Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Cacería de Kuban Tur en el Cáucaso I


Lo peor que le puede pasar a un cazador es llegar a casa y no encontrar suficientes fotos de su trofeo recién abatido. Yo por eso me dedico a tomarle a mis trofeos todas las fotografías posibles. Y me retrato sosteniéndolos en una posición y luego en otra. También me tomo el tiempo para limpiar, maquillar, coser, si es necesario. Todo. Lo que haga falta para tener una enorme cantidad de imágenes inmortales, se hace o se intenta hacer. Siempre. Ahí quedará el recuerdo eternamente. Y con el Mid-Caucasian tur no hice ninguna excepción.

Pero la noche amenazaba con caer; y quedaba aún un largo trecho por recorrer para regresar al campamento, que seguramente para entonces Kirin ya había levantado. Así que, ya sobre nuestros caballos, le dije a Eugenio, que me apuraba, citando al Jefe: “Hey, I know is late. We can make it if we run”. Para mi enorme placer, mi guía, también fan de Springsteen, respondió: “Oh, Thunder Road, sit tight, take hold”. Y espoleamos nuestros caballos camino al ocaso. Detrás nuestro dejábamos una montaña y un recuerdo inolvidable. La cacería seguía.



Lo que le siguió a la cacería del Mid-Caucasian Tur fueron dos días larguísimos, de muchas más de veinticuatro horas cada uno de ellos. 



Despertamos un dieciséis de agosto soleado. Afuera de nuestras tiendas el sol amenazaba con caer con todo su peso sobre nosotros. El cielo, de un azul exaltado, se lucía impoluto e infinito. No se vislumbraba ninguna nube a miles de kilómetros a la redonda; solamente se apreciaba el Cáucaso en todo su esplendor, que se extendía a nuestro alrededor presumiendo altanero sus picos, sus collados, sus crestas, sus glaciares. Por su parte, los caballos pastaban tranquilos cerca del campamento. Los guías salían de su tienda, se estiraban, y saludaban entusiastas. ¡Dobroye utro! ¡Good morning! ¡Buenos días! Eran alrededor de las siete de la mañana. Pronto tocaría levantar campamento y descender a la cabaña.



El descenso fue a pie, jalando cada quién a su caballo. Tocaba devolverles el favor a nuestros corceles.  


Nos tomó cinco horas llegar a la cabaña. Llegamos sedientos y bronceados. También hambrientos y muy sedientos. Eugenio y yo decidimos no desperdiciar con agua la sed que nos aquejaba faltando una hora de recorrido. Aguantamos. Sabíamos que abajo nos esperaban unas ocho botellas de medio litro de cerveza Halvichny Zavod Nalchikskiy. Así que al llegar al campamento base sentimos un goce indescriptible cuando nos bebimos cada quién un litro de cerveza dándole grandes y larguísimos tragos. 

Refrescados y sin botas, pasamos a la cocina a que nos dieran de comer. Posteriormente empacamos y esperamos a que Tomás, el mismo chófer que nos había traído, nos recogiera para llevarnos al pueblo, donde pasaríamos la noche en un hostal de cazadores de la localidad. 

A eso de las dos de la tarde pasaron por nosotros. De camino al pueblo, pasamos a visitar las Cascadas de Chegem, atractivo turísitco de la región. Y ya en el pueblo, antes de que nos llevaran al sitio donde pasaríamos la noche, pedí que me llevaran a supermercados a tratar de encontrar una botella de Tabasco. Visité todos, chicos, grandes y medianos. Pero en ninguno encontré lo que buscaba. Tuve que conformarme con salsa Sriracha hecha en Rusia. Definitivamente era mejor que nada.



Arribamos al pequeño hostal de cazadores poquito antes de las ocho de la noche. Nos instalamos, nos dimos un baño, cenamos ensaladilla rusa y pollo, bebimos cerveza y fumamos.



Mientras cenábamos, Eugenio y yo no dejábamos de intercambiar anécdotas de cacería. Ambos repetíamos una y otra vez la cacería del Mid-Caucasian Tur. Porque los dos pensábamos que había sido algo insólito: los tiempos, las coincidencias, las decisiones que se tomaron. Pero sobre todas las cosas, el tiro de Aslan a la piedra a mil metros; que haya pegado, y que los tur hayan reaccionado tal y como el guía local lo había anticipado. Lo cantó. Contaba doble. Me iba a costar dejar de soñar en ese suceso. A Eugenio también, me confesó.



Ya entrada la noche comenzó a llover. La humedad despertó a los insectos, que no tardaron ni un segundo en rodearnos. Así que al terminar el último sorbo de lo que nos quedaba a cada uno de cerveza decidimos irnos a descansar. Al día siguiente viajaríamos a Cherkesk, capital de la República de Karacháyevo-Cherkesia. La aventura continuaba.

A las siete de la mañana del diecisiete de agosto Eugenio y yo desayunábamos huevos, pepinillos, queso fresco y salchichón. Bebimos cada quién tres o cuatro tazas de té y, después del desayuno, preparamos todo para viajar a nuestro nuevo destino.

Antes de que pasaran por nosotros, visitamos al taxidermista, que tenía su taller justo enfrente del hostal donde nos hospedábamos. Nos enseñó el excelente trabajo que había hecho con el cráneo de mi tur y su copina, que para entonces ya tenía debidamente cubierta de sal. 

No recogieron a eso de las once de la mañana. Y no fue hasta las cuatro de la tarde que llegamos a un pequeño hotel a Cherkesk. Ahí nos dieron a cada uno de nosotros una habitación. Dejamos las cosas y bajamos de inmediato a comer. Estábamos famélicos.

Afortunadamente abajo del hotel había un restaurante de comida georgiana. Ahí comimos carne asada, kebab, vegetales, quesos, pan, lavash. Y bebimos cerveza. Todo hasta atiborrarnos, pues no volveríamos a comer nada hasta quién sabía cuándo del día siguiente. 



