Segunda parte
Resulta
imposible explicar o describir la sensación que impacta a uno cuando ve a un
borrego por primera vez. Se trata de un fuego que se cuela por los ojos y
calienta la sangre y el corazón.
En mi caso,
cuando me hinqué lentamente y me arrastré temblando y tratando de moverme de la
manera más parsimoniosa posible, recuerdo que venía pensando que cómo se verían
a través del telescopio esos borregos. Esos pensamientos se mezclaban con las
palabras que leí en los labios de mi guía: “three rams”, que no quiere decir
otra cosa que tres carneros, tres moruecos, tres borregos. ¡Tres! Y luego el
torbellino de dudas: ¿tiraré? ¿A qué distancia estarán? ¿Me podrán ver? ¿Y si
se van? ¿Habrá alguno bueno entre ese trío de dalls? Y me acerco al spotting scope de Steve; y Steve que
cuidado, ya está apuntado; y yo que, ¿a ver?; y Johnson que míralos; y cuando
asomé el ojo por el visor del anteojo los vi.
Ahí estaban tres
espectaculares borregos. Todos ellos de un blanco inmaculado, lleno de luz. La
distancia que me separaba de ellos era de casi una milla.
Mientras los
veía, sentía que los latidos de mi corazón iban a ahuyentarlos, que sacudirían
la tierra y provocarían una avalancha. Recuerdo esos golpes violentos dentro de
mi caja torácica, el pecho explotando, las manos temblando incontrolablemente.
Y todo el tiempo pensando: ¿qué sigue? ¿Les haremos la cacería? ¿Comenzará el
asecho pronto? Sumido en ese estado catatónico, sumergiéndome entre mis propias
dudas, me perdí en un laberinto de ideas, cuando Steve puso una mano cuidadosa
en mi hombro, y me pidió que lo dejara analizar los borregos. “Let’s see if we
can find a legal ram in there”. ¿Habría un borrego legal entre esos tres? Para que sea legal un dall en
Alaska debe, ya sea o que uno de los cuernos dé una vuelta completa, o estar
ambos completamente despuntados, o que el guía master pueda asegurar un mínimo de ocho años del carnero.
Me hice a un
lado y dejé pasar a Johnson. En lo que éste se acomodaba detrás de su spotting scope, yo me senté dándole la
espalda; acto seguido, le eché una mirada de nervios a Armando Klein, que me
miraba sonriente. Era como cuando uno se encuentra en el estadio, apoyando al
equipo de sus amores, y un árbitro cabrón marca un penal dudoso sobre el último
minuto; y tú, aficionado romántico, acostumbrado al fracaso y a los corazones
destrozados, decides no ver esa escena escalofriante. Así que te das la vuelta,
te llevas las manos a los ojos y comienzas a lanzar plegarias mudas a los
cielos infinitos: que lo falle, que lo falle, que lo falle. De niño cantabas,
que échele sal, al animal, para que falle su tiro penal. La diferencia era que
en este caso, aquella tarde fría de septiembre, mi plegaria volaba implorando
para que una fuerza superior ayudase para que Steve encontrara entre ese trío
de carneros uno susceptible de aprovechamiento legal; o en otras palabras, uno
al que pudiéramos darle caza en ese momento.
En ese momento
de incertidumbre y expectativa, nervios y emoción, me pegó el dilema del primer día. Ese dilema que consiste en la
fluctuación que embarga al cazador cuando se topa con su presa el primer día de
cacería. Porque por un lado explota el impulso de cazar, por el otro, lo
retiene el deseo de seguir cazando. Todo un dilema, una paradoja. En otras
palabras, no acaba uno de decidir si quiere que la cacería se termine el día
uno, o si, en cambio, prefiere seguir cazando y disfrutando del monte y las
montañas durante más tiempo.
Mi mayor
problema era el cansancio. Quizás salí de la tienda de campaña con demasiado
ímpetu, con rudeza. La falta de experiencia de cazar en la montaña influyó en
que me quemara rápidamente. Cargar una mochila de cinco mil doscientas pulgadas
cúbicas puede convertirse en brasas ardiendo para la espalda, las piernas, la
cadera, el abdomen. Esa bolsa se deviene en piedras, en peso inerte, en
invisibles manos que te quieren jalar de espaldas al suelo. Sobre todo cuando
la mochila va llena a reventar. Y ahí estuvo el primer error: llevar en la backpack todo el equipo: comida, toalla,
almohada, toallitas húmedas, botiquín. Craso error, más cuando el plan de la
primera salida era regresar al campamento.
