Cuando me asomé por el filo
de la cordillera, dirigí la mirada hacia donde el dedo de mi guía apuntaba. A
unos trescientos metros, un grupo de alrededor de treinta tur pastaba tranquilo.
Nuestra posición nos daba ventaja; nos encontrábamos encima de las cabras, que
suelen no cuidarse de nada que se encuentre arriba de sus cabezas, puesto que
sus depredadores naturales suelen atacarlas desde abajo. Teníamos tiempo para
contemplarlas con calma y tratar de encontrar, entre todos los animales, a un
buen macho adulto que mereciera la pena dar caza.
Instantes después, Juan
Fernando se acomodó a mi lado. Y ahí estábamos: el guía, aquél y yo, boca
abajo, binoculares en mano, vislumbrando el espectáculo. Porque los tur son una
especie de cabra o borrego maravillosa. Cuando te puedes dar el tiempo de mirar
detenidamente a uno de estos ejemplares, resulta fascinante descubrir cómo cada
uno de sus músculos se tensa con cada meneo. Porque son criaturas
extremadamente fuertes; su fuerza resalta casi como su belleza; y viene y la
adquieren de cada imposible movimiento que realizan en las cañadas, saltando de
piedra en piedra, sobre mortales precipicios, en una de las montañas más
empinadas del mundo.
Afilados peñascos y
desfiladeros componían nuestro horizonte. El Cáucaso en su máximo esplendor.
Todos embriagados de adrenalina, ahogando la emoción en nuestros pechos, nos
aferrábamos a los prismáticos en busca de un buen ejemplar. Unas nubes espesas
volaban sobre nuestras cabezas. De momentos, el clima amagaba con cerrarse de
nuevo. Yo rezaba porque eso no sucediera. Ya había pasado tiempo suficiente
encerrado en una tienda de campaña por culpa de la neblina y la lluvia
incesante. Ahora tocaba cazar. Así que busqué desesperadamente al trofeo con el
que llevaba más de un año soñando. Pero ahí no había nada. Puros tur jóvenes,
hembras y crías. Ni hablar. Teníamos que reanudar nuestro camino.
Dejamos por la paz a esa
manada y cruzamos un cañón para ‘gemelear’ la ladera opuesta. No obstante, ahí
no encontramos nada, por lo que decidimos regresar sobre nuestras huellas, y
con pasos lentos y pesados nos tiramos en el valle más alto que se extendía en
la falda del pico más alto. Ahí sacaron los guías un mantel, pepinos, queso de
cabra, sal en grano, salchichón y pan. Comimos y disfrutamos de una siesta,
esperando a que en la tarde los tur bajasen a pastar a las mesetas. Pero no
bajaron. Y el sol comenzaba a acurrucarse en las cimas de las sierras. Tocaba
regresar.
El regreso fue lento.
Recuerdo que Juanfer y yo hablábamos, especulábamos, con infinidades de y si
hubiera, y si hubiéramos. ¿Y si le hubiéramos tirado a ese que decían que no
estaba tan mal? Si le hubiera tirado, ya no tendría que ponerme esta chinga
mañana. Le hubiera tirado para asegurar, y luego buscaba otro. Todo esto entre
jadeos, con un hilo de voz, pues la empinada cordillera que trepábamos nos
arrebataba el aliento y el habla.
Cuando llegamos al
campamento, Felipe, ‘el padrino’, ya nos esperaba. Se le notaba agitado y algo
nervioso. Mientras Juan Fernando y yo dejábamos caer las mochilas y
acomodábamos nuestros rifles, comenzamos a repasar los acontecimientos del día.
Que cómo estuvo tu día; que cuántos tur habíamos visto; que qué tal la chinga;
que estuvo muy cabrón; que estuvo de la chingada; que yo no vi ninguno, dijo el
‘padrino’. Que, no chingues; nosotros vimos treinta, ¡o más! ¡No mames! Te lo
juro. Que pues yo nada más caminé por unos acantilados y la neblina lo tapó
todo. Y que nos regresamos, dijo Felipe. Y nosotros, que qué mala onda, pues de
aquél lado nos tocó buen clima. No vimos nada grande, pero buen clima. Pero ‘el
padrino’ insistía en que había estado terrible, terrorífico. Que la cacería
rayaba en los irresponsable, casi suicida. Y Juanfer decía que no era para
tanto. Y Felipe, pues entonces no te llevaron donde a mí. Y poco a poco la
emoción se fue disipando.