Terminando el festín nos fuimos a dormir. No eran más que las seis de la tarde. Pero a la una de la mañana nos iban a recoger para trasladarnos a la casa del guía principal de la zona del Kuban tur. Así que más nos valía tratar de descansar, que iban a ser dos días con sabor a uno, muy, pero muy largos. 

Cuando el celular chilló al diez para la una de la mañana pensé que pocas cosas se sentían más antinaturales que escuchar la campanilla de un despertador a esa hora de la madrugada. Pero me espabilé rápidamente y salí de mi habitación cargando con todo mi equipo. Afuera nos esperaba Alí, que sería el encargado en llevarnos a Urupskiy Rayon, un diminuto poblado en la cercanía de las montañas, a dos horas de Cherkesk. Ahí vivía Gena, quien sería el guía líder en la cacería del Kuban tur.

La casa de Gena era pequeña, pero acogedora. Nos recibió con los brazos abiertos. Nos sirvió a cada quién un plato de gulash y un vaso de te. Al servirnos, no obstante, también nos urgió a que terminando de desayunar nos preparáramos para un viaje de dos horas en jeep ruso y una cabalgata de ocho larguísimas horas. Las montañas esperaban, y no había mucho tiempo que perder. Eran las tres de la mañana. El día recién empezaba, ¿o continuaba? Ya no sabía.



El viaje en jeep fue algo ondulante. Se atascaba, se apagaba. Mas yo nunca he visto un automóvil que aguante más que estos vehículos. Porque al final nos subió a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Un avance que agradecí enormemente. Y siendo las seis de la mañana, logramos alcanzar la zona donde nos reuniríamos con los otros dos guías, que venían con los caballos. 


Alberto y Vladimir, los otros dos locales que subirían con nosotros, nos alcanzaron una hora más tarde. El primero, quien de inmediato me llamó tocayo en ruso, tiozka, venía completa y absolutamente ahogado de borracho; toda vez que un grupo de jóvenes turistas le habían regalado una botella de plástico llena de vodka. El otro, Vlad, un ruso gigante y recio, era el hermano menor de Gena. 

Después de las presentaciones correspondientes y de rolar la botella de mano en mano, inició una cabalgata húmeda, empapada, blanca. Fueron siete horas de atravesar una espesa e interminable neblina. 


Mucho más de la mitad del camino fue en terreno alpino; es decir, por encima de la línea de árboles. La idea era cazar mientras nos dirigíamos al campamento. Sin embargo, la niebla no sólo nos obstaculizaba la cacería, sino que tampoco nos permitía contemplar los hermosos paisajes. 

Al final, ya entrada la tarde, jalando los caballos, descendimos a un valle. Conforme bajábamos, empapados y cansados, dejábamos detrás el pálido velo que cubría las montañas. Los árboles nos arrojaban gotas inmensas que se nos colaban por el cuello y nos arrancaban un estremecimiento de vez en cuando. Todos ya queríamos llegar al sitio donde levantaríamos el campamento. Y nunca olvidaré cómo cuando estábamos a unos quinientos metros, Gena se voltea y me dice en ruso, que ya falta poco; que menos de medio kilómetro. Vas bien. Pero aquí los Tur se ganan, no se regalan. Eso fue lo que me tradujo Eugenio segundos después. 

Continuará. 

jueves, 12 de septiembre de 2019

Cacería de Mid-Caucasian Tur en el Cáucaso II




Había que bajar al río. Descendimos al cauce seco y ahí amarramos a los caballos a las piedras más grandes que encontramos. Luego nos alistamos para el asecho. Yo cogí mi mochila, puse tres tiros en el magazine del rifle y, previo a cerciorarme de que no hubiese quedado una bala del diablo en la recámara, le pasé el arma a Eugenio. 

Y comenzó la cacería.

Eran alrededor de las cinco y media de la tarde. Sobre nosotros el sol aún brillaba, pero sus rayos habían perdido el calor abrasador que horas antes arrojaban sobre nosotros. Las sombras de manera paulatina devoraban los valles y cañones del Cáucaso. A esa hora, solamente las cimas seguían brillando y luciendo sus colores y esplendor.

Aslan caminaba en silencio al frente de la partida; le seguíamos yo inmediatamente detrás suyo; y atrás de mí venía Eugenio. Los tres procurábamos no mover las rocas, pisar únicamente las piedras grandes. Todos nos movíamos con parsimonia, que se antojaba una violenta antítesis contra mis nervios, mi emoción, que tenían a mi corazón latiendo descuidada y desenfrenadamente. Teníamos que cuidar dónde colocábamos la bota, dónde clavábamos el palo para caminar, dónde había que caminar erguido y dónde hacerlo agachado. Aslan ponía el ejemplo y yo lo iba siguiendo. Y cada que este último se detenía, me daba un vuelco el alma entera y trataba de adivinar lo que el guía local había visto. Esto último significaba un dilema entre quedarme quieto o usar mis binoculares. Pero siempre antes de que pudiera llevármelos a los ojos, Aslan reanudaba el paso. Y el ascenso continuaba. 

Soy de los cazadores que se muerden la lengua; siempre he preferido convencerme, aferrarme a la idea de aceptar que los guías saben lo que hacen; que quieren que la caza resulte un éxito tanto o casi como uno como cazador lo desea. Así que no los agobio con preguntas ni sugerencias. Sobre todo cuando todo indica que efectivamente están demostrando saber lo que hacen, y que se nota que lo hacen bien. Y aunque la duda y la incertidumbre carcomen, enervan, me aguanto. Por eso no tenía idea de lo que pasaba a lo lejos; por eso yo me limitaba a seguir instrucciones e imitar a mi guía. Hasta que unos cuarenta minutos después se detuvo y nos pidió a Eugenio y a mí que nos acercáramos.

