de noviembre de 2016

Un gran día II/ II


Alfredo Plata Cruz

Segunda parte

Fui por mi rifle y regresé. Mi hermano me ubicó en la zona donde estaba parado el venado cuando le disparó y lo perdió. Yo, por mi parte, no entendía cómo no lo vi primero. Desde donde nos encontrábamos parecía que hubiera sido mucho más fácil que yo lo viera antes que mi hermano. Éste hizo el disparo contra el sol cuando el venado estaba metiéndose a la maleza; no estaba seguro de haber acertado el tiro; y, además, mi padre y abuelo nos han enseñado que hay que dejar al animal tirado mínimo media hora y no apretarlo inmediatamente después del tiro.

De pronto, debajo del árbol que teníamos de frente pasaron dos coyotes, uno de ellos venía con el hocico lleno de sangre. Así que mi hermano dedujo que quizá sí le había pegado al venado, y que por lo mismo, los depredadores ya le habían echado diente al escurridizo animal.

Comenzamos los dos a buscar rastros de sangre. Pero nada. Llevábamos más de veinte minutos buscando cuando me pareció que mi hermano comenzaba a perder la fe. Justo en ese momento encontré por fin, sobre la tierra, ese color rojo brillante y grité: “¡A huevo cabrón! Ya lo chingaste”.


Cuando encontré la tierra teñida de rojo, cubierta de sangre, fue sin duda uno de los momentos más felices de mi vida. El estar con mi hermano menor, al que vi crecer, disfrutando juntos de esta pasión por los bosques y la aventura que mi papá y abuelo nos heredaron, realmente no tiene precio. Es un momento que jamás olvidaré, quería llorar de la felicidad.

Después de unos minutos de seguir el rastro apareció, ahí tan pacifico, tirado, un bello ejemplar de venado cola blanca miquihuano de unos cuatro años, de un color hermoso un poco más obscuro de lo normal. El venado lucía un cuello poderoso, musculoso. Se trataba, sin duda, de un bello animal, con la particularidad de que un cuerno, el derecho, lo tenía completamente roto. Pero era el primero de mi hermano, y eso no opacaba nuestra felicidad. Lo apodamos Elliot, en analogía a una película de Pixar, y hacíamos bromas mientras lo destripábamos. Cabe mencionar que los coyotes nos robaron buena parte de los cuartos traseros.



Llegaron los demás unas dos horas después por nosotros. Entre todos cargamos el venado a la camioneta, y ya en el camino nos percatamos de algo terrible: sobre la brecha vislumbramos algo de viseras y sangre. Al parecer los detestables furtivos sí lograron robarle algo a la naturaleza la tarde anterior. Nosotros seguimos nuestro camino para el campamento, donde pelamos y comimos ‘venao’.

A las cuatro  de la tarde ya estábamos listos para salir de nuevo, aun teníamos un cintillo.

Yo me sentía extraño; mi hermano ya había cazado, y los furtivos también. Sentía que estábamos abusando de la naturaleza. Sin embargo, nosotros no teníamos la culpa. En cambio, los furtivos iban a recibir lo que se merecían por sus faltas. Sin duda comparecerían por sus actos antes las autoridades. Una vez que saliéramos de la sierra, don Teddy se encargaría de ello.

Caminamos unos cuantos kilómetros; el calor era terrible; pero no podía quejarme, no había sufrido ningún desgaste físico en comparación de otras cacerías.

Fuimos dejando a gente otra vez, y yo quedé en el último puesto. Tenía unos cuatrocientos metros de brecha a la izquierda y otros doscientos a la derecha; mi hermano siguió caminando con don Alabama. Mientras yo subía a un mezquite, ellos irían a caminar entre la vegetación para mover a los animales.

Cuando comencé a subir al árbol noté que no iba a ser fácil esperar ahí, pues me encontraba muy incómodo, no tenía buena visibilidad, y tenía que elegir: izquierda o derecha; no tenía una posición cómoda para hacer tiro a ambos lados, así que elegí izquierda, que era donde cubría con la vista más terreno. Si el venado me salía por la derecha, probablemente no iba a poder hacerle un tiro.

Pasaron los minutos y yo seguía preguntándome si hacíamos bien en seguir cazando.

A pesar de que estábamos bajo todas las de la ley, yo sentía que abusábamos de la naturaleza; pero el cazador que llevo dentro aún se sentía sediento. Tenía ya dos años y once días que no veía a un venado vivo, desde Guanajuato no los había vuelto siquiera a ver; quizá el año anterior cuando mi padre cazó el coues, alcancé a ver uno muy fugazmente; mas en realidad no lo sé.

