Primera parte
Qué fácil es
decir que no vas a rezar, que el mar es reflejo del cielo y que muchas de las
estrellas pierden su encanto porque distan mucho de ser polvo de luz. Hay
quienes dicen que incontables astros no son más que apagados fulgores, extintos
desde hace millones de años atrás; y no obstante seguimos recibiendo su
resplandor por la distancia que nos separa de ellos. Pero, ¿qué más hay allá
arriba? ¿Más allá del firmamento? Allá hacia donde dirigen sus brazos quienes
se dejan caer de rodillas y suplican al infinito bondades y dádivas. Es muy
sencillo sentenciar, responder, sin previa reflexión. No hay nada. Hay un Dios.
Hay diversos dioses. A continuación un remedo de testimonio, un intento de
narrar, de transcribir de cierta forma, un diálogo con—quizás— un Dios. Sucedió
en el Cáucaso, en sus montañas, cuando vislumbré sus precipicios.

Resulta
imposible describir la sensación de vértigo y terror que me embargaban mientras
caminaba sobre las declives del Cáucaso; la pendiente del terreno me obligaba a
recargarme en un bastón improvisado, en un palo de madera, en el cual me
recargaba para inclinarme en el sentido de la cuesta. Y entonces clavaba la
estaca; y luego, utilizándola como remo para impulsarme, me encaminaba a mi
destino; a veces con paso titubeante, otras veces con paso firme. Pero cuando
vacilaba, el rugir de la grava y el traqueteo de las rocas, ese sonido que
hacen cuando ruedan, cuando caen, me helaba el corazón. Porque el miedo es
frío. Y el horror gélido provocaba escalofríos cuando se amalgamaba con el
ardor de las piernas, con el calor de los músculos y el fuego abrasante en la
planta de los pies; y es que el camino en la montaña siempre es largo, casi
interminable; con la única diferencia de que en estas serranías no podías
detenerte a tomar un respiro, pues parar ocasionaba que la grava se venciera; y
entonces comenzaba uno a deslizarse con parsimonia y espanto hacia el vacío,
hacia la muerte.

Tener la muerte
a mis pies me obligó a realizar una profunda introspección. Fue entonces cuando
vi ahí, en lo más hondo de mi ser y de mi conciencia, los vestigios de mi vieja
fe. No eran cenizas ni se habían reducido mis otrora creencias religiosas a
rescoldos o ascuas. Aún quedaba de éstas un remanente palpable, tangible. De tal forma que me así de las ruinas de mi religión para superar el terror; y comencé a
conversar, con una voz casi inaudible, primero conmigo, luego con algo—
¿alguien?—más. En ese momento decidí que lo que escribiría al respecto, no
sería una ópera, ni habría escenas mías hincándome ante la cruz; pero damas y
caballeros, si esto no es mi Parsifal, bien podrá asemejarse a un remedo del
mismo. Y mientras tecleo estas palabras, escucho: Parsifal, WWV 111: Act III: Prelude, de Richard Wagner, Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin, Marek
Janowski. Ahora pienso que este será uno de los relatos de caza más
febriles que escribiré en mi vida.
Todo empezó
mucho antes del siete de julio de dos mil dieciséis. Como el inicio de todas
las expediciones cinegéticas, éste se había comenzado a gestar en los sueños y
anhelos de conocer el Cáucaso de quienes años más tarde lograríamos emprender
el viaje que nos llevaría a dichas montañas. En la cacería se habla de que los
inicios de cada caza se fraguan de manera paulatina en la concepción del viaje,
primero; en el momento en que se elige el equipo, después; y comienza a devenir
desarrollo en la ejecución de la expedición en sí. A principios de julio,
Andrés, Armando, Juan Fernando, Felipe, mi padre, mi hermano y yo arribamos a
Azerbaiyán, país en el que buscaríamos en sus escalofriantes y hermosas
montañas a los míticos dagestan tur. Muchísimos meses antes, todos y cada uno
de nosotros habíamos soñado en que ese día llegaría. Y por fin llegó.
Volamos a
Frankfort, Alemania, donde pasamos la noche. Al día siguiente, temprano,
abordamos un nuevo vuelo de Lufthansa que horas más tarde aterrizó en Bakú,
capital de Azerbaiyán. Bakú es una ciudad extravagante. Si bien aún se siente
cómo deambulan por sus calles los fantasmas de un cacicazgo que duró una
eternidad; no obstante, en sus fachadas, restaurantes, atractivos turísticos,
empieza a respirarse un aire de renovación y modernidad. Eternamente lamida por
las aguas del Mar Caspio y situada en la costa sur de la península de Absheron,
Bakú ofrece a los turistas construcciones tanto decimonónicas y antiguas, como
futuristas e innovadoras. Por las noches, las luces que alumbran el centro de
la urbe, tiñen de colores vívidos los edificios y el cielo. La noche en que
arribamos, Alemania y Francia se disputaban el pase a la final de la Eurocopa
2016. Los franceses vencieron a los teutones por la mínima, y nosotros los
mexicanos, terminando el juego, nos fuimos a dormir. Al día siguiente
comenzaría la cacería.

El día ocho de
julio a las diez de la mañana nos dirigíamos en dos automóviles con dirección
al Cáucaso. Fue un trayecto de casi cinco horas, que culminó en una explanada
verde, bañada por un arroyo y sobre la cual se podían atisbar diminutas
construcciones que servían de hogar para los habitantes de ese pequeñísimo
poblado. Las montañas decoraban el paisaje. Éstas lucían vitales, filosas, en
partes duras y en otras suaves, como si en algunas zonas de sus laderas se hubiesen
plantado jardines verticales.
Descargamos los
vehículos y desplegamos el equipo sobre el pasto. Tocaba esperar a que un ajado
vehículo militar de carga, construido durante los años de la Unión Soviética,
nos trasladara al campamento base. El trayecto sería de alrededor de una hora.