Que a unos cincuenta metros estaban tres tures. Uno de ellos parecía bueno. Sin embargo, que ya se les veía algo nerviosos; que tenía que llegar arrastrándome a una mata, ahí pararme y tirarle al de en medio, sin mamposta alguna. Que, si empezaban a chiflar los tures, me preparara para tirar en movimiento, pues que los chiflidos significaban que estaban por arrancarse en una carrera despavorida. Y yo desconcertado, que está bien. Que ahí voy. Y me empecé a arrastrar. Pero en ese instante pensaba que estaba todo, menos bien. Sí muy emocionante y muy estilo cacería en Asia; mas para nada estaba bien. No obstante, me decía a mí mismo, que era la primera tarde, que ni siquiera era el primer día; y pues no perdía nada jugando a los dados con lo que quedaba de luz. Así que ahí iba, medio gateando, medio a rastras, con el rifle en la mano derecha. Y cuando llegué a la mata indicada, de rodillas subí lo más silenciosamente que pude un tiro a la recámara. Acto seguido, me puse en cuclillas y lo más lentamente que pude me empecé a poner de pie.

Y ahí estaban tres tures, viéndome fijamente. Ubiqué al de en medio y me llevé el rifle al hombro. Cuando tuve en la mira a la cabra, quité el seguro y, justo en el momento en que me disponía a poner la falange del dedo índice derecho en el gatillo, el animal empezó a correr. Eso no me distrajo, pues seguí al tur, coloqué la cruz un poco delante de donde quería impactar. Volví a poner el dedo en el gatillo. Me disponía a apretar, cuando escucho que ¡no, no, no! ¡Stop! ¡Don’t shoot, please! Y yo, mirando atrás de mi hombro a los hombres, que ¿por qué chingaos no?, pregunta que seguramente ni Aslan ni Eugenio entendieron; pero ambos me decían que no, que malenki, ¡malenki! Que estaba chico. 

Bajé el tiró, me senté y exhalé con fuerza. Esperé rezando a que no me diera un infarto. Al percatarme que estaba fuera de riesgo, encendí un cigarro y le pedí a Eugenio que se acercara para que me explicara qué había pasado. 

Resulta que durante el asecho seguramente los tures se habían movido. Eran poco más de las seis de la tarde, lo que significaba que era la hora del día en que los animales se movían a pastar. De resultas, los tures que acabábamos de ver eran otros a los que habíamos divisado desde lejos. 

Por lo empinado de la ladera y por lo alto en que nos encontrábamos no podíamos ver mucho de lo que teníamos debajo de nosotros. Desde donde estábamos podíamos ver la continuidad del cañón y sus declives. También teníamos frente a nosotros, como a unos seiscientos metros, otra colina. Y en la intersección del cauce, a unos cuatrocientos cincuenta metros, se vislumbraba un área grande de pasto. De tal manera que Eugenio decidió esperar a que anocheciera, esperando a que los tures que pudieran estar en las inmediaciones se dirigieran a comer a la hierba antes referida. 

Esperamos unos veinte minutos. El sol ya alumbraba únicamente la montaña que teníamos de frente. Y justo ahí apareció un grupo de unos seis tures que se dirigían a trote al pasto.

Me llevé los binoculares a los ojos y, sin titubear, le dije a los guías que quería el de hasta adelante. El que lideraba al grupo. Que yo lo veía grande, y que con eso debía bastar.

Eugenio me dijo que me apurara, que buscara dónde acomodarme y preparara mi torreta para tirar a cuatrocientos metros. Me encargué de hacer la modificación, pero no lograba acomodarme. No había donde acostarme o sentarme para buscar una buena mamposta. La tierra y las piedras se sentían como una pared a mis espaldas. Los vigores me apuraban, me urgían a encontrar un sitio de donde tirar. Esos mismos nervios me hicieron aventarme al suelo como pude y colocar el cañón hacia el pasto al que supuestamente llegarían los borregos. Que dios repartiera suerte y va por ustedes, pensé. 

Pero los tures nunca se detuvieron en el pasto. Entonces le entregué a Eugenio mis binoculares y le dije que me midiera la distancia: que quinientos veinte. Y puse mi torreta. Busqué al grupo de tur que trotaba ante mis humedecidos ojos hacia la cima de la ladera que teníamos de frente. Adelanté un poco y apreté el gatillo. ¡Miss! Me dijo el guía. Y yo que ¡chingada madre! Que por favor me dijera cuando llegaran a seiscientos metros, que es el tope de mi torreta. Recargué. Hice la modificación y esperé la indicación. ¡Seiscientos metros, murmuró Eugenio! Y yo que ahí va. Y apreté el gatillo nuevamente. ¡Miss! ¡Pero que por poquito! Y yo para mis adentros, con ironía, ¡qué consuelo! ¡Por poquito! Y los tures siguieron sin detenerse hasta la cima de la montaña de enfrente.

No corté. Dejé el cartucho percutido en la recámara. Me aseguré de dejar el rifle bien acomodado y, con violencia, me hice para atrás y me dejé caer de espaldas, con la mirada hacia el cielo. Volví a exhalar y me llevé las manos a los ojos. En mi interior sentía cómo la frustración me envenenaba la sangre. Me dolía la espalda y los hombros. Y me repetía una y otra vez que qué de la chingada es fallar. A mi lado Eugenio seguramente me veía, pero decidió darme un momento. Y me lo dio. Luego me puso una mano en el hombro y me dijo que me fumara un cigarrillo; que no pasaba nada; que había estado sumamente complicado. Que no me preocupara; que esto apenas comenzaba. 

Me fumé el cigarro con Eugenio; fumaba y me seguía lamentando. Ambos repetíamos nuestras versiones del momento en que se hicieron los dos tiros una y otra vez. A unos metros, Aslan se mantenía alejado de nosotros viendo a un punto a través de los binoculares. Los tenía dirigidos hacia donde los tures habían corrido. Y cuando terminamos de fumar se nos acercó e intercambió unas palabras con Eugenio. Al terminar su breve conversación, éste se me acercó y me dijo que lo que yo dijera, que él no sabía qué decirme; pero que Aslan tenía ubicados a los borregos. Que usó mis binoculares y que estaban a alrededor de un kilómetro de distancia. Básicamente lo que proponía era que le enseñara a dónde apuntar y que lanzaría un tiro a un pedrusco que se encontraba justo en medio de los animales; que, si le pegaba a la piedra, éstos regresarían por donde habían venido; lo que significaba una segunda oportunidad.

