Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Cacería de Kuban Tur en el Cáucaso I


Lo peor que le puede pasar a un cazador es llegar a casa y no encontrar suficientes fotos de su trofeo recién abatido. Yo por eso me dedico a tomarle a mis trofeos todas las fotografías posibles. Y me retrato sosteniéndolos en una posición y luego en otra. También me tomo el tiempo para limpiar, maquillar, coser, si es necesario. Todo. Lo que haga falta para tener una enorme cantidad de imágenes inmortales, se hace o se intenta hacer. Siempre. Ahí quedará el recuerdo eternamente. Y con el Mid-Caucasian tur no hice ninguna excepción.

Pero la noche amenazaba con caer; y quedaba aún un largo trecho por recorrer para regresar al campamento, que seguramente para entonces Kirin ya había levantado. Así que, ya sobre nuestros caballos, le dije a Eugenio, que me apuraba, citando al Jefe: “Hey, I know is late. We can make it if we run”. Para mi enorme placer, mi guía, también fan de Springsteen, respondió: “Oh, Thunder Road, sit tight, take hold”. Y espoleamos nuestros caballos camino al ocaso. Detrás nuestro dejábamos una montaña y un recuerdo inolvidable. La cacería seguía.



Lo que le siguió a la cacería del Mid-Caucasian Tur fueron dos días larguísimos, de muchas más de veinticuatro horas cada uno de ellos. 



Despertamos un dieciséis de agosto soleado. Afuera de nuestras tiendas el sol amenazaba con caer con todo su peso sobre nosotros. El cielo, de un azul exaltado, se lucía impoluto e infinito. No se vislumbraba ninguna nube a miles de kilómetros a la redonda; solamente se apreciaba el Cáucaso en todo su esplendor, que se extendía a nuestro alrededor presumiendo altanero sus picos, sus collados, sus crestas, sus glaciares. Por su parte, los caballos pastaban tranquilos cerca del campamento. Los guías salían de su tienda, se estiraban, y saludaban entusiastas. ¡Dobroye utro! ¡Good morning! ¡Buenos días! Eran alrededor de las siete de la mañana. Pronto tocaría levantar campamento y descender a la cabaña.



El descenso fue a pie, jalando cada quién a su caballo. Tocaba devolverles el favor a nuestros corceles.  


Nos tomó cinco horas llegar a la cabaña. Llegamos sedientos y bronceados. También hambrientos y muy sedientos. Eugenio y yo decidimos no desperdiciar con agua la sed que nos aquejaba faltando una hora de recorrido. Aguantamos. Sabíamos que abajo nos esperaban unas ocho botellas de medio litro de cerveza Halvichny Zavod Nalchikskiy. Así que al llegar al campamento base sentimos un goce indescriptible cuando nos bebimos cada quién un litro de cerveza dándole grandes y larguísimos tragos. 

Refrescados y sin botas, pasamos a la cocina a que nos dieran de comer. Posteriormente empacamos y esperamos a que Tomás, el mismo chófer que nos había traído, nos recogiera para llevarnos al pueblo, donde pasaríamos la noche en un hostal de cazadores de la localidad. 

A eso de las dos de la tarde pasaron por nosotros. De camino al pueblo, pasamos a visitar las Cascadas de Chegem, atractivo turísitco de la región. Y ya en el pueblo, antes de que nos llevaran al sitio donde pasaríamos la noche, pedí que me llevaran a supermercados a tratar de encontrar una botella de Tabasco. Visité todos, chicos, grandes y medianos. Pero en ninguno encontré lo que buscaba. Tuve que conformarme con salsa Sriracha hecha en Rusia. Definitivamente era mejor que nada.



Arribamos al pequeño hostal de cazadores poquito antes de las ocho de la noche. Nos instalamos, nos dimos un baño, cenamos ensaladilla rusa y pollo, bebimos cerveza y fumamos.



Mientras cenábamos, Eugenio y yo no dejábamos de intercambiar anécdotas de cacería. Ambos repetíamos una y otra vez la cacería del Mid-Caucasian Tur. Porque los dos pensábamos que había sido algo insólito: los tiempos, las coincidencias, las decisiones que se tomaron. Pero sobre todas las cosas, el tiro de Aslan a la piedra a mil metros; que haya pegado, y que los tur hayan reaccionado tal y como el guía local lo había anticipado. Lo cantó. Contaba doble. Me iba a costar dejar de soñar en ese suceso. A Eugenio también, me confesó.



