Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

jueves, 29 de mayo de 2014

Sangre de cazador

Mi primer venado

Richard Suárez Jaimes

Aún tengo presente aquel gran momento en que lo vi y me vio. 

Hacía el año de 1991 cuando algunos amigos me invitaron al venado. Aunque por entonces era yo un novato, no obstante, ya tenía algunas experiencias en la cacería de conejos y palomas. Así que de alguna manera ya sabía a lo que iba. 

Recuerdo bien que me puse mis pantalones camuflados Woodland y mi playera verde olivo; cargué mi mochila y cantimplora. Y con cuchillo al cinto y al hombro  una escopeta remington cal. 20 GA me fui a cazar, cosa que les cayó en gracia a mis compañeros, que varios de ellos doblaban mi edad; por lo que al verme vestido así no faltaron las bromas y las exclamaciones, “¡ahí viene Rambo!”. Ellos no usaban ropa camuflada para ir de cacería.

A las nueve de la mañana comenzaron las “aventadas”. Un señor ya de edad, cuyo nombre no recuerdo, fue quien se encargo de ponernos en los puestos. El hombre vio que yo hacía con gran empeño y disciplina todo lo que me indicaba. Y en una de esas aventadas me dijo: “muchacho, hoy tú vas a tumbar venado”. 

Tal vez ese señor sabía que ese día me iba a convertir en cazador. Vio mi expresión de ¿Cómo sabe que yo voy a tumbar? Y me dijo: “mira, ve por este camino y baja hasta el fondo de la barranca; y en el rio te pones bien abusado. Ahí te va a pasar el venado”. Para esto ya eran más de las dos de la tarde, y en esos parajes del estado el calor estaba ya pegando muy duro.

Caminé y bajé a donde el señor me indicó. Me tomó casi 40 minutos para llegar al puesto, que se encontraba, como dijo el señor, al fondo de la barranca; el rio estaba seco; sólo había arena y piedras; la vegetación crecía muy cerrada; no había agua y mi cantimplora ya estaba vacía. Así que saqué una naranja de mi mochila, la partí y la exprimí, para menguar algo de aquel calor y sed que sentía. 

Busqué el mejor lugar de aquella barranca con visibilidad. Me senté en una piedra tras un arbusto para no ser visto por el venado, y me dispuse a esperar. Pasaron los minutos y no se escuchaba nada. Todo era silencio; ni el viento movía las hojas, ni los pájaros cantaban. Hasta que de repente, comencé a escuchar el andar de un animal ¡Era el venado! Estaba seguro. Pero no veía nada. Solamente escuchaba su caminar, ¡directamente hacia mí! Lo buscaba detrás de cada arbusto, de cada árbol y no lo veía. Esos segundos se me hicieron horas. Escuchaba sus pasos ya tan cerca que no podía creer que no lo pudiera ver. 

Luego de un momento, dejé de escuchar sus pasos. Mas tras unos instantes, volteé la mirada y vi a un venado. ¡Vi sus ojos y el vio los míos! Fue una mirada tan profunda que duró segundos y una eternidad a la vez.  

Lentamente encaré mi escopeta y apunté al pecho— quizás nunca apunté, y sólo encañoné el arma, ya que mi mirada estaba puesta en sus ojos y los suyos en los míos–. ¡Y jalé el gatillo! Se escuchó un tremendo disparo por lo cerrado de la barranca. El venado brincó, dio unos cuantos pasos y ahí cayo, inerte. ¡Por un momento me quedé petrificado! Acto seguido, Reaccioné y caminé hacia él, hacia mi venado, ya era mío, lo había vencido en su entorno, donde seguro había sorteado más de una ves su vida.

Era un animal hermoso. Lo toqué. Todavía llegué a sentir algunos latidos de su corazón, hasta que dejó de vivir.

En ese momento me sentí cazador; me sentí orgulloso de serlo; había cazado mi primer presa mayor; pero también sentí  nostalgia de ver a ese gran animal inerte a mis pies. Empero los sentimientos son parte de todo ser humano; y ahí estaba yo para cazarlo y él para ser cazado.

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