Yo consideré la idea no solamente descabellada, sino que rayaba en la magia negra. Empero quedaba menos de una hora de luz y no teníamos nada que perder. En consecuencia, le di instrucciones a Eugenio para que le explicara al otro guía dónde más o menos debía apuntar para hacer blanco a mil metros, considerando el tamaño de la piedra. Hechas las explicaciones, le pasé el rifle a Aslan. Este último lo tomó, subió tiro, apuntó mamposteándose en una rodilla y disparó. Pegó. Todo esto sin vacilar. Insisto, se veía que sabía lo que hacía. 

A los pocos segundos de la detonación, Eugenio, emocionado, me espetó que ahí venían los tures; que no lo podía creer; pero que me fuera acomodando; que setecientos, que seiscientos, ¡que quinientos metros! Que, get ready! Y aunque los tures se desviaron y los perdimos de vista; no obstante, Aslan seguía emocionado; y me pidió que lo siguiera, que nos deslizáramos sentados hacia el borde de la ladera. Eugenio y yo lo seguimos. Y al llegar al punto, el local nos dijo que aquí aguardáramos. Que ahí abajito iban a salir. Que el de adelante seguía siendo el bueno. Y otra vez Eugenio: be ready. Subí tiró. Y entonces de mi lado izquierdo salió un tur. Lo vi inmenso. De inmediato me llevé el rifle al hombro. La torreta ya estaba a doscientos veinte metros. Y yo que, Eugenio, ¿distancia? Y éste que ciento setenta y ocho metros. Esa distancia no requería modificación alguna a la torreta, por lo que apunté sin mampostearme y jalé el gatillo. Tras el impacto, vi al tur a través de mi mira caer, y luego posteriormente lo vi rodar.

Sentía los abrazos, tanto de Aslan como de Eugenio. Yo me encontraba entre los dos. Escuchaba como de lejos sus felicitaciones. Mi entusiasmo y euforia estaban como oprimidas por el desconcierto. Me sentía petrificado. No podía creer lo que había sucedido. Mas un par de segundos después, levanté el cerrojo, dejé el rifle, y devolví los abrazos entre gritos y risas. 

Era un regalo, un regalo del cielo, un regalo de Héctor, sin duda. No había otra explicación. 

Luego todo se tiñó de naranja y contemplé uno de los atardeceres más bellos que he visto en mi vida. Y agradecí a los dioses y al universo. Me habían sido propicios. 

El descenso a cobrar la pieza abatida fue tortuoso, lento y un poco peligroso. Pero caminamos con cuidado. Y al poner mis manos en mi segundo tur, en el Mid-Caucasian Tur, sentí un enorme respeto y agradecimiento. Porque cazar cualquier tur es un gran logro cinegético. Muchos los consideran los animales de montaña más difíciles del mundo. Y mi cacería había sido un éxito, por increíble que se sintiera. 





Esa noche cenamos todos juntos en la tienda de campaña de los guías. Tomamos un poco de vodka y mezcal y dormidos el sueño de los justos. En la madrugada no sopló el viento. Nada más brillaron con intensidad una inmensa luna llena y un millón de estrellas. Al día siguiente tocaba descender y comenzar a planear el traslado a la República de Karacháyevo-Cherkesia por el Kuban Tur. Esto, como bien había dicho Eugenio, apenas comenzaba.



Continuará. 

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Cacería de Mid-Caucasian Tur en el Cáucaso I

Dice Sabina que en Comala comprendió que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, yo volví al Cáucaso. Tres años después de haber sentido ese vértigo helado y escalofriante que sólo las cimas de esta cordillera pueden provocar, regresé con Felipe Echenique, mi padrino, a las montañas que fungen como la prisión de Belcebú, por sus imposiblemente empinadas laderas y sus altísimos y filosos cantos. 

Primero vivimos el terror y el deleite en Azerbaiyán; ahora sería en las repúblicas de Kabardia-Balkaria y de Karacháyevo-Cherkesia, en Rusia. 

En nuestra primera expedición al Cáucaso habíamos tenido éxito: cada uno volvió a casa con un majestuoso Dagestan Tur. Ahora tocaba probar la suerte con el Mid-Caucasian y el Kuban Tur. 

La aventura inició un once de agosto de dos mil diecinueve. No llovía. Pero iba a llover.

Llovió cuando camino al aeropuerto me enteré que acababa de fallecer mi entrañable amigo Héctor Zamora, ‘El Científico’. Así que dejé México con el corazón empapado y con la promesa de dedicar mi cacería a don Héctor, que, al igual que yo, en esos momentos también emprendía un viaje, mas siendo el suyo perenne y a horizontes mucho más lejanos que el mío. 

Por mi parte, como le dije a mi padrino citando al Che, otras sierras del mundo reclamaban nuestros modestos esfuerzos. El infinito aún puede esperar. 

Tres días de viaje. Primero dormimos sobre el Atlántico; también lo hicimos a unas cuadras de la Torre Eiffel; por último, pasamos otra noche en el aeropuerto de Moscú; todo esto antes de llegar un soleado catorce de agosto a Minerálnye Vody, una pequeña ciudad rusa que funge como portal de acceso de las aguas minerales del Cáucaso; de ahí su nombre, que significa literalmente agua mineral. 



En el aeropuerto de Minerálnye Vody nos esperaban dos camionetas. Una se llevaría a Felipe a la República de Karacháyevo-Cherkesia y la otra nos llevaría a mí y a Eugenio, el guía e intérprete que me asignó la empresa Stalker Group, a la República de Kabardia-Balkaria. Es decir, en este punto, los caminos del padrino y míos se separaban. Echenique iniciaría su travesía en búsqueda del Kuban Tur y yo la mía, con miras en hallar un bonito ejemplar de Mid-Caucasian Tur. 



