Sobre la hojarasca

El latido de tu corazón comienza a sofocarte. Sientes los violentos martillazos en el pecho. Tratas de controlar tu respiración, pero por más que te esfuerzas se te escapa del cuerpo como bufidos estruendosos y delirantes. Contrólate. Respira profundo. Tranquilo. Sin embargo, cualquier intento por serenarte naufraga en la excitación y el nerviosismo. Estás totalmente exasperado. Caminas lentamente con tus sentidos agudizados. Todos los sonidos estallan con una nitidez increíble en tus oídos. Comienzas a creer que estás haciendo mucho ruido y aún te quedan diez metros por recorrer para estar a buena distancia. Y tu aliento como una tormenta, y tu palpitar como un terremoto. Mas nada truena como la hojarasca bajo tus pies, bajo tus botas. Eres un cazador. Caminas lentamente sobre la hojarasca. Cinco metros más por recorrer. Debes llegar a esa roca grande para poder mampostearte. Y llegas. Y ahí está… con toda su belleza y esplendor, imponente, ocupando todo el universo y absorbiendo toda la existencia. Lo vislumbras detenidamente, casi perplejo; te desconcierta tanta inmensidad y hermosura. Por un instante olvidas la impetuosa fogosidad. Luego apuntas.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Un gran día II/ II


Alfredo Plata Cruz

Segunda parte

Fui por mi rifle y regresé. Mi hermano me ubicó en la zona donde estaba parado el venado cuando le disparó y lo perdió. Yo, por mi parte, no entendía cómo no lo vi primero. Desde donde nos encontrábamos parecía que hubiera sido mucho más fácil que yo lo viera antes que mi hermano. Éste hizo el disparo contra el sol cuando el venado estaba metiéndose a la maleza; no estaba seguro de haber acertado el tiro; y, además, mi padre y abuelo nos han enseñado que hay que dejar al animal tirado mínimo media hora y no apretarlo inmediatamente después del tiro.

De pronto, debajo del árbol que teníamos de frente pasaron dos coyotes, uno de ellos venía con el hocico lleno de sangre. Así que mi hermano dedujo que quizá sí le había pegado al venado, y que por lo mismo, los depredadores ya le habían echado diente al escurridizo animal.

Comenzamos los dos a buscar rastros de sangre. Pero nada. Llevábamos más de veinte minutos buscando cuando me pareció que mi hermano comenzaba a perder la fe. Justo en ese momento encontré por fin, sobre la tierra, ese color rojo brillante y grité: “¡A huevo cabrón! Ya lo chingaste”.


Cuando encontré la tierra teñida de rojo, cubierta de sangre, fue sin duda uno de los momentos más felices de mi vida. El estar con mi hermano menor, al que vi crecer, disfrutando juntos de esta pasión por los bosques y la aventura que mi papá y abuelo nos heredaron, realmente no tiene precio. Es un momento que jamás olvidaré, quería llorar de la felicidad.

Después de unos minutos de seguir el rastro apareció, ahí tan pacifico, tirado, un bello ejemplar de venado cola blanca miquihuano de unos cuatro años, de un color hermoso un poco más obscuro de lo normal. El venado lucía un cuello poderoso, musculoso. Se trataba, sin duda, de un bello animal, con la particularidad de que un cuerno, el derecho, lo tenía completamente roto. Pero era el primero de mi hermano, y eso no opacaba nuestra felicidad. Lo apodamos Elliot, en analogía a una película de Pixar, y hacíamos bromas mientras lo destripábamos. Cabe mencionar que los coyotes nos robaron buena parte de los cuartos traseros.



Llegaron los demás unas dos horas después por nosotros. Entre todos cargamos el venado a la camioneta, y ya en el camino nos percatamos de algo terrible: sobre la brecha vislumbramos algo de viseras y sangre. Al parecer los detestables furtivos sí lograron robarle algo a la naturaleza la tarde anterior. Nosotros seguimos nuestro camino para el campamento, donde pelamos y comimos ‘venao’.

A las cuatro  de la tarde ya estábamos listos para salir de nuevo, aun teníamos un cintillo.

