Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Cacería de Mid-Caucasian Tur en el Cáucaso I

Dice Sabina que en Comala comprendió que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, yo volví al Cáucaso. Tres años después de haber sentido ese vértigo helado y escalofriante que sólo las cimas de esta cordillera pueden provocar, regresé con Felipe Echenique, mi padrino, a las montañas que fungen como la prisión de Belcebú, por sus imposiblemente empinadas laderas y sus altísimos y filosos cantos. 

Primero vivimos el terror y el deleite en Azerbaiyán; ahora sería en las repúblicas de Kabardia-Balkaria y de Karacháyevo-Cherkesia, en Rusia. 

En nuestra primera expedición al Cáucaso habíamos tenido éxito: cada uno volvió a casa con un majestuoso Dagestan Tur. Ahora tocaba probar la suerte con el Mid-Caucasian y el Kuban Tur. 

La aventura inició un once de agosto de dos mil diecinueve. No llovía. Pero iba a llover.

Llovió cuando camino al aeropuerto me enteré que acababa de fallecer mi entrañable amigo Héctor Zamora, ‘El Científico’. Así que dejé México con el corazón empapado y con la promesa de dedicar mi cacería a don Héctor, que, al igual que yo, en esos momentos también emprendía un viaje, mas siendo el suyo perenne y a horizontes mucho más lejanos que el mío. 

Por mi parte, como le dije a mi padrino citando al Che, otras sierras del mundo reclamaban nuestros modestos esfuerzos. El infinito aún puede esperar. 

Tres días de viaje. Primero dormimos sobre el Atlántico; también lo hicimos a unas cuadras de la Torre Eiffel; por último, pasamos otra noche en el aeropuerto de Moscú; todo esto antes de llegar un soleado catorce de agosto a Minerálnye Vody, una pequeña ciudad rusa que funge como portal de acceso de las aguas minerales del Cáucaso; de ahí su nombre, que significa literalmente agua mineral. 



En el aeropuerto de Minerálnye Vody nos esperaban dos camionetas. Una se llevaría a Felipe a la República de Karacháyevo-Cherkesia y la otra nos llevaría a mí y a Eugenio, el guía e intérprete que me asignó la empresa Stalker Group, a la República de Kabardia-Balkaria. Es decir, en este punto, los caminos del padrino y míos se separaban. Echenique iniciaría su travesía en búsqueda del Kuban Tur y yo la mía, con miras en hallar un bonito ejemplar de Mid-Caucasian Tur. 



Un fuerte abrazo, expresiones de aliento y deseos febriles de suerte y éxito fungieron como el preludio a la cacería. Buena suerte y hasta luego, diría Calamaro. 



De camino al campamento base paré en un pueblo llamado Nalchik donde me corté el pelo; posteriormente visitamos un pequeño restaurante donde comí con mi guía y el chófer, Tomás. Bebimos Tarjun y cerveza; y comimos vegetales y kebab. Todo exquisito e ideal para afrontar con sueño las tres horas restantes que nos faltaban por recorrer para llegar al área de cacería. Y así fue: las pasé dormido, pero no concilié el sueño hasta que me mostraron al gigante de Europa: el Monte Elbrus. Entonces sí me quedé profundamente dormido y soñé con montañas y turs.




Desperté en las faldas del Cáucaso. Todavía no habíamos llegado al campamento base, pero me comentaron que en el sitio en el que nos encontrábamos verificaríamos que el rifle estuviera tirando bien. Así que nos apeamos del jeep y preparamos todo para hacer dos o tres tiros a cien metros.

Disparé en un par de ocasiones y ambos tiros pegaron básicamente en el centro, por lo que no llevé a cabo modificación alguna en la mira telescópica. Todo pintaba bien. En un futuro no habría excusa ni pretexto en caso de fallar algún tiro. 



Eran alrededor de las siete de la noche cuando por fin llegamos a la cabaña. Nos recibieron los guías locales: Hassan, Aslan y Kirin. El sol ya se había puesto sobre las cimas del Cáucaso. Comenzaba a soplar un viento fresco y las primeras estrellas empezaban a brillar sobre nosotros. Ninguna nube amenazaba la cacería. Todos desbordábamos optimismo.

Después de los saludos y las presentaciones correspondientes, nos instalamos para pasar una noche en la agradable cabañuela. Una vez instalados, nos reunimos en una terracita, donde destapamos un par de cervezas y disfrutamos de las últimas luces del quince de agosto fumando cigarrillos, tomando cerveza y hablando de cacería.




Durante la cena, descorchamos una botella de whisky y cada quién tomó la palabra para hacer un brindis previo a la caza. Los guías locales se veían experimentados; los tres mostraban surcos en el rostro afilado y tostado por el sol, canas en las sienes y bigotes del color de los glaciares. Pero al mismo tiempo, sus palabras estaban llenas de sabiduría y sus movimientos de energía y fuerza. Sabía que podía confiar mi vida en sus manos y en sus caballos. A nadie se le tiñe el pelo de blanco ni se le curte la piel viviendo sin cuidado en las montañas. Dicho esto, les expresé el honor que representaba para mí escalar el Cáucaso con ellos, cazar a su lado, y les aseguré que siempre y en todo momento haría lo que ellos me indicaran y seguiría sus instrucciones sin jamás titubear. La seguridad se anteponía, como prioridad en la cacería. Si hay un lugar en el mundo que se tiene que pensar cada paso y valorar la vida en cada segundo es el Cáucaso, y eso lo sabíamos todos los que compartíamos el pan y el vino aquella noche del quince de agosto. 