Un fuerte abrazo, expresiones de aliento y deseos febriles de suerte y éxito fungieron como el preludio a la cacería. Buena suerte y hasta luego, diría Calamaro. 



De camino al campamento base paré en un pueblo llamado Nalchik donde me corté el pelo; posteriormente visitamos un pequeño restaurante donde comí con mi guía y el chófer, Tomás. Bebimos Tarjun y cerveza; y comimos vegetales y kebab. Todo exquisito e ideal para afrontar con sueño las tres horas restantes que nos faltaban por recorrer para llegar al área de cacería. Y así fue: las pasé dormido, pero no concilié el sueño hasta que me mostraron al gigante de Europa: el Monte Elbrus. Entonces sí me quedé profundamente dormido y soñé con montañas y turs.




Desperté en las faldas del Cáucaso. Todavía no habíamos llegado al campamento base, pero me comentaron que en el sitio en el que nos encontrábamos verificaríamos que el rifle estuviera tirando bien. Así que nos apeamos del jeep y preparamos todo para hacer dos o tres tiros a cien metros.

Disparé en un par de ocasiones y ambos tiros pegaron básicamente en el centro, por lo que no llevé a cabo modificación alguna en la mira telescópica. Todo pintaba bien. En un futuro no habría excusa ni pretexto en caso de fallar algún tiro. 



Eran alrededor de las siete de la noche cuando por fin llegamos a la cabaña. Nos recibieron los guías locales: Hassan, Aslan y Kirin. El sol ya se había puesto sobre las cimas del Cáucaso. Comenzaba a soplar un viento fresco y las primeras estrellas empezaban a brillar sobre nosotros. Ninguna nube amenazaba la cacería. Todos desbordábamos optimismo.

Después de los saludos y las presentaciones correspondientes, nos instalamos para pasar una noche en la agradable cabañuela. Una vez instalados, nos reunimos en una terracita, donde destapamos un par de cervezas y disfrutamos de las últimas luces del quince de agosto fumando cigarrillos, tomando cerveza y hablando de cacería.




Durante la cena, descorchamos una botella de whisky y cada quién tomó la palabra para hacer un brindis previo a la caza. Los guías locales se veían experimentados; los tres mostraban surcos en el rostro afilado y tostado por el sol, canas en las sienes y bigotes del color de los glaciares. Pero al mismo tiempo, sus palabras estaban llenas de sabiduría y sus movimientos de energía y fuerza. Sabía que podía confiar mi vida en sus manos y en sus caballos. A nadie se le tiñe el pelo de blanco ni se le curte la piel viviendo sin cuidado en las montañas. Dicho esto, les expresé el honor que representaba para mí escalar el Cáucaso con ellos, cazar a su lado, y les aseguré que siempre y en todo momento haría lo que ellos me indicaran y seguiría sus instrucciones sin jamás titubear. La seguridad se anteponía, como prioridad en la cacería. Si hay un lugar en el mundo que se tiene que pensar cada paso y valorar la vida en cada segundo es el Cáucaso, y eso lo sabíamos todos los que compartíamos el pan y el vino aquella noche del quince de agosto. 

El dieciséis de agosto inició con calma y sin prisas. Dormimos hasta el buen despertar, nos dimos un baño frugal, desayunamos, y preparamos los caballos para subir a las montañas. No fue sino hasta las once de la mañana que iniciamos el ascenso. De acuerdo a los guías, la cabalgata sería de seis horas; así que todavía tendríamos un par de horas de luz para montar campamento y lentear el área una vez que llegásemos al punto que se tenía contemplado alcanzar esa tarde. 

Durante el camino vimos caballos y yaks por doquier, cruzamos un río y múltiples arroyos. El sol brillaba con fuerza, pero también soplaba el viento. El clima se sentía cálido y tranquilo en el cuerpo. Mi caballo se dejaba cabalgar sin problemas. Todo se sentía en paz, se percibía belleza e inmensidad. Porque el Cáucaso es verde y florido, pero también es un templo de agua. Conozco pocas cordilleras tan llenas de vida. Sin embargo, en estas montañas también se siente una energía intimidante que de cuando en cuando huele a miedo y muerte. Por eso siempre he dicho que en el Cáucaso se deleita y teme uno todo el tiempo; la experiencia de ascender estas montañas es una confrontación entre el regodeo provocado por las deliciosas vistas y el terror que causan los precipicios, los acantilados, los glaciares.



A eso de las tres y media de la tarde agenciamos los tres mil metros de altura. Cuando los árboles quedaron atrás, la emoción comenzó a florecer. Ya nos sentíamos en terreno alpino, en territorio de caza. Ahora quedaban pocos kilómetros que recorrer, pero el andar se haría más lento, porque a partir de entonces realizaríamos paradas intermitentes para gemelear los cañones y laderas aldedañas. Empezamos en el primer puerto que alcanzamos después de un largo ascenso desde el valle. 



Nos bajamos de los caballos y empezamos a lentear. A los quince minutos, Kirin ya había ubicado a un tur que descansaba a la sombra de un risco a poco más de un kilómetro de distancia. Me comentaron que por el color del pelaje y el tamaño del cuerpo debía tratarse de un ejemplar maduro. Además, nos comentó el hombre mientras lo veía a través de sus binoculares, se encontraba relativamente cerca de donde teníamos pensado levantar el campamento. Por consiguiente, el guía nos apuró a todos a reanudar la cabalgata. No había mucho tiempo que perder. Y de acuerdo a los guías, con un poquito de suerte podíamos intentar dar caza a ese borrego en poco más de una hora.

