lunes, 1 de septiembre de 2014

Realidad y mito del coyote


Gustavo Díaz Montiel

Les quiero compartir una experiencia que me tocó vivir. Lo que sucedió es lo siguiente:

¿Alguna vez han escuchado el mito acerca de la suerte de los coyotes? O no sé cómo llamarlo.

Sucede que en una de varias salidas se nos ocurrió comprar un silbato para llamar coyotes, y como era de esperarse decidimos salir a probarlo al cerro. Aquella vez salimos mi dos tíos, mi sobrino de dieciséis años, al que le encargamos que fuera practicando el aullido del coyote, ya que el joven aun no estaba preparado para portar un arma, y un servidor.


La caminata duró como una hora. Durante esos sesenta minutos, mi sobrino, que no paraba de insistir en la tarea que se le encomendó, logró perfeccionar el reclamo.

Una vez afinado el silbido y recorrido el camino, llegamos al lugar y le pedimos al adolescente reclamador que empezara a llamar a los coyotes.

Rip…rip… ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuu!

Se le solicitó que hiciera pausas de dos minutos entre reclamo y reclamo. Reclamaba. Paraba un momento. Y nuevamente.

Rip…rip…rip.. ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!
Silencio.

¡Rip! ¡Rip! ¡Auuuuuuuuuuuuuu!

Y de pronto, una respuesta.

¡Auuuuuuuuuuuuuu!

Emocionados escuchamos cómo el coyote contestó a lo lejos. Finalmente había atrapado el reclamo al canino.

Eran las diez de la noche cuando nos sorprendió el canto del coyote.

Mis tíos eran los de la experiencia en caminos y brechas. Así que fueron ellos quienes nos acomodaron según los puntos por donde probablemente pasaría el animal. Todos armados con escopetas calibre .12 GA., y munición del 0 nos preparamos para esperar a la presa.

Una vez apostados, encendimos instantáneamente nuestras lámparas para estudiar los posibles y diversos caminos por los cuales podría pasar el coyote. Acto seguido, solicitamos a nuestro sobrino reclamara nuevamente al aullador.

—Apaguen sus lámparas—, nos ordenó en un susurro uno de mis tíos.

Oscuridad. Y el reclamo.

¡Rip! ¡Rip! ¡Auuuuuuuuuuuuuu!

Y un instante después responde otra vez el coyote. No tardó ni un segundo en volver a contestar al reclamo de mi sobrino.

¡Auuuuuuu!

Silencio sepulcral.

—¡Silva como liebre herida, sobrino!—le pedí a mi sobrino.

Silencio total. Reclamo.

—¡Prendan sus lámparas!— Ordenó un tío mío.

Cuando encendimos nuestras luces y alzamos la mirada, teníamos al majestuoso animal a cuarenta metros de distancia. Al verlo nos quedamos helados, como en pausa. Y entonces vi esos ojos rojos. Los miré de frente. Vi claramente como éstos me miraban a mi también. Ambos con las miradas clavadas.

Luego de un segundo, uno de mis tíos, el más experimentado en las artes de la caza, levantó su escopeta y la amartilló. Apuntó al animal, y seguramente en ese mismo instante dije hacia mis adentros que seguramente ya la habíamos hecho.

Y mi tío jaló el gatillo. Y nada.

¡No tronó el cartucho!

Y otra vez, inmediatamente después, otro click sin tiro. ¡No volvió a tronar el cartucho!

Yo no podría creerlo. En ese momento estaba totalmente anonadado, incrédulo, helado.

Mas repentinamente nuestro joven sobrino gritó que el animal ya se iba; ¡ya se va! ¡ya se va el coyote!

Y salimos del letargo. Y empezamos todos a tirar al bulto, hacia la oscuridad.

Cesado el fuego, nos dirigimos todos al lugar donde vimos que el can huyó. No obstante, la búsqueda fue inútil.

—El coyote nos dirimió—. Fueron las palabras de mi tío.

Desde entonces hasta hoy, he empezado a creer en todas las anécdotas que he escuchado acerca de este animal.


Esto que aquí cuento sucedió en Puebla, muy cerca de Atlixco, una noche, alrededor de las diez de la noche.

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