Gustavo Díaz Montiel
Les quiero compartir una
experiencia que me tocó vivir. Lo que sucedió es lo siguiente:
¿Alguna vez han escuchado el mito
acerca de la suerte de los coyotes? O no sé cómo llamarlo.
Sucede que en una de varias
salidas se nos ocurrió comprar un silbato para llamar coyotes, y como era de
esperarse decidimos salir a probarlo al cerro. Aquella vez salimos mi dos tíos,
mi sobrino de dieciséis años, al que le encargamos que fuera practicando el
aullido del coyote, ya que el joven aun no estaba preparado para portar un arma,
y un servidor.
La caminata duró como una hora.
Durante esos sesenta minutos, mi sobrino, que no paraba de insistir en la tarea
que se le encomendó, logró perfeccionar el reclamo.
Una vez afinado el silbido y
recorrido el camino, llegamos al lugar y le pedimos al adolescente reclamador que
empezara a llamar a los coyotes.
Rip…rip… ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuu!
Se le solicitó que hiciera pausas
de dos minutos entre reclamo y reclamo. Reclamaba. Paraba un momento. Y
nuevamente.
Rip…rip…rip.. ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!
Silencio.
¡Rip! ¡Rip! ¡Auuuuuuuuuuuuuu!
Y de pronto, una respuesta.
¡Auuuuuuuuuuuuuu!
Emocionados escuchamos cómo el
coyote contestó a lo lejos. Finalmente había atrapado el reclamo al canino.
Eran las diez de la noche cuando
nos sorprendió el canto del coyote.
Mis tíos eran los de la
experiencia en caminos y brechas. Así que fueron ellos quienes nos acomodaron
según los puntos por donde probablemente pasaría el animal. Todos armados con
escopetas calibre .12 GA., y munición del 0 nos preparamos para esperar a la
presa.
Una vez apostados, encendimos
instantáneamente nuestras lámparas para estudiar los posibles y diversos
caminos por los cuales podría pasar el coyote. Acto seguido, solicitamos a
nuestro sobrino reclamara nuevamente al aullador.
—Apaguen sus lámparas—, nos ordenó
en un susurro uno de mis tíos.
Oscuridad. Y el reclamo.
¡Rip! ¡Rip! ¡Auuuuuuuuuuuuuu!
Y un instante después responde
otra vez el coyote. No tardó ni un segundo en volver a contestar al reclamo de
mi sobrino.
¡Auuuuuuu!
Silencio sepulcral.
—¡Silva como liebre herida,
sobrino!—le pedí a mi sobrino.
Silencio total. Reclamo.
—¡Prendan sus lámparas!— Ordenó un
tío mío.
Cuando encendimos nuestras luces y
alzamos la mirada, teníamos al majestuoso animal a cuarenta metros de
distancia. Al verlo nos quedamos helados, como en pausa. Y entonces vi esos
ojos rojos. Los miré de frente. Vi claramente como éstos me miraban a mi
también. Ambos con las miradas clavadas.
Luego de un segundo, uno de mis
tíos, el más experimentado en las artes de la caza, levantó su escopeta y la
amartilló. Apuntó al animal, y seguramente en ese mismo instante dije hacia mis
adentros que seguramente ya la habíamos hecho.
Y mi tío jaló el gatillo. Y nada.
¡No tronó el cartucho!
Y otra vez, inmediatamente después,
otro click sin tiro. ¡No volvió a
tronar el cartucho!
Yo no podría creerlo. En ese
momento estaba totalmente anonadado, incrédulo, helado.
Mas repentinamente nuestro joven
sobrino gritó que el animal ya se iba; ¡ya se va! ¡ya se va el coyote!
Y salimos del letargo. Y empezamos
todos a tirar al bulto, hacia la oscuridad.
Cesado el fuego, nos dirigimos
todos al lugar donde vimos que el can huyó. No obstante, la búsqueda fue inútil.
—El coyote nos dirimió—. Fueron
las palabras de mi tío.
Desde entonces hasta hoy, he empezado
a creer en todas las anécdotas que he escuchado acerca de este animal.
Esto que aquí cuento sucedió en
Puebla, muy cerca de Atlixco, una noche, alrededor de las diez de la noche.
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