Alfredo Plata Cruz
Segunda parte
Fui por mi rifle y regresé.
Mi hermano me ubicó en la zona donde estaba parado el venado cuando le disparó
y lo perdió. Yo, por mi parte, no entendía cómo no lo vi primero. Desde donde
nos encontrábamos parecía que hubiera sido mucho más fácil que yo lo viera
antes que mi hermano. Éste hizo el disparo contra el sol cuando el venado
estaba metiéndose a la maleza; no estaba seguro de haber acertado el tiro; y,
además, mi padre y abuelo nos han enseñado que hay que dejar al animal tirado
mínimo media hora y no apretarlo inmediatamente después del tiro.
De pronto, debajo del árbol
que teníamos de frente pasaron dos coyotes, uno de ellos venía con el hocico
lleno de sangre. Así que mi hermano dedujo que quizá sí le había pegado al
venado, y que por lo mismo, los depredadores ya le habían echado diente al
escurridizo animal.
Comenzamos los dos a buscar
rastros de sangre. Pero nada. Llevábamos más de veinte minutos buscando cuando
me pareció que mi hermano comenzaba a perder la fe. Justo en ese momento encontré
por fin, sobre la tierra, ese color rojo brillante y grité: “¡A huevo cabrón!
Ya lo chingaste”.
Cuando encontré la tierra
teñida de rojo, cubierta de sangre, fue sin duda uno de los momentos más
felices de mi vida. El estar con mi hermano menor, al que vi crecer, disfrutando
juntos de esta pasión por los bosques y la aventura que mi papá y abuelo nos
heredaron, realmente no tiene precio. Es un momento que jamás olvidaré, quería
llorar de la felicidad.
Después de unos minutos de
seguir el rastro apareció, ahí tan pacifico, tirado, un bello ejemplar de
venado cola blanca miquihuano de unos cuatro años, de un color hermoso un poco
más obscuro de lo normal. El venado lucía un cuello poderoso, musculoso. Se
trataba, sin duda, de un bello animal, con la particularidad de que un cuerno,
el derecho, lo tenía completamente roto. Pero era el primero de mi hermano, y eso
no opacaba nuestra felicidad. Lo apodamos Elliot,
en analogía a una película de Pixar, y hacíamos bromas mientras lo
destripábamos. Cabe mencionar que los coyotes nos robaron buena parte de los
cuartos traseros.

Llegaron los demás unas dos
horas después por nosotros. Entre todos cargamos el venado a la camioneta, y ya
en el camino nos percatamos de algo terrible: sobre la brecha vislumbramos algo
de viseras y sangre. Al parecer los detestables furtivos sí lograron robarle
algo a la naturaleza la tarde anterior. Nosotros seguimos nuestro camino para
el campamento, donde pelamos y comimos ‘venao’.
A las cuatro de la tarde ya estábamos listos para salir de
nuevo, aun teníamos un cintillo.
Yo me sentía extraño; mi
hermano ya había cazado, y los furtivos también. Sentía que estábamos abusando
de la naturaleza. Sin embargo, nosotros no teníamos la culpa. En cambio, los furtivos
iban a recibir lo que se merecían por sus faltas. Sin duda comparecerían por sus actos antes las autoridades. Una vez
que saliéramos de la sierra, don Teddy se encargaría de ello.
Caminamos unos cuantos
kilómetros; el calor era terrible; pero no podía quejarme, no había sufrido ningún desgaste físico en comparación de otras cacerías.
Fuimos dejando a gente otra
vez, y yo quedé en el último puesto. Tenía unos cuatrocientos metros de brecha
a la izquierda y otros doscientos a la derecha; mi hermano siguió caminando con
don Alabama. Mientras yo subía a un mezquite, ellos irían a caminar entre la
vegetación para mover a los animales.
Cuando comencé a subir al
árbol noté que no iba a ser fácil esperar ahí, pues me encontraba muy incómodo,
no tenía buena visibilidad, y tenía que elegir: izquierda o derecha; no tenía
una posición cómoda para hacer tiro a ambos lados, así que elegí izquierda, que
era donde cubría con la vista más terreno. Si el venado me salía por la derecha,
probablemente no iba a poder hacerle un tiro.
Pasaron los minutos y yo
seguía preguntándome si hacíamos bien en seguir cazando.
A pesar de que estábamos bajo
todas las de la ley, yo sentía que abusábamos de la naturaleza; pero el cazador
que llevo dentro aún se sentía sediento. Tenía ya dos años y once días que no
veía a un venado vivo, desde Guanajuato no los había vuelto siquiera a ver;
quizá el año anterior cuando mi padre cazó el coues, alcancé a ver uno muy
fugazmente; mas en realidad no lo sé.
Mientras seguía esperando
hablaba con Dios y le pedía la oportunidad de volver a verlos. Prometí no matar
ningún venado joven, y eso es algo que ya llevaba en mente desde varios meses atrás,
que si iba a cazar sería un venado maduro, si disparaba lo haría a un animal
que ya hubiera vivido y dado lo que tenía que dar al ecosistema.
Pasaba el tiempo. Estaba muy
incómodo, me movía y movía en busca de una posición cómoda, rompía ramas para
ver mejor. Con todo el ruido que hacia, no esperaba que ningún animal se
acercara, menos un venado viejo y colmilludo. Con muy poca esperanza me puse a
buscar entre la maleza con el lente y ver una edificación que estaba a varios
kilómetros, cuando de repente algo muy brillante salió a brecha.
Automáticamente se me aceleró el corazón, casi se me salía del pecho; no podía
creerlo, al parecer mis peticiones habían tenido respuestas. Se asomó un venado
grande, de cuernos muy altos. El brillo del sol contra ellos era deslumbrante.
Tomé mi arma, lo metí en la
mira, y dije: “Tú sí mereces…”. No lo dudé y disparé. Apunté justo al codillo,
cerrojé mi arma, y cuando apunté de nuevo, el venado estaba tirado, intentando
levantarse; así que le volví a disparar, pero esta vez sin éxito. Yo temblaba.
Inundado de emoción, corté otra vez cartucho y cuando iba a hacer el tercer
disparo, el ciervo se quedó inmóvil.
Bajé del árbol lo más rápido
que pude. Caminaba hacia mi trofeo mientras recargaba el rifle y le daba
gracias a Dios. Cuando estuve a unos cuantos metros, no podía creerlo, un
venado de diez puntas, hermoso, de una belleza inexplicable: cuernos cerrados y
altos, con una cara hermosa, una mancha blanca debajo del ojo. Estaba enamorado
de esa hermosa criatura. Me arrodillé, lo acaricié, le di gracias a él y a Dios,
y espere a que los demás llegaran.
El disparo lo alcanzó justo
en la columna vertebral, donde se terminan las costillas. Murió
instantáneamente, era hermoso. Sabía que estuve a cinco centímetros de fallar
el disparo y no volverlo a ver; pero no fue así, y ahora lo tendría en mi
comedor para admirarlo cada que pudiera.
Esa cacería me dejó mucho:
los momentos vividos con mi hermano valen oro, el aprendizaje que don Alabama,
a pesar de no aparentar ser el mejor guía del mundo, me enseñó, que en cada
lugar la caza es diferente y las habilidades físicas no lo son todo. De hecho,
vale mucho más un cazador inteligente que uno muy entrenado.
Y, a pesar de todos mis
pronósticos negativos, resultó ser un día inolvidable.
Fin.
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