Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

martes, 27 de mayo de 2014

Tirando a los inmensos honkers en Saskatoon


No hay peor prisa que la que apura a uno a vencer al sol en una carrera en contra del amanecer. La presión se intensifica paulatinamente estimulada por los minutos que se empecinan con esmero en colocar la manecilla de tu reloj de pulsera en el XI. También angustian los colores que, conforme el tiempo sigue su marcha, tiñen de escarlata, naranja y azul al Este, que se esclarece inexorablemente. Así empezaba la mañana, junto a cuatro cazadores más y el guía, empeñado en superar a la aurora. El viento gélido todavía con aroma a noche reconfortaba, pero no mitigaba el apremio. Teníamos que tener listos los escondites y puestos los señuelos antes que clareara. Era bastante paliza para tan poco tiempo; pero había que conseguirlo.

Afortunadamente, esa madrugada solamente fue necesario colocar los deecoys de canadas. La tarde anterior, Don, el encargado en manejar la empresa Saskatoon Waterfowl Outfitters, nos había preguntado que qué queríamos tirar en nuestra última mañana. Las opciones eran snows, grullas, o canadians. Sin vacilar respondimos que estos últimos. Para eso habíamos volado tres días antes durante casi cinco horas a Toronto y otras tres y media a Saskatoon, ciudad más poblada de Saskatchewan, provincia del oeste de Canadá. Además, para ese entonces ya llevábamos alrededor de unos 60 gansos, en su mayoría blancos, que habíamos cazado en las primeras dos mañanas y en la primera tarde.

Logramos tener todo listo a tiempo. Para cuando nos enfundamos en nuestros blinds con forma de ataúd arriba seguía estrellado el firmamento. El resplandor de las estrellas y la luna iluminaba el campo y dotaba de vida a las decenas de señuelos que teníamos a nuestro alrededor. Cinco cazadores, Adrián, Diego, León, Roberto y yo, en línea y enfrentando al Oeste. Detrás nuestro, John, el guía. Sobre todos nosotros un cielo totalmente despejado. El viento soplaba con fuerza y en él transitaban los graznidos de los gansos. Faltaba poco para empezar; y como preludio al inicio de la cacería el inconfundible sonido de las escopetas semiautomáticas y de bomba cargándose.

A escasos 15 minutos de haber cargado, el constante y enérgico reclamo sedujo a la primera parvada de honkers. Acto seguido, y tras escuchar al guía advertirnos que de frente venían los primeros, que cerráramos nuestros ataúdes, que nos escondiéramos bien, el corazón comenzó a palpitar con más fuerza. Luego el debatir con uno mismo: ¿a ver? ¡No te vayas a mover, no te asomes! En el panorama solamente el azul del cielo. ¿Ya estarán cerca los gansos? Y luego el graznido ya perfectamente audible; y por fin la orden de tirarles: shoot’em, guys!

La primera parvada, conformada por alrededor de unos ocho canadienses, nos sorprendió a todos a unos cinco metros. Instantes después de que el guía nos ordenara tirarles nos incorporamos al mismo tiempo y a bocajarro les tiramos. Cayeron cuatro, que celebramos con un ¡a huevo!, un ¡eso, chingao!, con risas y aplausos. Claro que no faltaron los que se adjudicaron que ¡ese me lo chingue yo! ¡Ese que cayó ahí es mío!. El inmortal ”¡Mío!” por supuesto que no podía faltar. Habíamos comenzado la última mañana con el pie derecho. La euforia, casi palpable, rondaba entre todos nosotros.

Seguíamos festejando los primeros gansos cazados cuando John, el guía, nos pidió que nos volviéramos a meter a nuestros blinds, que ahí venían los siguientes, que nos pusiéramos listos. Y, en efecto, a los pocos momentos comenzaron a escucharse cada vez con mayor nitidez a los siguientes honkers. El dedo listo en el seguro para empujarlo hacia la izquierda, para quitarlo; la adrenalina circulando por la sangre; el pedir que parece súplica en silencio “que entren, que entren, que entren”; la zozobra que precede a la orden de tiro. Y por fin esta última. Y a tirarles. Otra vez a escasos metros; nuevamente varios: tres para ser exactos.

Eran las 6:30 de la mañana y ya llevábamos siete gansos. Uno menos que el límite diario por tirador. Por eso el guía nos invitó a salir a recoger las piezas cobradas y empezar a contarlas. Yo me encargaría del registro y conteo. Esa mañana la meta se veía claramente: teníamos que llegar al límite, que eran 40 entre todos.

Las primeras ocho parvadas nos entraron antes de que dieran las siete de la mañana. Los graznidos impedían que se instaurara el silencio en ese campo. A lo lejos nubes negras de miles de gansos. Por todos lados volaban aves de todo tipo. El viento seguía soplando con fuerza. Y caían otros canadas y les fallábamos a otros más y caía uno que otro pato y un par de esporádicos y perdidos snows. Diversión y emoción en exceso. Disfrutábamos sin medirnos.

También hubo ansiedad. Cuando el reclamador, por dejar que una parvada mayor entrara, dejaba que un ganso solitario, o un par de estos, se sentara entre nuestros señuelos. Entonces obedecer se tornaba complicado y el refrán de más vale pájaro en mano que ciento volando se traducía en mis labios con ganas de escaparse y manifestarse ante el guía. Pero al final obedecíamos, y nos impresionaba la imponencia de estas aves migratorias que se alimentaban a dos metros de nosotros junto a sus similares de plástico. A veces funcionaba el sacrificar uno o dos pájaros seguros con tal de tener más, otras no.

