Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

lunes, 2 de mayo de 2016

Cacería en la selva de Campeche




Cazar en la selva es un deleite para los sentidos. Es que es demasiado azul para explicar; tanto verde, tanto ruido. Todos los días es una tormenta de color, un torbellino de melodías. Porque la selva canta; cuando el sol nace y cuando el sol arroja sus últimos suspiros, la orquesta del monte ataca con violencia sus instrumentos. Luego, cuando se instaura el calor, a medio día, todo ser viviente se encarama, se calla, sobrevive a las abrasiones de fuego y luz que caen despiadadas desde el cielo. Por eso, cuando el astro mayor se encuentra exactamente sobre nuestras cabezas, los cazadores optamos por dejar las escopetas recargadas sobre alguna madera, arrojar las camisas y refrescarnos en el río. Es mejor nadar con cocodrilos que caminar entre las brechas ardientes de la selva a la una de la tarde.



Pero ahí están, sobre los caracolillos, los cojolitos cantando; y allá, en aquel nauche, se escucha al faisán pujar. Luego ves a los 'jabalines' bañarse en la aguada o escuchas a los pecarí quejarse entre gruñidos del clima. Y también están el 'tigre', el puma, el ocelote, el diminuto y estético margay. Pero ellos no hacen un solo ruido. Ellos transitan sigilosos, altaneros y bellos por la noche, alertando a los aulladores y a los mono araña, que al verlos lanzan febriles alaridos que estremecen hasta al corazón del más valiente. ¡Y qué decir del temazate! El 'yuc', glotón devorador de zapote y ciricote, también deambula discretamente, escurriéndose entre la maleza, entre los ramones, recogiendo de aquí y de allá alguno que otro retoño de flor, dando pasitos tan delicados, que únicamente un oído súper dotado puede captar. Todo lo contrario al majestuoso y gigantesco tapir, que al percatarse de la presencia humana genera un huracán, una estampida de toneladas en la aguada; y cuando esto sucede, durante unos momentos, todo se torna caos auditivo y empapado.




En la selva se puede cazar al asecho, siempre y cuando previo a emprender la caminata una lluvia frugal empape la hojarasca; también se puede cazar espiando desde un machán, que no es otra cosa que una hamaca suspendida a tres o cuatro metros del suelo, colgada entre dos ceibas, o cualquier otro tipo de árbol que aguante. Esta forma de cazar tiene cientos de años de tradición. Sin embargo, para quienes sufrimos de vértigo, la hamaca no brinda placer alguno, sino al contrario: cuando uno empieza a sucumbir al sueño, una sensación de que la tierra te jala golpéate como latigazo impidiéndote así echar una pestañita en lo que entra el nené al área de tiro. Y de caídas de árboles como el zapote, vienen palabras folclóricas como el zapatazo.


Pero de todas las cacerías que se pueden hacer en la selva, la más espectacular es la del ocelado. Por su misticismo, por su encanto y sobre todo, por la sinfonía del canto del ‘pavo’e’monte’.


El pavo ocelado, o mejor conocido como "pavo de monte", es la subespecie de guajolotes más bella que hay, y una de las aves más hermosas en la tierra. Su cacería se lleva a cabo en las entrañas de la selva, normalmente en los últimos instantes de luz, obligándose el cazador a apuntar entre una tenue iluminación y bajo un sol amortajado que agoniza. Además, a diferencia de la caza de los otros guajolotes, el ocelado no se reclama, sino más bien su canto es el que atrae al cazador. Se le escucha en la lejanía y comienza uno a acercarse, paso con paso, caminando sutilmente para no hacer estallar la hojarasca bajo las pisadas de las botas. Y cuando uno llega cerca... Trritrri ¡pom, pom, pom! Y entonces esa melodía entusiasma a cualquiera; y luego se le ve cantando sobre la rama de un árbol; y ahí se hace el tiro.

Fue la ante penúltima noche que pasamos en la selva. Esa tarde salimos Poncho y yo, junto con nuestros guías, ‘El Payo’ y Daniel, a patrullar la floresta en busca de un pavo cantor. Recuerdo que recorrimos decenas de kilómetros en el jeep maltrecho antes de ver nada, hasta que por fin, a eso de las diecisiete horas, ‘La Rana’ frenó el vehículo en el momento que ubicó un cojolito que saltaba de rama en rama, cantando sin parar. Era el turno de Alfonso, así que me bajé del coché y le pedí a este último me siguiera; cuando ubiqué a la pava crestada, le dije ahí está, ¿la ves? Y él que sí, pero no sé si quiera tirarle; y yo que si no tienes cojolita, tienes que cazarla, puesto que es un trofeo importantesimo de la selva; y entonces él, Poncho, que está bueno, y tiró. Falló. Sin embargo, el ave únicamente cambió de rama, así que el tirador, siguiendo a su guía, se adentró en el monte dejándonos a Daniel y a mí solos sobre la brecha. Y luego de unos instantes, otro tiro; y un momento después, emergió Alfonso junto a su trofeo de la enramada con una sonrisa en los labios.


Posteriormente, destapamos unas cervezas y nos olvidamos de las escopetas. Descargamos y nos dedicamos a repasar la experiencia entre risas y grandes y refrescantes tragos de Modelo ‘de bote’. No había ninguna presión, puesto que el objetivo de dicha salida era únicamente ubicar el canto de un ocelado. Así que terminada la cerveza, seguimos patrullando las brechas.

Media hora después, pasamos por una ruina; así que solicité nos detuviéramos y, previo a explicarle a mi amigo Poncho un poco sobre los aluxes, le pedí me acompañara a dejar una ofrenda y lanzar una oración más de espíritu que de lenguaje, más de vibras que de creencias. Por lo que los dos dejamos una cerveza y un cigarro como ofrenda a los mitológicos aluxo’ob.

Concluido el rezo, el canto del pavo nos dejó helados a todos. Fue un cantar que dinamitaría la barrera de hermetismo en la conciencia del más ateo de los ateos, fue un cantar que nos remachó la magia de la selva.

Y Daniel y yo emprendimos nuestro viaje hacia la trova del pavo de monte.



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