Cazar en la selva es un deleite para los sentidos. Es que es demasiado azul
para explicar; tanto verde, tanto ruido. Todos los días es una tormenta de
color, un torbellino de melodías. Porque la selva canta; cuando el sol nace y
cuando el sol arroja sus últimos suspiros, la orquesta del monte ataca con
violencia sus instrumentos. Luego, cuando se instaura el calor, a medio día,
todo ser viviente se encarama, se calla, sobrevive a las abrasiones de fuego y
luz que caen despiadadas desde el cielo. Por eso, cuando el astro mayor se
encuentra exactamente sobre nuestras cabezas, los cazadores optamos por dejar
las escopetas recargadas sobre alguna madera, arrojar las camisas y
refrescarnos en el río. Es mejor nadar con cocodrilos que caminar entre las
brechas ardientes de la selva a la una de la
tarde.


Pero ahí están, sobre los caracolillos, los cojolitos cantando; y allá, en
aquel nauche, se escucha al faisán pujar. Luego ves a los 'jabalines' bañarse en
la aguada o escuchas a los pecarí quejarse entre gruñidos del clima. Y también
están el 'tigre', el puma, el ocelote, el diminuto y estético margay. Pero
ellos no hacen un solo ruido. Ellos transitan sigilosos, altaneros y bellos por
la noche, alertando a los aulladores y a los mono araña, que al verlos lanzan
febriles alaridos que estremecen hasta al corazón del más valiente. ¡Y qué
decir del temazate! El 'yuc', glotón devorador de zapote y ciricote, también
deambula discretamente, escurriéndose entre la maleza, entre los ramones,
recogiendo de aquí y de allá alguno que otro retoño de flor, dando pasitos tan
delicados, que únicamente un oído súper dotado puede captar. Todo lo contrario
al majestuoso y gigantesco tapir, que al percatarse de la presencia humana
genera un huracán, una estampida de toneladas en la aguada; y cuando esto
sucede, durante unos momentos, todo se torna caos auditivo y empapado.



En la selva se puede cazar al asecho, siempre y cuando previo a emprender
la caminata una lluvia frugal empape la hojarasca; también se puede cazar
espiando desde un machán, que no es otra cosa que una hamaca suspendida a tres
o cuatro metros del suelo, colgada entre dos ceibas, o cualquier otro tipo de
árbol que aguante. Esta forma de cazar tiene cientos de años de tradición. Sin
embargo, para quienes sufrimos de vértigo, la hamaca no brinda placer alguno,
sino al contrario: cuando uno empieza a sucumbir al sueño, una sensación de que
la tierra te jala golpéate como latigazo impidiéndote así echar una pestañita
en lo que entra el nené al área de tiro. Y de caídas de árboles como el zapote,
vienen palabras folclóricas como el zapatazo.
Pero de todas las cacerías que se pueden hacer en la selva, la más
espectacular es la del ocelado. Por su misticismo, por su encanto y sobre todo,
por la sinfonía del canto del ‘pavo’e’monte’.

El pavo ocelado, o mejor conocido como "pavo de monte", es la
subespecie de guajolotes más bella que hay, y una de las aves más hermosas en
la tierra. Su cacería se lleva a cabo en las entrañas de la selva, normalmente
en los últimos instantes de luz, obligándose el cazador a apuntar entre una
tenue iluminación y bajo un sol amortajado que agoniza. Además, a diferencia de
la caza de los otros guajolotes, el ocelado no se reclama, sino más bien su
canto es el que atrae al cazador. Se le escucha en la lejanía y comienza uno a
acercarse, paso con paso, caminando sutilmente para no hacer estallar la
hojarasca bajo las pisadas de las botas. Y cuando uno llega cerca... Trritrri
¡pom, pom, pom! Y entonces esa melodía entusiasma a cualquiera; y luego se le
ve cantando sobre la rama de un árbol; y ahí se hace el tiro.
Fue la ante
penúltima noche que pasamos en la selva. Esa tarde salimos Poncho y yo, junto
con nuestros guías, ‘El Payo’ y Daniel, a patrullar la floresta en busca de un
pavo cantor. Recuerdo que recorrimos decenas de kilómetros en el jeep maltrecho
antes de ver nada, hasta que por fin, a eso de las diecisiete horas, ‘La Rana’
frenó el vehículo en el momento que ubicó un cojolito que saltaba de rama en
rama, cantando sin parar. Era el turno de Alfonso, así que me bajé del coché y
le pedí a este último me siguiera; cuando ubiqué a la pava crestada, le dije
ahí está, ¿la ves? Y él que sí, pero no sé si quiera tirarle; y yo que si no
tienes cojolita, tienes que cazarla, puesto que es un trofeo importantesimo de
la selva; y entonces él, Poncho, que está bueno, y tiró. Falló. Sin embargo, el
ave únicamente cambió de rama, así que el tirador, siguiendo a su guía, se
adentró en el monte dejándonos a Daniel y a mí solos sobre la brecha. Y luego
de unos instantes, otro tiro; y un momento después, emergió Alfonso junto a su
trofeo de la enramada con una sonrisa en los labios.

Posteriormente,
destapamos unas cervezas y nos olvidamos de las escopetas. Descargamos y nos
dedicamos a repasar la experiencia entre risas y grandes y refrescantes tragos
de Modelo ‘de bote’. No había ninguna presión, puesto que el objetivo de dicha
salida era únicamente ubicar el canto de un ocelado. Así que terminada la cerveza,
seguimos patrullando las brechas.
Media hora
después, pasamos por una ruina; así que solicité nos detuviéramos y, previo a
explicarle a mi amigo Poncho un poco sobre los aluxes, le pedí me acompañara a
dejar una ofrenda y lanzar una oración más de espíritu que de lenguaje, más de
vibras que de creencias. Por lo que los dos dejamos una cerveza y un cigarro
como ofrenda a los mitológicos aluxo’ob.
Concluido el
rezo, el canto del pavo nos dejó helados a todos. Fue un cantar que dinamitaría
la barrera de hermetismo en la conciencia del más ateo de los ateos, fue un
cantar que nos remachó la magia de la selva.
Y Daniel y yo
emprendimos nuestro viaje hacia la trova del pavo de monte.
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