Yo me sentía extraño; mi hermano ya había cazado, y los furtivos también. Sentía que estábamos abusando de la naturaleza. Sin embargo, nosotros no teníamos la culpa. En cambio, los furtivos iban a recibir lo que se merecían por sus faltas. Sin duda comparecerían por sus actos antes las autoridades. Una vez que saliéramos de la sierra, don Teddy se encargaría de ello.

Caminamos unos cuantos kilómetros; el calor era terrible; pero no podía quejarme, no había sufrido ningún desgaste físico en comparación de otras cacerías.

Fuimos dejando a gente otra vez, y yo quedé en el último puesto. Tenía unos cuatrocientos metros de brecha a la izquierda y otros doscientos a la derecha; mi hermano siguió caminando con don Alabama. Mientras yo subía a un mezquite, ellos irían a caminar entre la vegetación para mover a los animales.

Cuando comencé a subir al árbol noté que no iba a ser fácil esperar ahí, pues me encontraba muy incómodo, no tenía buena visibilidad, y tenía que elegir: izquierda o derecha; no tenía una posición cómoda para hacer tiro a ambos lados, así que elegí izquierda, que era donde cubría con la vista más terreno. Si el venado me salía por la derecha, probablemente no iba a poder hacerle un tiro.

Pasaron los minutos y yo seguía preguntándome si hacíamos bien en seguir cazando.

A pesar de que estábamos bajo todas las de la ley, yo sentía que abusábamos de la naturaleza; pero el cazador que llevo dentro aún se sentía sediento. Tenía ya dos años y once días que no veía a un venado vivo, desde Guanajuato no los había vuelto siquiera a ver; quizá el año anterior cuando mi padre cazó el coues, alcancé a ver uno muy fugazmente; mas en realidad no lo sé.

Mientras seguía esperando hablaba con Dios y le pedía la oportunidad de volver a verlos. Prometí no matar ningún venado joven, y eso es algo que ya llevaba en mente desde varios meses atrás, que si iba a cazar sería un venado maduro, si disparaba lo haría a un animal que ya hubiera vivido y dado lo que tenía que dar al ecosistema.

Pasaba el tiempo. Estaba muy incómodo, me movía y movía en busca de una posición cómoda, rompía ramas para ver mejor. Con todo el ruido que hacia, no esperaba que ningún animal se acercara, menos un venado viejo y colmilludo. Con muy poca esperanza me puse a buscar entre la maleza con el lente y ver una edificación que estaba a varios kilómetros, cuando de repente algo muy brillante salió a brecha. Automáticamente se me aceleró el corazón, casi se me salía del pecho; no podía creerlo, al parecer mis peticiones habían tenido respuestas. Se asomó un venado grande, de cuernos muy altos. El brillo del sol contra ellos era deslumbrante.

Tomé mi arma, lo metí en la mira, y dije: “Tú sí mereces…”. No lo dudé y disparé. Apunté justo al codillo, cerrojé mi arma, y cuando apunté de nuevo, el venado estaba tirado, intentando levantarse; así que le volví a disparar, pero esta vez sin éxito. Yo temblaba. Inundado de emoción, corté otra vez cartucho y cuando iba a hacer el tercer disparo, el ciervo se quedó inmóvil.

Bajé del árbol lo más rápido que pude. Caminaba hacia mi trofeo mientras recargaba el rifle y le daba gracias a Dios. Cuando estuve a unos cuantos metros, no podía creerlo, un venado de diez puntas, hermoso, de una belleza inexplicable: cuernos cerrados y altos, con una cara hermosa, una mancha blanca debajo del ojo. Estaba enamorado de esa hermosa criatura. Me arrodillé, lo acaricié, le di gracias a él y a Dios, y espere a que los demás llegaran.






El disparo lo alcanzó justo en la columna vertebral, donde se terminan las costillas. Murió instantáneamente, era hermoso. Sabía que estuve a cinco centímetros de fallar el disparo y no volverlo a ver; pero no fue así, y ahora lo tendría en mi comedor para admirarlo cada que pudiera.




Esa cacería me dejó mucho: los momentos vividos con mi hermano valen oro, el aprendizaje que don Alabama, a pesar de no aparentar ser el mejor guía del mundo, me enseñó, que en cada lugar la caza es diferente y las habilidades físicas no lo son todo. De hecho, vale mucho más un cazador inteligente que uno muy entrenado.


Y, a pesar de todos mis pronósticos negativos, resultó ser un día inolvidable.

Fin. 

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