Primera parte
"The
mountain will decide, my friend. The mountain always decides who gets a sheep
and who doesn't", dijo Steve Johnson instantes prior a apagar su lámpara
de cabeza, cerrar su libro y acomodarse en la bolsa de dormir para caer en un
largo y profundo sueño.
Así que la
montaña decidiría; que la montaña siempre decide quién caza y quién no caza un
borrego. Esa fue la enseñanza que lanzó Steve, mi guía, a modo de despedida, a
modo de buenas noches, previo a emitir sus sonoros ronquidos, que dentro de la
pequeña Hilleberg que compartíamos él y yo, junto con su 'packer', Jason,
tronaban como rugidos estruendosos y escalofriantes. Sin embargo, el motivo por
el cual yo permanecí despierto mientras que mis compañeros roncaban y dormían
agotados, no era el ruido, sino la tormenta de cavilaciones e ideas que me
embargaron yaciendo boca arriba, sumido en la más honda de las oscuridades, con
el cierre del 'sleeping bag' hasta la barbilla y sintiendo los alfileres del
frío en los pómulos.

Dichos
pensamientos fueron provocados por la conversación parca que sostuvimos antes
de acostarnos; pues Johnson nos había contado cómo la montaña es una especie de
dios justo que cede sus frutos a quienes los merecen. Para este hombre la
cacería en la cordillera de Alaska, actividad que lleva practicando durante
décadas, va íntimamente vinculada con el karma
del cazador. Es decir, los cazadores buenos cazan; los cazadores malos, no. Buenos
o malos, en el sentido de sus actos en la vida, no de su destreza para cazar. O
por lo menos así sucede la mayoría de las veces, según contó mi guía.
Entonces,
¿cómo se desenlazaría mi expedición? ¿Cómo andaba yo de karma en esos días?
Siempre he sido especialmente escéptico en estos temas, por eso la filosofía
karmática de las alturas me mantenía en constante reflexión. Y es que nunca me
he considerado una persona mala, y no obstante ello he regresado de numerosas
cacerías sin haber cazado nada. Y hasta ese momento, hasta esa noche, que era
la octava de mi cacería, la montaña se me había antojado hermética, desairosa.
Nos cerraba el paso durante horas al zaguán que da a su morada, vistiéndose con
una cota de malla de neblina infranqueable.

Nos había
sido imposible en días anteriores ver muchos borregos, pues las montañas los
escondían detrás de nubarrones; y no sólo eso, nos ahuyentaban de ellos
disparando contra nosotros tormentas de nieve, lluvia y granizo, y exhalando
helados ventarrones que hacían que pasáramos horas frías, muy frías, inmóviles,
esperando a que el día se abriera. Mas los días no abrían. Y cuando lo hacían,
se despejaban por lo que parecían segundos únicamente. Recibíamos luz de sol
como limosnas, migajas de calor, sobras de cielo azul.
El clima
estaba siendo un problema. Lo fue desde el inicio del viaje, pues desde el día
uno el clima no permitió que nos volaran de Anchorage al campamento base a la
hora acordada. No fue sino hasta cinco horas más tarde de lo principalmente
planeado que aterrizamos al lado del Río Copper, para conocer al equipo
comandado por Steve Johnson. Aquél también se integraba por Spencer, hijo de
este último, Mike y su hijo Hunter, quienes se encargarían de guiar a mi primo
Baltasar que quería cazar un moose; Johnny y Daniel, otros guías de alce que se
ocuparían en guiar a Sebastián. Armando y yo, saldríamos con Steve y Jason esa
misma tarde en un ultra ligero a la cima de las montañas en busca de borregos
dall.

Y salimos.
El pequeño y frágil Piper
PA-18 Super Cub despegó a los pocos segundos de haber arrancado el motor. Pocos
metros le fueron suficientes para despegar. Y ascendió por encima de las
nevadas cumbres con rumbo al campamento remoto donde pasaríamos la primera
noche. Y si bien el avioncito parecía inseguro y escalofriante; no obstante, su
vuelo resultó suave y regular. No se agitó como me imaginé lo haría. Por eso
cuando abordé, mis piernas temblaban un poco. Pero pasados un par de minutos de
vuelo, me distraje conversando con el piloto, entre el ronroneo de la aeronave,
y buscando desde el helado cielo azul puntos blancos en las montañas a los
cuales con posterioridad pudiésemos dar caza. Y sí vimos dos grupos de borregos
desde el avión; mas la nueva ley prohíbe acercarse a ellos usando cualquier
medio de transporte. Dicha ley tenía meses de haber entrado en rigor, y no fue
hasta los días siguientes cuando maldije a los legisladores que se encargaron
de hacernos a los cazadores las cosas más difíciles—mucho más difíciles—, con
esa nueva prohibición.