Mientras seguía esperando hablaba con Dios y le pedía la oportunidad de volver a verlos. Prometí no matar ningún venado joven, y eso es algo que ya llevaba en mente desde varios meses atrás, que si iba a cazar sería un venado maduro, si disparaba lo haría a un animal que ya hubiera vivido y dado lo que tenía que dar al ecosistema.

Pasaba el tiempo. Estaba muy incómodo, me movía y movía en busca de una posición cómoda, rompía ramas para ver mejor. Con todo el ruido que hacia, no esperaba que ningún animal se acercara, menos un venado viejo y colmilludo. Con muy poca esperanza me puse a buscar entre la maleza con el lente y ver una edificación que estaba a varios kilómetros, cuando de repente algo muy brillante salió a brecha. Automáticamente se me aceleró el corazón, casi se me salía del pecho; no podía creerlo, al parecer mis peticiones habían tenido respuestas. Se asomó un venado grande, de cuernos muy altos. El brillo del sol contra ellos era deslumbrante.

Tomé mi arma, lo metí en la mira, y dije: “Tú sí mereces…”. No lo dudé y disparé. Apunté justo al codillo, cerrojé mi arma, y cuando apunté de nuevo, el venado estaba tirado, intentando levantarse; así que le volví a disparar, pero esta vez sin éxito. Yo temblaba. Inundado de emoción, corté otra vez cartucho y cuando iba a hacer el tercer disparo, el ciervo se quedó inmóvil.

Bajé del árbol lo más rápido que pude. Caminaba hacia mi trofeo mientras recargaba el rifle y le daba gracias a Dios. Cuando estuve a unos cuantos metros, no podía creerlo, un venado de diez puntas, hermoso, de una belleza inexplicable: cuernos cerrados y altos, con una cara hermosa, una mancha blanca debajo del ojo. Estaba enamorado de esa hermosa criatura. Me arrodillé, lo acaricié, le di gracias a él y a Dios, y espere a que los demás llegaran.






El disparo lo alcanzó justo en la columna vertebral, donde se terminan las costillas. Murió instantáneamente, era hermoso. Sabía que estuve a cinco centímetros de fallar el disparo y no volverlo a ver; pero no fue así, y ahora lo tendría en mi comedor para admirarlo cada que pudiera.




Esa cacería me dejó mucho: los momentos vividos con mi hermano valen oro, el aprendizaje que don Alabama, a pesar de no aparentar ser el mejor guía del mundo, me enseñó, que en cada lugar la caza es diferente y las habilidades físicas no lo son todo. De hecho, vale mucho más un cazador inteligente que uno muy entrenado.


Y, a pesar de todos mis pronósticos negativos, resultó ser un día inolvidable.

Fin. 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Un gran día I/ II


Alfredo Plata Cruz

Primera parte

Salimos de la comodidad de nuestro hogar en busca de la aventura. Porque eso es lo que buscamos todos los cazadores; en el fondo no buscamos sólo cazar; hacemos lo que hacemos porque somos seres curiosos, que siempre quieren más; saber que hay trastumbando esa loma, debajo de ese risco, en la cima de esa montaña, es lo que mueve nuestra curiosidad.

Queremos salir de la fastidiosa rutina y embarcarnos en lo desconocido, en lo —hasta cierto punto —peligroso, tratando de hallarnos a nosotros mismo en esas montañas.

Al menos yo, buscando aunque sea una ardilla en el monte, lo que encuentro siempre es a mí mismo. La paz que se respira en esas montañas, en esos cielos nocturnos con millones de estrellas, que la gente de ciudad, el oficinista animalista, ni siquiera se imagina, es lo que ayuda a encontrarme.

Después de manejar alrededor de diez horas, llegamos al norte del estado de Zacatecas, ya muy cerca de Coahuila, al rancho donde íbamos a cazar, buscando a Don Teodoro, un viejo amigo de mi padre. Tanto éste como aquél, llevaban varios años sin verse, y esta vez nos iba a llevar a una zona de caza nueva.

Tantos años habían pasado de la última vez que nos habíamos visto, que a mi hermano y a mí, ya ni nos reconocía. Decía Don Teodoro, ¿Apoco este es el ‘Pollito’?”, refiriéndose a mi hermano, quien desde su última cacería con Don Teddy había crecido de 1.70 a 1.86 metros. “Ya hasta barba tiene el cabrón”; y le dio un abrazo de bienvenida.

Luego Don Teddy nos explicó que esta vez íbamos a ir a un terreno diferente al que había ido mi padre y mi abuelo con él hace unos 30 años; mi hermano, el tío Juan, el primo Juanito y yo, jamás habíamos cazado venados con él, solamente liebres y algunas palomas, así que de todos modos para mí era terreno desconocido.