La emoción comenzaba a electrificar la sangre. Ansioso y torpe volví a montar mi caballo y seguí a Kirin, que encabezaba la cabalgata. Montamos hacia una arista que se elevaba al este, sobre una angosta vereda que serpenteaba hacia el cielo, donde se perdía en el espejismo. Al llegar a esa cima, el camino cubierto de laja continuaba mucho más regular y plano. Cabalgábamos todos en silencio, con el ruido de las herraduras y las piedras como música de fondo. En ese momento, el viento soplaba más calmo. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, y ya nos situábamos a medio camino de donde pretendíamos tirar al tur. No obstante, todo se vio interrumpido, pues de pronto Kirin se bajó de su caballo y, arrastrándose, se situó detrás de una roca, binoculares en mano. Luego, nos hizo señas para que todos nos bajáramos. Y eso hicimos.

Acto seguido, todos pecho tierra y hombro con hombro veíamos a otro tur echado a media ladera, en el cañón opuesto a nosotros, como a dos kilómetros de distancia. También se veía bueno. Pero el lugar en el que se encontraba estaba mucho más lejos que el primer tur que habíamos visto desde el puerto de donde veníamos. Así que decidimos dejar este segundo Mid-Caucasian para mañana, en caso de que algo saliera mal en el asecho al que teníamos pensado dar caza en una hora. 

Seguimos cabalgando. Llegamos al punto de donde comenzaríamos a caminar. Nos quedaban dos horas de luz, por lo que optamos por dividirnos. Kirin iría por agua al arroyo y se encargaría de montar campamento, en lo que nosotros hacíamos el intento de cazar el tur. 

Mochilas y rifle al hombro, iniciamos el camino. Sin embargo, a los pocos minutos, Aslan, que lideraba la marcha, se echó al suelo y nos señaló a un grupo de hembras que lentamente se dirigían exactamente al punto a donde nosotros queríamos llegar. Esto complicaba el plan, ya que, si espantábamos a las hembras, éstas sin duda en la huida asustarían al macho, y todo se caería a pedazos, principalmente nuestras esperanzas y nuestros nervios. Consecuentemente, Eugenio sin perder tiempo, dijo que nos regresáramos, tomáramos los caballos e intentáramos el segundo tur que habíamos visto desde el punto alto del borde de la montaña, que yacía en la ladera opuesta. Pero rápido, que quedaban poco menos de dos horas de luz.



Los tres estuvimos de acuerdo en que teníamos que dar marcha atrás e intentar el plan B que había expuesto Eugenio. Por lo tanto, nos regresamos, tomamos cada quién nuestro caballo, y nos dirigimos al fondo del cañón vecino, que era un río seco, cubierto de piedras lisas y de distintos colores, como verde, gris, rojo; un espectáculo y una amenaza a los tobillos, sin duda. 

Continuará


viernes, 22 de marzo de 2019

La cacería de buro que nunca fue


A mis hermanos Ivanes, con todo el cariño del mundo


Cuando le dije a mi hermano Iván que iba a contar lo que nos sucedió aquella noche, me pidió que no lo hiciera; que para qué, si nadie me iba a creer. Sin embargo, aquí estoy, dispuesto a contarlo todo; no me importa si me creen o no. Porque esta historia no la cuento para ustedes, sino la escribo para mí; para no olvidarme de ésta nunca, para siempre tenerla presente, para en todo momento tener el recuerdo a la mano, pues me servirá durante toda la vida para reflexionar sobre la misma.

Todo empezó una madrugada helada, completa y totalmente despejada. Nunca antes había amanecido el rancho Cirios tan frío. Recuerdo perfectamente que ese día salí de mi bungaló y me sentí congelado, pero debajo y en el centro de la bóveda celeste, con el infinito ampliándose sobre mí. Sin ser experto en astronomía, pensaba que en ese momento se alcanzaban a ver desde ese lugar hermoso en Sonora todas las estrellas del universo. Por eso me perdí un rato en el cielo, sin importarme la gelidez de mi entorno. Algo allá arriba me tenía hipnotizado, hasta que un grito de buenos días me sacó de mi ensueño.

Esa mañana, por motivos diversos, Iván y yo íbamos a salir solos de cacería, sin George ni el Peludo, los guías; ni el Paco, el vaquero; ni nadie. Todos tenían cosas que hacer. Y nosotros dos queríamos a fuerza salir a buscar un buro. Así que lo hicimos. Y desde el principio, comenzó lo anormal, pues pedí manejar yo la camioneta; a lo que Iván no mostró objeción alguna ni tuvo reparo en que yo condujera ese día.

Salimos a eso de las seis de la mañana. A esa hora, el cielo de Sonora empezaba a teñirse de carmesí y en el horizonte comenzaban a vislumbrarse las montañas, que se recortaban como dedos frente al Mar de Cortés, en ese punto en que todo se pinta de color bergamota, naranja, el color de la arena cuando se humedece con sangre. Sin duda el litoral sonorense es de los más bellos del mundo, precisamente por los espectáculos que ofrece a la vista a la hora de amanecer y cuando se pone el sol, con la serranía de cuna y el mar y el cielo de techo.

Las primeras horas pasaron en quietud. Aunque la temperatura glacial de esa mañana prometía buen movimiento de caza; no obstante, curiosamente durante horas no vimos nada, ni pecaríes ni borregos cimarrones ni venados cola blanca ni codornices ni buros. Ni siquiera las hembras, que suelen ser las más presumidas, se dejaban ver ese día, que ya comenzaba a llenarse de una energía extraña. Lo único que desfilaba para nosotros eran los saguaros gigantes, los palo fierro invencibles, las chollas filosas, los palo verde encantadores, los mesquites tupidos, los cirios extraterrestres. Y nosotros avanzábamos, sin rumbo fijo, adentrándonos cada vez más hacia el corazón del desierto, hasta que dio el medio día, y entonces todo cambió, la paz se esfumó.