Ya entrada la noche comenzó a llover. La humedad despertó a los insectos, que no tardaron ni un segundo en rodearnos. Así que al terminar el último sorbo de lo que nos quedaba a cada uno de cerveza decidimos irnos a descansar. Al día siguiente viajaríamos a Cherkesk, capital de la República de Karacháyevo-Cherkesia. La aventura continuaba.

A las siete de la mañana del diecisiete de agosto Eugenio y yo desayunábamos huevos, pepinillos, queso fresco y salchichón. Bebimos cada quién tres o cuatro tazas de té y, después del desayuno, preparamos todo para viajar a nuestro nuevo destino.

Antes de que pasaran por nosotros, visitamos al taxidermista, que tenía su taller justo enfrente del hostal donde nos hospedábamos. Nos enseñó el excelente trabajo que había hecho con el cráneo de mi tur y su copina, que para entonces ya tenía debidamente cubierta de sal. 

No recogieron a eso de las once de la mañana. Y no fue hasta las cuatro de la tarde que llegamos a un pequeño hotel a Cherkesk. Ahí nos dieron a cada uno de nosotros una habitación. Dejamos las cosas y bajamos de inmediato a comer. Estábamos famélicos.

Afortunadamente abajo del hotel había un restaurante de comida georgiana. Ahí comimos carne asada, kebab, vegetales, quesos, pan, lavash. Y bebimos cerveza. Todo hasta atiborrarnos, pues no volveríamos a comer nada hasta quién sabía cuándo del día siguiente. 



Terminando el festín nos fuimos a dormir. No eran más que las seis de la tarde. Pero a la una de la mañana nos iban a recoger para trasladarnos a la casa del guía principal de la zona del Kuban tur. Así que más nos valía tratar de descansar, que iban a ser dos días con sabor a uno, muy, pero muy largos. 

Cuando el celular chilló al diez para la una de la mañana pensé que pocas cosas se sentían más antinaturales que escuchar la campanilla de un despertador a esa hora de la madrugada. Pero me espabilé rápidamente y salí de mi habitación cargando con todo mi equipo. Afuera nos esperaba Alí, que sería el encargado en llevarnos a Urupskiy Rayon, un diminuto poblado en la cercanía de las montañas, a dos horas de Cherkesk. Ahí vivía Gena, quien sería el guía líder en la cacería del Kuban tur.

La casa de Gena era pequeña, pero acogedora. Nos recibió con los brazos abiertos. Nos sirvió a cada quién un plato de gulash y un vaso de te. Al servirnos, no obstante, también nos urgió a que terminando de desayunar nos preparáramos para un viaje de dos horas en jeep ruso y una cabalgata de ocho larguísimas horas. Las montañas esperaban, y no había mucho tiempo que perder. Eran las tres de la mañana. El día recién empezaba, ¿o continuaba? Ya no sabía.



El viaje en jeep fue algo ondulante. Se atascaba, se apagaba. Mas yo nunca he visto un automóvil que aguante más que estos vehículos. Porque al final nos subió a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Un avance que agradecí enormemente. Y siendo las seis de la mañana, logramos alcanzar la zona donde nos reuniríamos con los otros dos guías, que venían con los caballos. 


Alberto y Vladimir, los otros dos locales que subirían con nosotros, nos alcanzaron una hora más tarde. El primero, quien de inmediato me llamó tocayo en ruso, tiozka, venía completa y absolutamente ahogado de borracho; toda vez que un grupo de jóvenes turistas le habían regalado una botella de plástico llena de vodka. El otro, Vlad, un ruso gigante y recio, era el hermano menor de Gena. 

Después de las presentaciones correspondientes y de rolar la botella de mano en mano, inició una cabalgata húmeda, empapada, blanca. Fueron siete horas de atravesar una espesa e interminable neblina. 


Mucho más de la mitad del camino fue en terreno alpino; es decir, por encima de la línea de árboles. La idea era cazar mientras nos dirigíamos al campamento. Sin embargo, la niebla no sólo nos obstaculizaba la cacería, sino que tampoco nos permitía contemplar los hermosos paisajes. 

Al final, ya entrada la tarde, jalando los caballos, descendimos a un valle. Conforme bajábamos, empapados y cansados, dejábamos detrás el pálido velo que cubría las montañas. Los árboles nos arrojaban gotas inmensas que se nos colaban por el cuello y nos arrancaban un estremecimiento de vez en cuando. Todos ya queríamos llegar al sitio donde levantaríamos el campamento. Y nunca olvidaré cómo cuando estábamos a unos quinientos metros, Gena se voltea y me dice en ruso, que ya falta poco; que menos de medio kilómetro. Vas bien. Pero aquí los Tur se ganan, no se regalan. Eso fue lo que me tradujo Eugenio segundos después. 

Continuará. 

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