La cosa era que teníamos que ir por un guía. Luego éste nos llevaría al terreno; así que aun tuvimos que viajar dos horas más en terracería hasta un pequeño pueblito de unos 50 habitantes que se llama “El Tanque”, para pasar por un señor de unos 70 años que era el guía. Ahí comencé a desconfiar del éxito de esta cacería: se suponía que el guía era otro hombre, pero como tenía una fiesta, nos mandaba a su suegro “que él conocía mejor el monte”—cosa de la cual no dudaba yo—, pero éramos cinco tiradores para dos guías (y uno tenía setenta años).

No pintaba bien la cosa, a mi parecer, esta era nuestra última salida de la temporada, y teníamos que cazar algo. Ya habíamos salido en esa temporada; pero sin éxito. Salimos a un rancho cerca de Valparaiso, Zacatecas. En esa salida anterior, caminamos y caminamos, en esos terrenos que ya nos sabíamos de memoria, pero ni siquiera rastros frescos encontramos. Muchos guajolote; pero de venados, solamente encontramos a una hembra y su pequeña cría durante los tres días que pasamos buscando a los cornudos en la sierra.

En esos terrenos año con año alguien del grupo logra cazar algo. Pero aquel año fue uno de esos en los que los venados no se dejaron ver.

Así que en esta ocasión, con un nuevo terreno de caza bastante prometedor— ya que unos compañeros ya habían ido antes que nosotros, y se habían acabado cajas de tiros disparando (aunque no lograron cazar nada)—, nosotros seguro teníamos que cazar algún cornudo.

Llegamos a la pequeña casa del señor. Desde ahí se apreciaban ya unas montañas grandes, que parecían buen lugar para los venados. El paisaje era árido, pero con abundantes palmeras, mezquites y arbustos de buen tamaño; la mayoría de la zona eran grandes planes. Con esa vegetación no le iba a hacer absolutamente nada a los venados, así que para mí la única opción era cazarlos en las montañas y tendrían que ser tiros de larga distancia; pero me encantaba la idea; era para lo que había estado entrenado todo el año.

Entonces salió de su casa el señor, un hombre de baja estatura, ya listo con su camo puesto, una maleta y un arma enfundada. Subió a la camioneta en la cabin; y mi hermano y yo, nos subimos en la caja de la pick-up; ya estábamos hartos de estar ahí dentro.


La camioneta se empezó a mover, y por fin salimos del camino principal para entrar en brechas. Y así hasta llegar a donde íbamos acampar, después de unos cuarenta minutos de brechas llegamos al casco de una vieja hacienda, como a eso de las seis de la tarde. Detrás del casco había un buen número de lomas, me parecía el lugar ideal para empezar a buscar.

Descargamos rápido la camioneta, me puse el camo, saqué mi rifle -un Mark V Weatherby calibre .270 WTHBY Magnum-, tomé mi mochila, algo de comer, agua y comencé mi camino, porque sabía que ya quedaba poco tiempo de luz.

De pronto, me dice el pequeño hombre al cual apodamos Don Alabama “¿A dónde va, joven? Allá arriba no va a encontrar nada, déjeme preparo mi rifle y yo lo llevo.” De la funda sacó un Remington 700 calibre 30-06 SPRG, y para cuando estaba listo el hombre, todos los demás también lo estábamos.

Así que nos subimos a la camioneta y nos dirigimos directo a la gigante planicie.

Yo no podía creerlo, ¿cómo lograría matar a un venado entre esa vegetación? A menos que ahí los venados fueran sordos y medio ciegos, no iba a lograr nada.

Cuando bajamos de la camioneta ya estaba empezando a oscurecer; quedaban alrededor de veinte minutos de luz y yo no estaba muy feliz con ello.

“Hoy solo vamos a huellear”, dijo el hombre, así que fuimos por la brecha solo buscando rastro. Había bastante, para ser honestos; y por fin las cosas empezaban a mejorar para mí.

De repente salió un hombre con un calibre .22 de entre la brecha; y pensé para mis adentros “O nos metimos al terreno de alguien sin permiso y nos van a balear, o es un furtivo”.

Para mi suerte, efectivamente se trataba de un furtivo, sobrino de Don Alabama, quien le puso una buena regañada y lo mandó al carajo. Así que el furtivo se fue; al parecer venía acompañado, pero no vimos a sus despreciables amigos.

La luz comenzó a escasear, así que comenzamos a caminar a la camioneta. Con la cantidad de rastro que vimos estaba bastante entusiasmado y no podía esperar para que fuera el siguiente día y salir a buscar esos bellos animales.