Por increíble que parezca, hasta ese momento, Iván y yo no habíamos intercambiado palabra alguna. Durante todo ese tiempo había reinado entre nosotros ese silencio sepulcral cuyo sonido solamente puede ser cómodo y plácido cuando se escucha entre dos personas que se tienen absoluta confianza y mutuo cariño. Pero ese sosiego se vio resquebrajado abruptamente por un ruido extraño que hizo la camioneta.

— ¿Qué fue eso, hermano?—pregunté a mi hermano Iván, que comenzaba a cabecear a mi lado—. Esta madre está fallando.

— ¡P’ta madre, se me hace que sí!—comentó Iván secamente—. A ver, hermano, párate.

— Me paro—, dije mientras pisaba el freno y ponía la camioneta en ‘Parking’.

— Apágala, por favor, hermano. 

Apagué la camioneta y los dos nos apeamos. Ambos nos estiramos al mismo tiempo. Llevábamos cientos de minutos sentados, manejando, sin siquiera habernos parado a orinar o a estirar las piernas. Ya habían pasado por lo menos seis horas. La temperatura había subido. La luz del sol caía como plomo sobre nosotros. En el cielo no se atisbaba ninguna nube, solo su azul eléctrico que se fundía con el azul más opaco y grisáceo del mar. 

Una vez espabilado, me salí un metro de la brecha para tirar el agua; el hermano Iván hizo lo propio. Los dos buscábamos cualquier actividad, pretexto o quehacer, antes de aceptar la cruda realidad de que no teníamos ni idea de cómo afrontar el problema que nos representaba la camioneta. Íbamos a evadirlo durante todo el tiempo que fuera necesario. Por lo que una vez concluidas nuestras necesidades básicas y naturales, tomamos cada uno sus binoculares y empezamos a gemelear los alrededores en busca de un buro. Pero al no encontrar nada, a los quince o veinte minutos tuvimos que hacer frente a la complicación.

— ¡Chingue a su madre!—gritó Iván, mientras se dirigía al vehículo, llevándose las manos a la cara con violencia—. ¡Los pinches radios!

— No mames, hermano... No me digas que se quedaron cargando—. Lo primero que hice fue sacar mi celular del bolsillo y ver la pantalla. Para mi horror, no teníamos ninguna señal—. Y aquí no hay señal.

— Ver... Sí... Ayer los bajé para cargarlos, por si íbamos al cerro del calzoncillo a hacerle la cacería a los buros, como ya le hemos hecho antes. Y se me olvidaron— me explicó Iván, que a su vez también veía con ansiedad la pantalla de su teléfono, que igualmente indicaba que no tenía servicio en ese sitio.

— ¿Y ahora—pregunté nervioso—, qué vamos a hacer?

—P’ta, no sé, hermano. Porque el Peludo, el George y el Paco van a estar buscando el borrego que ‘maltiró’ el gringo; y eso puede tomarles toda la noche. ¡Y luego pa’que nos encuentren! ¡No! Va a estar cabrón.

—Verga...—fue lo único que pude expresar, mientras una extraña angustia comenzaba a envenenarme la sangre.

—Yo creo...—comenzó diciendo Iván, pero se interrumpió por un segundo, mientras comenzaba a ver a su alrededor—. Yo creo que la carretera es nuestra mejor opción. Está en casa de su puta madre; pero no hay pierde. Es para allá—dijo señalando hacia el este, en el sentido opuesto del mar—. Si le caminamos, a huevo llegamos, y ahí pedimos que nos den un aventón. Porque por aquí no va a haber señal de celular.

El plan tenía sentido. Pero sobre todo, en ese momento no teníamos otras alternativas. Así que tomamos nuestras mochilas, las llenamos de botellas de agua, y cada uno con su rifle al hombro empezamos a enfilarnos en dirección a la carretera.

Las primeras tres horas transcurrieron entre risas y tragos de agua. El hecho de tener un plan, una opción, nos había tranquilizado. Empero con el paso del tiempo, cuando el atardecer se percibía próximo, los ánimos comenzaron a caldearse. Un nerviosismo mezclado con miedo empezó a sentirse en el ambiente. Yo cada vez preguntaba con más frecuencia si ya estábamos más cerca; y mi hermano Iván que sí, que ya nada más pasando esa loma se va a ver la carretera; pero al no suceder nada, me arrancaba yo de nuevo, que si sí íbamos bien; que si no estábamos perdidos; que si seguíamos en el rancho; a lo que Iván, cada vez más molesto y agobiado, me respondía que sí, verga, que sí vamos bien; que no estamos perdidos, que ya falta poco; que tranquilo. Pero para mí cada vez me resultaba más difícil tranquilizarme. Porque ya nos habíamos acabado el agua y ya no se veía nada a un palmo de distancia, pues una noche sin luna nos sorprendió a los dos, en medio del desierto, y con la carretera en ninguna parte.

Dejé de contar las horas. Por eso no tengo idea qué hora era cuando, sin pila en los celulares, pues tanto Iván como yo los habíamos usado de linternas; sin agua ni comida en las mochilas; con la boca reseca y los hombros adoloridos, por fin escuchamos el rugir de la carretera. Cuando la vimos, los dos soltamos una carcajada histérica y nos abrazamos. Luego, apoyados cada uno en el hombro del otro, caminamos, dando tumbos, tropezando con chollas, cayendo en agujeros, en dirección a las luces de los coches que pasaban como relámpagos frente a nosotros. 

Antes de salir, Iván me exhortó a esconder los rifles debajo de un mesquite; que al día siguiente podíamos regresar y los encontraríamos sin problemas; que dejaría papel de baño amarrado en el alambre de púas para ubicarlos rápidamente. Y eso hicimos, medio enterramos nuestras armas, dejamos lista la señal, y, después de pasar por debajo de la cerca, caminamos al filo de la carretera para pedir un aventón a la casa del rancho. Ninguno de los dos teníamos idea de dónde estábamos. Pero por lo menos, durante un instante, nos sentimos más seguros; sensación de seguridad que inmediatamente se evaporó, pues como por arte de magia, o por crueldad del destino, justo cuando por fin nos encontrábamos donde queríamos estar, súbitamente los coches dejaron de pasar. 