Aquella noche no dormimos
bien. Después de una parca y silenciosa cena consistente en pollo frito frío y
pepinos, bebimos un par de tazas de te y decidimos irnos a acostar. Dentro de
la tienda de campaña, Felipe se comenzó a preguntar si no estaba siendo
irresponsable por trepar sobre los despeñaderos del Cáucaso. Ni a Juan Fernando
ni a mí nos quedaban muy claros los motivos de la angustia de nuestro amigo.
Sin embargo, a mí no me parecía raro que se sintiera ansioso. Había leído
suficiente sobre la cacería de tur; y casi todos los cazadores que alguna vez
escribieron sobre sus experiencias en las montañas de Azerbaiyán relataron
pasajes escalofriantes sobre estas serranías. No por nada se le considera una—si no es que la más—de las cacerías más difíciles del mundo. Y es evidente que
ascender las faldas del Cáucaso conllevaba diversos peligros; entre ellos,
claro está, el de desbarrancarse y perder la vida.
Poco a poco nuestra conversación
se fue extinguiendo. Mientras afuera la noche caía, el frío se colaba en
nuestra tienda de campaña. Así que dejé mi libro a un lado, apagué mi lámpara
de cabeza y subí el cierre de mi bolsa de dormir. Era hora de recitar los
mantras, de rezar. Y comencé con un Padre nuestro que estás en los cielos. Con
los ojos cerrados y aferrándome al cristal de litio. Santificado sea tu nombre.
Necesitaba sentir ese consuelo divino y metafísico que proporcionan los dioses.
Venga a nosotros tu reino. Si el día siguiente amanecía despejado, volveríamos
a sentir la cercanía de los precipicios y el vértigo que provoca enfrentarse a
éstos. Hágase tu voluntad, así en la tierra, como en el cielo. Conforme repetía
las oraciones, el Padre Nuestro, el Ave María, el miedo que traía dentro desde
el inicio, se mitigaba, se aligeraba, y esa sensación me ayudó a conciliar el
sueño.
Nuestros sueños se vieron
interrumpidos por una fortísima ventisca que azotó en la madrugada. Las ráfagas
de viento agitaban la estructura de nuestra casa de campaña con violencia.
Además el ruido que hacía la lona era insoportable. Sonaba como un traqueteo
constante y brusco que se mezclaba con el aullar del vendaval. Mientras
escuchaba el alboroto, reanudaba mis oraciones; siempre en silencio, sumido en
mi sleeping bag, y rodeado de la
oscuridad. Lo hacía más para volverme a dormir, que por otra cosa. También me
preocupaba el clima, que casi no había dado tregua hasta entonces. Pero
confiaba en que todo iba a salir bien. Y así, sin más, volvía a soñar con pendientes
mortales y hermosos tur. Hasta que la luz mortecina del amanecer nos despertó a
todos.
Para desgracia de todos, cuando
salimos de la tienda, la maldita neblina otra vez lo cubría todo. Sin embargo, a
diferencia del primer día que no pasó nada, aquella mañana los guías se veían
optimistas. Nos instaron a que después del desayuno, preparáramos las mochilas
y nos pusiéramos listos para salir. Comimos galletas y tomamos te. Luego
salimos en grupo. Todos en la misma dirección. Por lo visto, para la segunda
salida no iban a separarnos. Los tres amigos cazaríamos juntos. Eso nos animó y
salimos entusiastas en busca de nuestros tur.
Emprendimos el primer ascenso
siguiendo la misma vereda que Juan Fernando y yo habíamos tomado el día
anterior. No obstante, esa vez no nos detuvimos en el punto donde habíamos
descendido sobre la escalonada; sino que seguimos adelante en dirección a unos
enormes peñascos cuyos picos se perdían en las nubes. Que por aquí me vine yo
ayer; que aquí es por donde se pone cabrón, nos dijo Felipe. Nosotros no
conocíamos esa zona. Pero seguimos adelante como si nada fuese a pasar. Hasta
que llegamos a un montículo de rocas donde teníamos que dar un pequeño salto
hacia la ladera cubierta de grava. Ahí comenzó a florecer el horror.