Otro error fue
la vestimenta. Cuando salimos del campamento soplaba una brisa helada, el sol
se asomaba con timidez y el aire se sentía empapado. Así que opté por ponerme
todo encima. Traía mi next to skin
sintético; mi ropa térmica de lana; los pantalones; un suéter de fleece; una
chamarra de insulación sintética, ésta debajo de otra chamarra de fibras de
nylon. Además de todo esto, también traía puesta mi ropa impermeable. Por lo
que a los pocos kilómetros, mi cuerpo estaba empapado en sudor y lluvia,
atrapado entre múltiples capas de ropa, y haciendo un esfuerzo titánico por
respirar.
Súbitamente
Steve volvió a hablar. Primero un gruñido, luego un murmuro. Para sentenciar:
“Nice ram. But no cigar”.
No me chingues.
Al más grande de
los tres le faltaba un poco —un par de pulgadas quizás —, para ser un borrego
legal. Era hermoso; y lucía potencial. Pero aquel septiembre de 2015, iba a ser
su año de suerte. Quién sabe cómo le iría los próximos años. Por eso Johnson
comentó que lindo; pero no iba a haber puro para celebrar con tabaco fino y
cubano. Por lo menos, “not quite yet, my friend”.
Decepcionados y
cabizbajos, dejamos a los borregos en paz, y tomamos una ladera para llegar al
punto más alto de la zona donde nos encontrábamos, un peñasco en el cual se
tenía trescientos sesenta grados de visibilidad. Quizás desde ahí
encontraríamos otro borrego o grupo de borregos. Y una vez alcanzado nuestro destino,
nos embelesamos con la vista. El paisaje nos dejó perplejos, las montañas
lucían hermosas e imponentes; pero ni en sus faldas ni en los terraplenes
aledaños encontramos ningún borrego.
El regreso al
campamento fue algo físicamente pavoroso: subidas interminables, clima
apocalíptico y con un dejo de fracaso que se sentía como plomo dentro de las
botas. Dolor y agua. En esas dos palabras resumiría el retorno a la tienda de
campaña. Cada que intentaba estirar una extremidad se me acalambraba, los ojos
se me llenaban de sudor —y tal vez de lágrimas también. La transpiración y las
ráfagas de viento empapadas hicieron que llegara a mi bolsa de dormir ensopado
y adolorido. Esa noche no pude ni acompañar a mi equipo a cenar. Tuve que
cenarme mi Mountain House de
lasaña—con mucha tabasco—, medio enfundado en mi sleeping bag. Al terminar mi cena, me tomé un Ibuprofeno y me hundí
en un profundo sueño, silencioso y negro; no sin antes preguntarme, ¿aguantaré
diez días?
Al día siguiente
amanecí un poco adolorido; pero nada grave. Mayor fue el problema de salir de
la tienda de campaña con las primeras luces del alba para constatar que
nuevamente nos encontrábamos rodeados y hundidos en una espesa y blanquecina
neblina. Otra vez tendríamos que esperar en nuestras bolsas de dormir hasta que
el día abriera—si es que eso sucediera. “Otra vez el clima, de la chingada,
hermano”; le dije a Armando cuando terminé de vaciar mi vejiga. Ni hablar. A
esperar. Y esperé dormitando unos momentos más, hasta que Jason nos sacó del sueño
para ofrecernos dos tazas repletas de avena con agua, como desayuno. No eran
precisamente un par de Croque Monsieur,
pero ayudaron para obtener energía y salir a charlar entre la niebla y el frío.
Steve nos dijo
que en Alaska el clima estaba loco como una cabra. De hecho, nos comentó, el
mejor trabajo que puede tener un habitante de Anchorage es pronosticar el clima
en un programa de radio o televisión. Parece ser que en los estudios, los
pronosticadores del tiempo tienen una diana dividida entre los distintos tipos
meteorológicos: nublado, parcialmente soleado , lluvioso, tormenta, soleado; a
la dardera en cuestión, antes de salir al aire, le arrojan un dardo y
pronostican el clima en el que éste se haya clavado. Total, en Alaska cambia
tanto el clima en un solo día, que eventualmente le darán la razón al
pronosticador en turno.