Esperamos inquietos, en silencio e inmóviles, durante aproximadamente diez minutos. Luego Iván comenzó a caminar en dirección a, según él, la casa. Yo lo seguí. Ya no me sentía con fuerzas para nada. No quería alegar ni opinar. Estaba sediento, exhausto, ansioso. Lo único que quería era salir del desierto, tomar agua y cerrar los ojos. Tenía sueño, sed, hambre, frío. Por eso caminaba ya sin voluntad, como por instinto. Y entonces se sintió un céfiro helado, que hizo que los dos nos detuviésemos en seco y nos frotáramos los brazos. En eso estábamos cuando a lo lejos se escuchó el ronroneo de un motor. Lo que provocó otro estallido de carcajadas, gritos, juramentos, y risas. 

En ese momento todo era oscuridad y el ruido del coche que se aproximaba. Pero segundos después la luz mortecina de los faros de una camioneta vieja se dibujaron a lo lejos. Iván y yo desesperados comenzamos a hacerle señas para que se detuviera. Entre gritos de súplica, saltos y manoteos, desde muy lejos rogábamos que se parara quienquiera que iba conduciendo. Y afortunadamente, mientras veíamos nuestra salvación aproximarse, ésta también aminoraba la marcha, lo que nos llenaba de esperanza y felicidad. Pronto lo tuvimos frente a nosotros, completamente detenido, a un hombre joven, de rostro amigable, que sin mayor preámbulo nos invitó a que nos subiéramos con él. Y eso hicimos.

Era una Dodge vieja. No sabría que año ni de qué color. Los asientos de piel nos recibieron en un cálido abrazo que nunca voy a olvidar. Nos acomodamos, y a la pregunta expresa de a dónde nos dirigíamos, Iván le respondió que se siguiera rumbo al puerto, como iba, y que él le diría donde parar.

Me habré quedado dormido uno o dos minutos, pero cuando desperté, de lo primero que me percaté fue de que Iván dormía en el asiento del copiloto profundamente, con la cabeza recargada en el hombro izquierdo y roncando con ferocidad. Al frente, la noche profunda y las líneas del camino precipitábanse con violencia contra nosotros. Acto seguido, busqué a lo lejos las luces del puerto para cerciorarme de que no nos habíamos pasado. Ahí estaba ese brillo tenue. Eso me tranquilizó. Pero de manera paulatina mi tranquilidad se fue desintegrando. Primero porque sentía un frío como el que nunca he sentido en mi vida; y en segundo lugar, porque me di cuenta de que quien conducía la camioneta era una persona completamente distinta de quien nos había recogido antes. Ahora el que tenia las manos sobre el volante era un anciano decrépito, que no paraba de envejecer.

Ahogué un grito de terror. Me contuve; pero las ganas de gritar me parecían con cada segundo que pasaba más incontenibles; las sentía insoportables en la garganta y en la boca. Sobre todo cuando vi con claridad cómo el tejido de la piel del viejo que manejaba la camioneta se descomponía y se le desprendía a jirones. Luego el iris del ojo que alcanzaba a ver se derretía. Yo no podía creerlo. No me podía mover. Todo debía ser una pesadilla. Pero no podía pellizcarme ni hacer nada para despertar de ese infierno de horror. Me sentía obligado a ver cómo el conductor se convertía en un cadaver, que de pronto me volteó a ver y me sonrió de la manera más espeluznante. Luego, volvió la mirada al camino y aceleró.

La camioneta bramó y salió disparada a una velocidad que parecía imposible en un auto tan viejo. Pero era una realidad. El ruido de cada pieza vibrando y la escena del cofre devorando la carretera no dejaban lugar a dudas: íbamos por lo menos a ciento ochenta kilómetros por hora en dirección a una curva que serpenteaba una pared de piedra. No tardé ni una milésima para entender y asimilar que en unos instantes más me iba a matar con el impacto. Y así sucedió: parpadeé, y vi las rocas a un metro de la camioneta. Luego sentí un golpe en la cara, en el pecho, en las rodillas, que me causó un dolor como nunca antes lo había sentido. Después, todo fue oscuridad y silencio. 

Lo último que recuerdo fue que alguien abría la puerta de la camioneta. Primero fue sólo el sonido. Yo seguía con los ojos cerrados, esforzándome en así mantenerlos. Posteriormente, sentí sed y un dolor de cabeza espantoso. A lo lejos escuchaba una voz. Pero no alcanzaba a distinguir qué decía. Me dolía todo. Me sentía entumido y acalambrado. No quería abrir los ojos; pero después de un rato, no tuve más remedio; y cuando lo hice, una luz intensa me deslumbró. Ahí afuera seguían las voces, el resplandor, la silueta difusa de una persona que poco a poco se fue haciendo más clara, junto a su voz que me preguntaba que qué hacíamos ahí; que si estábamos bien. Era Paco. Volteé por instinto a mi derecha, ahí estaba Iván, que abría la puerta; yo me deslicé y me caí de la camioneta. De inmediato, el vaquero me ayudó a ponerme de pie. <<¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?>>, preguntaba y repetía, perplejo. Y Paco me decía que no sabía; que si estaba bien; y yo, que me tocaba el cuerpo, dudando, decía que sí; pero insistía que en dónde estaba; y me respondían que en el rancho. Y yo, que ¿quién me trajo? Y ellos, pues ya estaban todos, incluidos George y el Peludo, alrededor mío, que nadie; y, yo, con miedo, que ¿y la camioneta? Y el Peludo, que ¡ahí está! ¡En esa se vinieron! Y, ¿yo manejando?, pregunté; y todos que, ¡sí! ¿Si no quién más? Y yo me empecé a relajar, hasta que sentí sobre el hombro la mano de Iván, que al oído me dijo: <<Hermano, yo también soñé que la muerte nos daba raite aquí a la casa>>.

Fin