Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 14 de agosto de 2017

Cacería de Dagestan tur en el Cáucaso II


Segunda parte

La neblina se hacía cada vez más espesa. En cuestión de segundos nos vimos envueltos y acorralados por una niebla densa, impenetrable, que se antojaba como un tipo de oscuridad blanca, brumosa. Detuve mi caballo. Éste cada vez se sentía más nervioso. Porque conforme más perdíamos visibilidad, los ladridos de los perros se escuchaban con más fuerza y violencia. Era terrible escuchar aquella iracunda jauría sin poder ubicarla. Todo eran gruñidos y aullidos a nuestro alrededor. Pero teníamos que avanzar, cortar el cejo, seguir adelante, ascender a las cumbres del Cáucaso, antes de que la noche lo dominara todo. Porque de lo contrario, la fiereza de los canes no iba a ser el único peligro al que nos enfrentaríamos, sino a uno mucho mayor: a un ascenso a oscuras.

Poco a poco fuimos dejando a los feroces perros pastores detrás. Asimismo, una ligera y fresca llovizna comenzó a caer ligeramente sobre nosotros. Y como acto divino, un céfiro gélido se llevó aquella impertinente nube consigo. De esta manera, con la vereda despejada y con las montañas frías y silenciosas adornando el horizonte que teníamos de fondo, iniciamos el final de nuestro camino. La temperatura comenzaba a caer, y ninguno de nosotros iba bien abrigado. Por eso la cabalgata se silenció finalmente. Ya nada más amenizaba el ambiente el ruido que hacen los cascos de los caballos al caminar.

El último tramo consistió en descabalgar al pie de una loma de laja y piedras, y comenzar a subir jalando cada quién a su caballo. 

Una vez arriba, guías y cazadores comenzamos a montar nuestro campamento remoto, consistente en cuatro tiendas de campaña. Una vez montado, los guías se encerraron en la suya, y Felipe, Juan Fernando y yo nos quedamos platicando bajo las estrellas. Todo era expectativa, emoción, nerviosismo y entusiasmo. No queríamos enfundarnos en nuestras bolsas de dormir sin desahogar antes toda la agitación de la víspera del inicio de la cacería.


Creíamos que nos iban a sacar algo para cenar. Sin embargo aquella noche no cenamos. Luego de imaginar en voz alta y hasta el cansancio cómo se desenlazaría nuestra aventura, Felipe se retiró a su tienda, mientras que Juanfer y yo nos dirigimos a la nuestra. Quién iba a suponer que el día siguiente iba a amanecer como amaneció.

 

La primera mañana nos sorprendió a todos con un aguacero. Nuevamente no había visibilidad. Una niebla empapada y fría lo cubría todo. Esto significaba quedarse en la tienda de campaña, esperar a que el cielo se despejara, para poder intentar salir en busca de un tur. Y eso hicimos: tomamos te en silencio, expectantes, comimos galletas y esperamos. Esperamos una, dos, tres, y hasta cuatro horas; pero todo se mantenía igual: nada. La neblina se aferraba en permanecer, en ocultarlo todo.


Abatidos decidimos quitarnos las botas y resguardarnos del frío y la lluvia en nuestras casas de campaña. Sin embargo, una de estas, la de Felipe, tenía un problema: una gotera. Así que momentos después de meternos en nuestras tiendas, Felipe, ‘El Padrino’, acudió a pedirnos posada; la cual, como buenos cristianos, Juan Fer y yo, dimos; mas no sin antes usar la magullada y agujereada como bodega de nuestras mochilas, rifles, maletas, y demás parte de nuestro equipo.

Las horas pasaron y el clima se negaba a mejorar. Por consiguiente, no quedaba otra cosa que hacer más que aguardar en nuestras sencillas moradas. El trío de amigos acabamos por acomodarnos en la pequeña tienda de campaña, y agazapados aprendimos a dejar de contar los minutos. Sabíamos que de nada iba a servir desesperarnos. Por eso decidimos matar el tiempo contándonos chismes, historias, anécdotas de cacería. Hablamos de viajes pasados, e imaginamos viajes futuros; también comentamos sobre nuestros restaurantes favoritos, lo que parecía una especie de masoquismo, pues imaginar filetes jugosos, tacos, tortas ahogadas, un plato de pozole, dentro de una casa de tela, en medio de una tormenta, en donde un pedazo de salami constituye un manjar, no es otra cosa que infligirse uno un autocastigo psicológico terrible.

De pronto les dije, miren, y saqué de mi camiseta un collar. Me lo regaló Graciela. Cada pieza que cuelga tiene distintos significados. Por ejemplo: esto es un colmillo de madre perla, adornado con la efigie de un león. El felino tiene que ver con el signo zodiacal de mi futura esposa, que es Leo; y significa que con su fuerza me protege. Ahora, chequen este otro; es un cuarzo, y está revestido con incrustaciones célticas; vean las cruces, son símbolos de guerra y caza; y por último, este trébol, que en el centro muestra una especie de cruz. La idea es que para fortalecerlo, debo rezar el Padre Nuestro y el Ave María. Son los mantras que debo repetir para darle vida a este amuleto de la buena suerte. Así que voy a rezar mis mantras, para que todos tengamos buena suerte. Pero antes, padrino, ¿me enseña el Padre Nuestro y el Ave María?