Tanta razón
tenía Steve Johnson, que cuando terminó su anécdota, yo me excusé para ir al
río a llenar nuestras bolsas de agua. No cruzaba medio camino cuando el cielo
se abrió. Cuando me alejé del campamento quince metros, este último despareció
de mi vista. Sin embargo, una vez despejados los cielos, a cincuenta metros
alcanzaba a ver perfectamente bien las casas de campaña y la colina que nos
protegía a veces del viento. Acto seguido, sorprendido constaté que un caribú
venía bajando el último collado en dirección al campamento, y cuando estuvo a
unos cien metros de éste, se detuvo.
Me olvidé del
río, de las bolsas de agua, de todo, y me dirigí lo más sigilosamente posible
de regreso a nuestro diminuto y sencillo fortín. El último tramo casi lo hice
arrastrándome sobre la tundra, en compañía de mi amigo Armando. Y una vez que
nos posicionamos a una distancia prudente, comenzamos a llamarle a Steve para
indicarle que: ·”there’s a fucking caribou in camp, Steve. Is it nice? If it’s a nice
one, I’ll take it. I do have a tag for caribou”. Todo esto en susurros forzados, casi inaudibles. Pero que el guía captó
perfectamente bien, pues tomó sus binoculares y lanzó un: “naaaaah”.
Chingaos. Nada
le gusta a este güey.
Después de unos
momentos, el caribou dio media vuelta y regresó por donde vino. Una vez perdido
de nuestras vistas, nuestro guía nos ordenó que empacáramos ligero, que
seguiríamos a ese caribou, puesto que la última vez que lo habían visto estaba
acompañado de otro ejemplar muy grande. Así que eso hicimos: tomamos nuestras
mochilas, las vaciamos, y emprendimos la subida a la colina sobre cuyas faldas
teníamos nuestro campamento asentado.
Una vez arriba,
nos sentamos y sacamos nuestros binoculares. Luego de un par de horas, Armando
divisó a un par de borregos en el talud de la montaña que teníamos enfrente.
Los moruecos yacían, tranquilos, como a un kilómetro de distancia; lo que
representaba un problema, pues Steve había olvidado su spotting scope en su tienda de campaña. No obstante, Klein brindó
una solución: sacó su cámara y comenzó a fotografiar a los carneros.
Posteriormente, le enseñó la pantalla de la cámara a Johnson, y jugando con el
zoom empezaron a juzgarlos.
Mientras tanto,
yo me entretuve viendo a una pareja de grizzlis y una manada de caribous, en la
cual no se encontraba ninguno especialmente grande.
En cuanto a la
pareja de borregos, parecía que había uno bueno ahí. Pero para estar cien por
ciento seguros, alguien tenía que bajar por el telescopio. Lo dejamos al azar.
Perdí el volado.
Después de casi
una hora de descenso, por fin puse mis manos sobre el telescopio de mi guía;
pero justo cuando me disponía a regresar, me sorprendí viendo a Jason bajar, brincando
de roca en roca, con la destreza de una cabra, a toda velocidad hacia mí. Así
que me detuve. Cuando por fin nos topamos, me dijo casi ahogándose que me
esperara, que habían encontrado un grupo grande de borregos a una milla del
campamento, pero casi al mismo nivel. “That group is bedding very low on the
mountain”. Que si entre éstos había uno bueno, en un par de horas estaría
dentro de mi mira telescópica.
Esperamos a que
Armando y Steve bajaran; cuando lo hicieron, este último me guiñó el ojo y me
entregó mi rifle. Acto seguido se adelantó a paso seguro, de esos que no
necesitan indicarte para que los sigas. Simplemente lo haces. Y lo hicimos.
Todos comenzamos a seguir a Steve hacia la ruta por donde nos dirigimos el día
anterior, el primer día. Sin embargo, en el punto que se hacía una bifurcación,
en esta ocasión tomamos hacia el oeste, el lado contrario. Además, caminamos
mucho menos; ya que rápidamente me sorprendí a mí mismo boca abajo,
arrastrándome, con el corazón desbocado y ansioso por reventarme el pecho,
contemplando cómo Steve armaba su spotting.
Desgraciadamente, otra vez no había nada que se pudiera cazar: “Young ones”.
Carajo.
Continuará.
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