Después de unos
minutos de haber despegado, el ultra ligero aterrizó suavemente en un collado.
Ahí se encontraba Steve, que terminaba en esos momentos de
montar el campamento remoto donde pasaríamos la primera noche, y quizás dos
más.
El frío aún no
arreciaba. De hecho, el clima se sentía fresco bajo las capas de lana de la
ropa que llevaba puesta. Yo no temblaba, ni mi cuerpo sentía ganas de temblar.
Al contrario: me sentía entusiasmado y en la sangre un calor de emoción y
expectativa me calentaba el pecho. Eran alrededor de las cinco de la tarde y
todavía se veían iluminadas las cumbres nevadas de las montañas por los últimos
rayos de sol, que las pintaba color bergamota y carmesí.
Faltaban por
llegar Armando y Jason. Encendí un cigarrillo y comencé a hacerle plática a
Steve. Más que una conversación, fue la típica entrevista que hacemos los
cazadores a nuestros guías en la víspera del primer día de cacería: ¿qué tal va
la temporada? ¿Cómo se cazan estos borregos? ¿Qué opinas del calibre que
traigo? ¿Cómo les ha ido a los demás? ¿Qué tasa de éxito maneja tu compañía en
cuanto a la cacería de borregos? ¿Qué podemos esperar de esta aventura?
Yo seguía sin
creérmelo. Por fin me encontraba en las montañas, rodeado de quiméricos e invisibles
borregos, otrora sueños e ilusiones lejanas y pasados. Por fin el ideal había
devenido realidad: en cuestión de horas daría el primer paso, con mi mochila a
la espalda, en busca de mi borrego en la cordillera de Alaska, mejor conocida
como el ‘Alaska Range’. Sabía que no iba a ser fácil, sobre todo por lo que
implica caminar durante todo el día cargando con el equipo completo. Sin
embargo, me había preparado bien. En semanas anteriores me dediqué a visitar el
Tepozteco, los Dínamos, el Desierto de los Leones, el volcán Xinantécatl, el
cerro Ajusco, siempre con mi mochila de ochenta y seis litros completamente
llena. Es decir, para el mejor desarrollo de mi entrenamiento, hice mi maleta
unos meses antes del viaje para poder ejercitarme con ella en todo momento.

Recuerdo con especial
cariño la expedición al Nevado de Toluca. Fue una fresca mañana de agosto;
Armando Klein, Graciela y yo despertamos a eso de las cinco de la madrugada, y
de pronto, un par de horas después, nos encontrábamos en la falda de tan bello
volcán. La idea era subir desde la Caseta de los Venados hasta los cráteres. A
las siete de la mañana, mochilas a la espalda, inició el asenso.
Era la primera
vez que subía una montaña de verdad. Me acuerdo que cuando tomamos la primera
vereda que conduce al camino, hacia las antenas, habíamos olvidado usar
nuestros walking poles. No fue sino
hasta recorridos unos trescientos metros cuando Armando y yo nos percatamos que
estábamos paseando— ¡Cargando!— tan fundamental accesorio para subir una
montaña. Nos detuvimos, y luego de un par de minutos que nos tomó aprender a
armarlos, los empezamos a usar. “Son a prueba de naco”, me dijo Armando, cuando
me vio batallar con los palos. Yo me reí y le menté la madre. Sin embargo, no
erraba: no podía armar los mentados poles.
Una vez armados
y luciendo como verdaderos alquimistas, retomamos nuestro camino.
Huelga mencionar
que ni Graciela ni Armando ni yo habíamos estado antes en el Nevado de Toluca.
E irresponsablemente subíamos sin guía ni mapa ni GPS ni nada. ¿Qué podía
pasar? ¿Qué no todo el mundo sube fotos a redes sociales posando con sus
perros, novios, novias, amantes, en los cráteres? Sí. No obstante, muchas de
esas personas —la gran mayoría— no escalan desde la Caseta de los Venados.
Dirían en mi pueblo: pequeño detalle… Pues hay una diferencia de muchos
kilómetros entre empezar desde la caseta o iniciar el asenso desde ‘las
antenas’ o el albergue.
Atacamos los
senderos que te llevan a ese magnífico llano, conocido como el Parque de los
Venados, que termina en donde se yerguen los riscos del cráter. Esa parte del
camino es algo empinada y lodosa; pero conduce a uno de los puntos más bellos
del recorrido. Porque al llegar uno al llano, al parque, se sorprende con el
escenario. Las vistas son esplendorosas, el aire que se respira es fresco y el
terreno no aparenta ser accidentado. Por eso justamente ahí decidimos
improvisar un frugal picnic y echarle diente a los sándwiches que llevábamos
cada quien en su mochila. Nos supieron a gloria. Una gloria que pronto se
desmenuzaría con cada paso inclinado, titubeante, que habríamos de dar, uno por
uno, para llegar a los cráteres.

El trecho que
conduce al cráter del Xinantécatl, hombre desnudo en náhuatl, significó la
prueba de oro previo a la cacería de borrego en Alaska. Prueba que superamos
con creces, pues recorrimos los cerca de 21 kilómetros que separan el Parque de
los Venados de las lagunas del Sol y de la Luna, siempre custodiadas por los
picos del Águila y del Capitán, que en ese entonces no vestían su habitual
ajuar de gala, ya que nos estaban cubiertos de nieve.
Durante toda mi
cacería pensé en mi entrenamiento. Recuerdo que el primer día, luego de cuatro
horas de caminata cuesta arriba, con los músculos de la espalda ardiendo en
llamas y el rostro empapado en sudor, me dije a mí mismo, si pudiste hacer esto
a cuatro mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, lo puedes hacer aquí en
Alaska.
Esa primera salida me estaba destrozando. Pero cuando las rodillas no pueden, siempre tiene que entrar la mente al quite. Iba por mi segundo aire. Y justo cuando tomé, me percaté que Steve
se tiró al suelo y en cuestión de segundos tenía el spotting scope listo. Con los latidos del corazón tronando como
percusiones de artillería no lo alcancé a escuchar bien. Pero estaba seguro que lo
que sus labios decían era: “three rams". Tres carneros.
Continuará.
de que chile!!! le hecho... me quede picado y no andaba comiendo tacos.
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