El sueño nos venció y los tres dormimos una larga siesta. Cuando despertamos, ya no llovía. Apresurado abrí la puerta de la tienda y miré hacia afuera. Buenas noticias. Un viento fortísimo arrastraba a las nubes colina abajo. Como si los mantras hubiesen funcionado, una fuerza brutal despejaba el cielo con energía. Y nosotros felices aplaudíamos al azul del cielo. Lástima que fuera tarde; ya no daba tiempo de salir a cazar; pero si la presión se mantenía igual, el día siguiente iba a ser de cielos despejados y de un sol resplandeciente.

Cuando la ventisca se calmó, frente nosotros se extendió un lago de nubes. Parecía como si el valle que teníamos a nuestros pies fungiera como la cama de todas las nubes de Azerbaiyán. El paisaje lucía hermoso: cielos de un azul que se extinguía; estrellas que poco a poco comenzaban a encenderse; del mar de nubes brotaban picos, cumbres, rocas enormes, el Cáucaso. Y un silencio delicioso se instauró en las montañas. Por eso dicen que nubes en el valle, cazador en la montaña; nubes en las montañas, cazador en la cabaña, me dijo mi padrino, que contemplaba a mi lado el espectáculo de imponencia y belleza, boquiabierto, como yo.


El buen clima se mantuvo. Cuando apuramos la última taza de te, coincidimos en que si el cielo seguía tan estrellado a altas horas de la noche, lo más seguro es que la mañana siguiente amanecería igual. Incluso, recuerdo haber salido de mi tienda a orinar en la madrugada y sobre mi cabeza, en el firmamento, aún brillaban millones de estrellas. Terminando mis necesidades humanas, me volví a meter a la bolsa de dormir, recité mis mantras en silencio, y dormí tranquilo y profundamente. Sabía que al despertar sería un nuevo día.

Cuando desperté, constaté primero que nada que mis compañeros aún dormían. Para no despertarlos, me salí en silencio del sleeping bag y abrí con cuidado el cierre de la puerta de la tienda para asomarme y ver el clima. Horrorizado vislumbré una pared de niebla. No se veía a quince metros de distancia. Maldije y mis amigos despertaron. Vale madres, volvió a amanecer de la chingada, hermanos, les comenté a modo de buenos días. No mames, contestaron. Sí, miren, asómense. De la chingada. Igual o peor que ayer.

 

A pesar de la poca visibilidad, la humedad y la desilusión, Felipe, Juan Fernando y yo nos preparamos para salir. Con botas de cacería puestas y bien abrigados, disfrutamos de un frugal desayuno consistente en te y galletas. 

 

Al poco tiempo, volvió a soplar el viento; y por consiguiente, el cielo amagó con demostrarse. Esto nos entusiasmó tanto a nosotros, como a los guías, que comenzaron a alistarse. Todo indicaba que el segundo día de cacería vería acción. Eso nos reanimó y nos emocionó a todos. Por fin íbamos a cazar en el Cáucaso; finalmente tendríamos una oportunidad real de ver al mitológico dagestan tur, el trofeo considerado por muchos como el más difícil de cazar en el mundo. 


 

Poco tiempo después, los guías, entre señas, nos indicaron que nos íbamos, que sacáramos cualquier tontería de la mochila, y los siguiéramos. Así iniciaba el primer ascenso.


Cuando llegamos a una cordillera, los dos guías principales nos dividieron a Juan Fernando y a mí en un grupo, y a Felipe con el otro guía y un aprendiz de guía, en otro. Eran dos guías, dos aprendices de guía, y Magamet, que fungía como cocinero y aprendiz de guía al mismo tiempo. Juanfer y yo salimos con tres azerbayaníes, Felipe con dos. Nos deseamos la buena suerte, le mentamos la madre al América, y se inauguró formalmente la cacería de tur en Azerbaiyán.


Arrancamos descendiendo por una especie de escalera natural conformada por piedras lisas. Posteriormente, atacamos una cordillera de pasto y fuimos a dar a una enorme ladera de grava que se desplegaba casi hasta donde nuestras miradas llegaban. Cuando estábamos por llegar al punto donde convergen la piedra y el cielo, el guía principal nos pidió agacharnos y detenernos antes de llegar al filo. Hicimos lo que nos indicó y arrastrándonos con parsimonia nos posamos junto a él. Cuando me vio llegar, me señaló hacia abajo, donde un grupo de treinta tur pastaban tranquilos. En ese momento mi corazón y mis nervios amagaron con tronar. 

 


Continuará.