Llegamos de nuevo al campamento, calentamos un poco de comida y tomamos unas cervezas. Mientras cenábamos llegó el vaquero del rancho. Platicamos con él y le hicimos muchas preguntas: ¿qué tal había de animales? ¿Dónde los había visto? Al terminar de responder a nuestras preguntas nos dijo: “Pero quién sabe si encuentren algo, esos cabrones entran dos o tres veces por semana a cazar, no sé si matan o no, pero seguido aquí andan”, refiriéndose a los furtivos.

En ese momento, las ilusiones que me había hecho después de ver los rastros se fueron a la basura, decidí ir a dormir y esperar que el día siguiente fuera uno de esos para recordar.

Dieron las seis de la mañana y yo ya estaba listo, esperando a que los demás terminaran de desayunar para salir.

Subimos a la camioneta y llegamos al mismo lugar que el día anterior; yo aún no sabía cómo íbamos a cazar a un venado dentro de esa espesa vegetación; pero don Alabama dijo que nos subiríamos a los árboles y esperaríamos a que pasaran los cola blanca por la brecha.

La idea no me agradaba mucho; mas no había ya mucho qué hacer. Ya estábamos ahí. Así que el guía comenzó a dejar a cada quién en diferentes puestos: a mi padre lo dejó en el que se suponía que era el mejor; y después nos repartió al resto, mientras mi hermano y yo sólo lo seguíamos. El hombre no nos tenía mucha fe a ninguno de los dos, al parecer dudaba de nuestra habilidad como tiradores y nos dejó en la misma brecha, separados por unos quinientos metros.


Pasaron unos quince minutos, o menos, quizá. Apenas estaba poniéndome cómodo en el mezquite que ocupaba como puesto cuando escuché a varios coyotes aullar; parecía como si hubiesen logrado cazar algo la noche anterior.

De pronto, el sonido de un disparo enmudeció todo el matorral. Escuché que el tiro vino en dirección de los puestos donde se habían quedado don Teddy y Juanito. Así que solo quedaba esperar; encendí el radio que traía, pero nadie hablaba; continúe esperando.

En los últimos cuatro o cinco años que hemos estado saliendo de cacería con el tío Juan y sus hijos, ellos no han logrado cazar nada, así que en realidad esperaba que ya hubieran matado algo, ya que la misma suerte había corrido mi hermano.

Es más, mi hermano no le ha tirado a los venados. Solamente lo hizo la primera vez que salió a cazarlos con nuestro abuelo, y no tuvo suerte. Mi padre y yo teníamos otra historia, un año antes mi papá cazó un hermoso Coues, tres por tres; y yo dos años antes igual tuve suerte en Guanajuato, con un bello headshot a un venado en plena carrera; ya hacían dos años y once días de ese afortunado disparo. Así que en realidad deseaba mucho, es más, le pedía a Dios que mi hermano cazara algo en esta oportunidad.

Cuando de repente pasó un hombre en bicicleta debajo de mi árbol y pensé: “Esto no es verdad, con este señor aquí, no nos va a salir nada ni de broma”. Pasó sin vernos ni a mí ni a mi hermano; unos veinte minutos después vi movimiento en la brecha, meto el telescopio de mi rifle y era mi hermano, caminando a media brecha. “¿Qué le pasa a este güey?”, pensé; y dejé mi arma y mochila en el árbol para ir a ver qué sandeces estaba haciendo.

Mientras me acercaba, mi hermano comenzó a dirigirse hacia mí. Lo vi que buscaba algo en el suelo y supuse había perdido algo. Cuando lo alcancé le pregunté: “¿Qué haces güey?”. A lo que me respondió con un “No mames, creo que ya se lo están comiendo los coyotes”. Yo no entendía de que carajos me hablaba; y le pregunté que a quién o qué se estaban comiendo los coyotes; y me dijo: “Pues al venado, güey”. “¿Cuál venado, güey?”, pregunté aun confundido. “Pues al que maté, idiota”, me respondió.

La verdad yo no le creía, ni siquiera había disparado; ¿cómo lo mató, con una resortera? ¿Le lanzó el cuchillo? Aun sin dar crédito a lo que me decía el buen Chucho le dije: “No mames, güey, ni disparaste”; y ya molesto me respondió: “¿Y entonces quién disparo hace rato, pendejo?”. Y sentenció: “Ya, chinga tu madre y ayúdame a buscar el rastro”. Ahí fue cuando entendí que quizá sí estaba diciendo la verdad, aunque aún no podía creerlo. A mí me había parecido haber escuchado el tiro lejos, y de un calibre mucho más pequeño.

Continuará.