Tras el incómodo
y zarandeado ascenso, arribamos a una pequeña cabaña. Dentro de ésta, una mesa
servida con pepinos, pimientos, jitomates, quesos, carnes frías, aguas,
cervezas y refrescos, nos invitaba a tomar un refrigerio. No sin antes saludar
a todos los guías del lugar. Eran por lo menos diez, más el intérprete y el
cocinero, casi todos jóvenes, sonrientes, entusiastas. Todo indicaba que el
servicio que recibiríamos durante la semana en el Cáucaso sería de primer
nivel.
Comimos las
verduras, bebimos un poco de agua y cerveza, y rematamos con un estofado de
tur. Posteriormente, hicimos la digestión entre sorbos de te negro y una
agradable conversación sobre las expectativas entorno a nuestra expedición
cinegética.
Afuera hacía
calor. Un sol intenso bañaba de luz unas montañas adornadas con rocas afiladas
y flores amarillas. Por lo demás, el cielo se antojaba de un azul eléctrico,
que maridaba bien con la calidez del sitio y su colorido. El Cáucaso es bello.
Hoy me acuerdo de sus desfiladeros verdísimos, de sus cañadas y gargantas de
grava gris y polvo. Pero parecía que el clima iba a ser un problema. Sobre todo
por las altas temperaturas que amenazaban con acompañarnos durante la cacería.

Terminamos de
comer y salimos a checar los rifles. Todos hicimos uno o dos tiros, para cerciorarnos
que las miras siguieran apuntadas, a pesar del largo viaje. Afortunadamente,
todos los rifles se desempeñaron a la altura de las circunstancias.

Ahora sí venía
lo bueno. La división en grupos. Tres campamentos, dijo el traductor. Dos de
ellos a alrededor de cuatro horas a caballo. El otro, el más cercano, a una
hora a pie. ¿Cómo se quieren dividir?

Mi padre dijo
que él prefería caminar una hora, que cabalgar durante tres o cinco. Mi
hermano, lo mismo. Yo, como tenía parte de mi equipo en la mochila de Felipe,
tenía forzosamente que acampar con él. Así que al final, mi papá, Adrián y
Andrés volvieron a abordar el camión soviético, que los llevaría un par de
kilómetros arriba, y de ahí tendrían que ascender caminando al punto donde
montarían el campamento remoto. Por nuestra parte, Juan Fernando, Felipe y yo,
cargamos los caballos con nuestro equipo, y nos enfilamos a las cumbres.
Armando marchó solo a otra cabaña, de donde intentaría dar caza a un grupo de turs que tenían ubicados.

Desde que nos
despedimos todos, comencé a sentir nervios; fue un nerviosismo delicado, sutil,
que me acompañó desde que monté mi caballo, hasta entrada la tarde que
ascendimos por encima de las nubes que comenzaban a empapar los valles. Recuerdo
que bordeamos el arroyo, que serpenteaba entre las montañas. Y mientras
recorríamos la angostura, la sensación de ansiedad se hacía más intensa. Quizás
me sentía intimidado por las empinadas serranías, por volver a estar en
presencia de ese ser magnífico, de roca y tierra, que roza las nubes y se forma
con el agua y el viento, que es la montaña. En Alaska me había premiado, en
Pájaros Azules, no. ¿Cómo se comportaría conmigo en Azerbaiyán? Estaría por
verse.

El golpeteo de
los cascos de mi caballo al caminar comenzó a arrullarme. Poco a poco, conforme
dejábamos atrás los árboles y el río, comenzaba a relajarme. A pesar de que las
cimas envueltas de niebla se antojaban fantasmagóricas y siniestras, la
proximidad con las cumbres me producía una agradable sensación de alivio.

Disipada la
angustia, sintiéndome a salvo de caer presa de una inexplicable congoja, empecé
a sonreír y a bromear con mis compañeros de cacería, que, como yo, venían
batallando con su caballo. Porque después de una vereda que zigzagueaba sobre
una colina inclinadísima, nuestros corceles empezaban a piafar y a mostrar
signos de cansancio.

De pronto la
temperatura se desplomó. El ambiente se tornó húmedo, y un céfiro helado me
erizó los vellos de la nuca. Yo no llevaba más que una camiseta puesta, y no
pretendía detener la caravana para abrigarme mejor. Todo iba empacado, y
frenarnos nos demoraría. Demorarnos significaba perder la luz del día para
arribar a nuestro destino final y para montar campamento. Por tal motivo, tuve
que aguantarme el frío y esperar que la cabalgata no se prolongara por mucho
tiempo más. Y por si fuera poco, justo cuando el viaje comenzaba a hacerse
menos violento, una neblina espesa lo cubrió todo, y a lo lejos comenzaron a
sonar rugidos y ladridos escalofriantes de perros invisibles. Los aullidos y
los gruñidos, que cada vez se escuchaban más cerca, de pronto se materializaron
en enormes perros que rodearon a nuestros caballos. La jauría comenzó a
perseguirnos, amenazando con atacar. Yo temía que nuestros potros se asustaran.
Porque ya comenzaban a relinchar, amagaban con reparar. Fue entonces cuando
supe que iba a ser un viaje de emociones fuertes. Tenía que empezar a rezar.
Continuará.