Recuerdo que el primer paso
que di, sentí como mi bota se hundía en una especie de cascajo y comenzaba a
deslizarse hacia el abismo. Instantáneamente perdí el equilibrio y me aferré al
palo de madera que llevábamos a modo de bastón. Al hacerlo, giré sobre mi eje y
me quedé boquiabierto contemplando la empinada pendiente que se extendía frente
a mí, amenazante y horrífica. Que no te des la vuelta; que hacia abajo nunca,
ahijado, me gritó Felipe. Mientras tanto, Magamet al momento corrió a ofrecerme
su hombro. Problem, problem, problem…
Repetía. Pero cuando recuperé el balance, me tranquilizó: no problem. No problem! Y así, abrazado de mi guía, comencé uno de
los recorridos más terroríficos de mi vida.
Como el día anterior no
habíamos atravesado las montañas recorriendo las laderas, ni Juan Fernando ni
yo sabíamos cómo utilizar el bastón correctamente. En cambio, Felipe y su guía
avanzaban sin problema. La técnica consistía en inclinarse en el sentido de la
pendiente, como en cuarentaicinco grados, utilizando el palo como remo para el
impulso, y pisando sobre las huellas de los guías. Sin embargo, mientras
aprendíamos a manejar el improvisado báculo, padecíamos deslices y miedos
imposibles de transmitir. Por eso recuerdo mi abrazo con Magamet. Resulta
imposible olvidar su voz alentándome, no
problem! No problem! Me acuerdo perfecto de mis pasos titubeantes, del
sonido de la grava, del vértigo, del horror en la sangre, de los espantosos
deslices.

Después de unas tres horas de
recelo y pavor, por fin llegamos a una meseta, en donde nos sentamos a comer un
poco de pan, sardinas, salchichón y queso. Para ese entonces, la neblina nos
había engullido. Nos encontrábamos en lo más profundo de la niebla, sin poder
ver absolutamente nada a nuestro alrededor. Otra vez el clima se antojaba como
obstáculo infranqueable entre los tur y nosotros. Pero había que ser pacientes.
Y decidimos esperar. Fue una espera helada y empapada, pues además de la espesa
bruma, una interminable llovizna caía sobre nosotros, sin darnos un respiro.
El tiempo pasaba, y los
cielos no se despejaban. No había visibilidad alguna, por lo que resultaba
imposible cazar. En las montañas se puede seguir adelante, sin importar que
caiga una tormenta de nieve, o los cielos se desprendan sobre uno, pero sin visibilidad,
lo único que se puede hacer, es sentarse a esperar.
Esperamos hechos ovillos
enfundados en nuestros impermeables. Con las cabezas entre las rodillas y
abrazados a nuestras piernas soportando las penurias del frío y del agua
aguardábamos a que el sol quemase la niebla. Empero, eso jamás sucedió. Las
horas pasaron y la situación únicamente parecía empeorar. Era el tercer día de
cinco que teníamos para encontrar nuestro tur. La presión insistía en hacerse
presente entre todos, pero afortunadamente el buen humor y las buenas actitudes
aún prevalecían.

Antes de emprender el regreso
al campamento, comencé a angustiarme nuevamente. Nada más imaginar que
retornaríamos por el mismo camino me helaba la sangre. Aunado a esto, y para
colmo, los guías improvisaron una lápida, escribieron un nombre, una fecha, y
le dejaron unas flores. Carajo, y nosotros sin entenderles nada. Esa imagen de
los guías dejándole flores a una tumba improvisada intensificó mi miedo,
nuestros miedos. Porque todos sabíamos de las historias de cazadores que
perdieron la vida en el Cáucaso, entre ellos Art Carlsberg, que en 1979 murió
cazando tur en Azerbaiyán. Además, justo antes de nuestro arribo, un cazador
francés había perecido de igual forma desbarrancándose en las mismas montañas.

Por fortuna, el regreso
fue mucho más sencillo. Si bien es cierto que no dejó de ser aterrador; no
obstante, por fin había aprendido el arte de manejar el báculo de madera. Por
eso, el retorno lo sufrí mucho menos. Ya no necesité de los abrazos salvavidas
de Magamet, y pude por mí mismo retornar al campamento, sin ayuda de mis guías.
Eso me alentó, me llenó de ánimo, pues significaba que el resto de la cacería
lo iba a hacer con mayor seguridad y sin sentirme embriagado por el desasosiego
y la turbación que ocasionaban los resbalones en las montañas del Cáucaso en Azerbaiyán.
Continuará.