Pasadas las ocho de la mañana, ya con un sol radiante a nuestras espaldas, habíamos alcanzado más de la mitad del bag limit. Tiempo no faltaba para conseguir lo que nos habíamos propuesto. Lo único que amenazaba con acabar faltando era el parque. Si seguíamos a ese ritmo nos íbamos a quedar sin tiros para las nueve. Así que decidimos concentrarnos mejor en nuestros próximos disparos. No obstante, cual inoportunas e impertinentes infiltradas, las fallas se hicieron presentes en ese inadecuado momento. Y fallamos y fallamos y fallamos, hasta que un doblete de honkers que cayó alrededor del cuarto para las 9:00 AM acabó con la mala racha.

Empero a las nueve la cosa se empezaba a poner fea: a mi hermano le quedaba un cartucho; a mi primo y a mi cuñado ninguno; a León dos y a mí, por suerte, poco más de una caja. Por lo que me dispuse a repartir tiros con la condición de que no se gastaran a lo güey; porque faltaban solamente diez gansos más para alcanzar el límite. Y teníamos que lograrlo.

Algunos ya estábamos cansados, uno de nosotros agotado: León, que había perseguido a dos gansos a pie, corriendo, durante varios minutos, cargando una vieja Remington pump action, calzando unas botas semi-nuevas y vistiendo unos pantalones algo grandes; “¡corren hechos la madre, los hijos de la chingada!”, bufó cuando regresó con solamente uno de ellos. Y se dejó caer al suelo empapado en sudor y colorado, colorado como jitomate. Es que a varios heridos tuvimos que rematar. Son animales fuertes y muy grandes. Si se cuenta al guajolote como caza mayor, como dice que es mi querido tío don Antonio Skorlich, entonces los gansos son los padres de la caza de pluma.

Metidos en nuestros ataúdes, con la latente amenaza de quedarnos sin tiros y deseosos de cazar 10 canadas más, nos dieron las 9 y 10 de la mañana. Por fin se había callado la naturaleza. Ya no se escuchaba como antes la vida silvestre canadiense. Lo único que quebrantaba ese silencio que intimidaba a nuestro propósito eran bromas ocasionales, encendedores accionándose, bostezos y sonidos de uno que otro iPhone. Si los gansos no volvían a levantarse nos regresaríamos como la Selección, con un “ya merito…”.

Y repentinamente, en donde el horizonte divide a la tierra del cielo se dibujó la silueta de un ganso; luego de dos y luego de tres. Se acercaban lentos, con parsimonia y un volar lánguido, directamente hacia nosotros en contra del viento. El guía nos suplicó que nos metiéramos bien en los ataúdes; que nos preparáramos. Y la espera devino tormento, hasta que el “¡shoot!” y los tiros que le sucedieron tumbaron los tres canadienses que nos asombraron volando casi a ras de suelo y enfrentito de nosotros. “¡7 más!”, gritó John.

Los siguientes dos le pasaron a dos metros a mi primo, que se encontraba en el extremo opuesto donde yo tenía mi ataúd. En esa ocasión no tiré. Pero la emoción que me provocó saber que estábamos a cinco gansos de la hazaña superó a la de tirar. Éramos el grupo más joven jamás recibido por esa empresa; éramos los primeros en ocupar el nuevo campamento donde nos alojaron; y estábamos a media decena de alcanzar un límite de honkers, a mediados de septiembre, cuando todavía no hace frío, cuando los territorios de gansos no se han delimitado contundentemente. No era cosa fácil. Pero ahí estábamos, a punto de lograrlo.

9:20 AM. Un bocinazo, un honk, aceleró los corazones. Nos enfundamos en los blinds. El guía nos advirtió que ahí venían de frente los gansos. A los pocos instantes teníamos un par de éstos a tres metros de nosotros. Sin recibir la orden un cazador se echó a los dos. John gritó que no; que atrás venía una parvada de cinco; que I call de shots!; pero el cazador, con una sonrisa pícara, gritó: “¡más vale pájaro en mano, que ciento volando!”. Ni hablar, estuve de acuerdo con él; aunque se agandalló dos gansos, yo estuve a punto de tirarles también. No podemos ignorar la sabiduría popular. Quedaban tres más por cazar y pocos tiros. Pero si con 20 cartuchos no podíamos bajar tres gansos, no merecíamos llegar al límite.

Al final bajamos los últimos tres de una parvada de cinco. Alcanzamos la meta, el bag limit, antes de las 9:30 de la mañana. La suerte estuvo de nuestro lado. Y desde ese doblete que acabó con la mala racha, no volvimos a fallar. El único aspecto negativo en ese momento era que una hora de trabajo, por lo menos, nos separaba de unas cervezas heladas para celebrar la hazaña. Faltaba recoger los cartuchos detonados, todos los señuelos, los blinds, la basura y, lo más importante, los gansos.

La luz del sol bañaba hectáreas incontables de campo. A lo lejos un pequeño lago adornaba el paisaje. Seguía soplando el viento, pero ahora no enfriaba sino se conformaba con refrescarnos. Algunos gansos nos sobrevolaron mientras recogíamos todo. La temperatura era la perfecta para ensuciarse las manos con tierra. Luego de recoger todo nos percatamos que tres pájaros se habían perdido. Ni hablar. Ahora solamente faltaba tomar las fotos y llenar la palangana de la pickup con gansos. La última mañana había concluido y con ella una caza exitosa que cerramos con broche de oro: 37 honkers recogidos, cinco mallards y 3 snows.

Agradezco mucho a mi querido amigo, Armando Klein, de Sierra Madre Hunting Safaris, que nos organizó esta inmejorable cacería. También a todo el equipo SWO que tuvo la gentileza de atendernos, John, Tobi, Keith. Pero sobre todo a los cazadores que me acompañaron. Hicimos buen grupo, buen equipo. Se repetirá.

México, Distrito Federal, a 18 de septiembre de 2013 

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