El dieciséis de agosto inició con calma y sin prisas. Dormimos hasta el buen despertar, nos dimos un baño frugal, desayunamos, y preparamos los caballos para subir a las montañas. No fue sino hasta las once de la mañana que iniciamos el ascenso. De acuerdo a los guías, la cabalgata sería de seis horas; así que todavía tendríamos un par de horas de luz para montar campamento y lentear el área una vez que llegásemos al punto que se tenía contemplado alcanzar esa tarde. 

Durante el camino vimos caballos y yaks por doquier, cruzamos un río y múltiples arroyos. El sol brillaba con fuerza, pero también soplaba el viento. El clima se sentía cálido y tranquilo en el cuerpo. Mi caballo se dejaba cabalgar sin problemas. Todo se sentía en paz, se percibía belleza e inmensidad. Porque el Cáucaso es verde y florido, pero también es un templo de agua. Conozco pocas cordilleras tan llenas de vida. Sin embargo, en estas montañas también se siente una energía intimidante que de cuando en cuando huele a miedo y muerte. Por eso siempre he dicho que en el Cáucaso se deleita y teme uno todo el tiempo; la experiencia de ascender estas montañas es una confrontación entre el regodeo provocado por las deliciosas vistas y el terror que causan los precipicios, los acantilados, los glaciares.



A eso de las tres y media de la tarde agenciamos los tres mil metros de altura. Cuando los árboles quedaron atrás, la emoción comenzó a florecer. Ya nos sentíamos en terreno alpino, en territorio de caza. Ahora quedaban pocos kilómetros que recorrer, pero el andar se haría más lento, porque a partir de entonces realizaríamos paradas intermitentes para gemelear los cañones y laderas aldedañas. Empezamos en el primer puerto que alcanzamos después de un largo ascenso desde el valle. 



Nos bajamos de los caballos y empezamos a lentear. A los quince minutos, Kirin ya había ubicado a un tur que descansaba a la sombra de un risco a poco más de un kilómetro de distancia. Me comentaron que por el color del pelaje y el tamaño del cuerpo debía tratarse de un ejemplar maduro. Además, nos comentó el hombre mientras lo veía a través de sus binoculares, se encontraba relativamente cerca de donde teníamos pensado levantar el campamento. Por consiguiente, el guía nos apuró a todos a reanudar la cabalgata. No había mucho tiempo que perder. Y de acuerdo a los guías, con un poquito de suerte podíamos intentar dar caza a ese borrego en poco más de una hora.

La emoción comenzaba a electrificar la sangre. Ansioso y torpe volví a montar mi caballo y seguí a Kirin, que encabezaba la cabalgata. Montamos hacia una arista que se elevaba al este, sobre una angosta vereda que serpenteaba hacia el cielo, donde se perdía en el espejismo. Al llegar a esa cima, el camino cubierto de laja continuaba mucho más regular y plano. Cabalgábamos todos en silencio, con el ruido de las herraduras y las piedras como música de fondo. En ese momento, el viento soplaba más calmo. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, y ya nos situábamos a medio camino de donde pretendíamos tirar al tur. No obstante, todo se vio interrumpido, pues de pronto Kirin se bajó de su caballo y, arrastrándose, se situó detrás de una roca, binoculares en mano. Luego, nos hizo señas para que todos nos bajáramos. Y eso hicimos.

Acto seguido, todos pecho tierra y hombro con hombro veíamos a otro tur echado a media ladera, en el cañón opuesto a nosotros, como a dos kilómetros de distancia. También se veía bueno. Pero el lugar en el que se encontraba estaba mucho más lejos que el primer tur que habíamos visto desde el puerto de donde veníamos. Así que decidimos dejar este segundo Mid-Caucasian para mañana, en caso de que algo saliera mal en el asecho al que teníamos pensado dar caza en una hora. 

Seguimos cabalgando. Llegamos al punto de donde comenzaríamos a caminar. Nos quedaban dos horas de luz, por lo que optamos por dividirnos. Kirin iría por agua al arroyo y se encargaría de montar campamento, en lo que nosotros hacíamos el intento de cazar el tur. 

Mochilas y rifle al hombro, iniciamos el camino. Sin embargo, a los pocos minutos, Aslan, que lideraba la marcha, se echó al suelo y nos señaló a un grupo de hembras que lentamente se dirigían exactamente al punto a donde nosotros queríamos llegar. Esto complicaba el plan, ya que, si espantábamos a las hembras, éstas sin duda en la huida asustarían al macho, y todo se caería a pedazos, principalmente nuestras esperanzas y nuestros nervios. Consecuentemente, Eugenio sin perder tiempo, dijo que nos regresáramos, tomáramos los caballos e intentáramos el segundo tur que habíamos visto desde el punto alto del borde de la montaña, que yacía en la ladera opuesta. Pero rápido, que quedaban poco menos de dos horas de luz.



Los tres estuvimos de acuerdo en que teníamos que dar marcha atrás e intentar el plan B que había expuesto Eugenio. Por lo tanto, nos regresamos, tomamos cada quién nuestro caballo, y nos dirigimos al fondo del cañón vecino, que era un río seco, cubierto de piedras lisas y de distintos colores, como verde, gris, rojo; un espectáculo y una amenaza a los tobillos, sin duda. 

Continuará


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