Cuando
desperté, seguía soñando. Y toda la ciudad dormía.
Salimos de
madrugada rumbo al aeropuerto de la Ciudad de México. Carlos y yo equipados
cada uno con backpacks y los estuches
duros con nuestros rifles. Él, mi compañero de caza, fumaba en silencio
mientras que yo me perdía en las avenidas vacías y negras, vislumbrando una que
otra luz esporádica que nos rebasaba o que dejábamos atrás. Eran las dos y
media de la mañana. Por fin nos íbamos de cacería. Aunque el sueño sobrevivía,
la espera había terminado.
Nos aguardaba un viaje largo. Muy largo. Un vuelo de tres horas; doce horas de carretera; tres horas de terracería; y cuatro horas de brecha, nos separaban del campamento donde habríamos de pasar seis noches cazando al esquivo y bello venado cola prieta de Baja California.
Y
aterrizamos en Tijuana. Nos recibieron Manuel y Jorge entre abrazos y risas.
Tenía más de un año que no veía a ‘Meño’. Me dio mucho gusto volverlo a ver.
Siempre se alegra uno cuando se reencuentra con amigos.
Posteriormente
nos encontramos con otro gran amigo, David, 'el Chilango'. Nos detuvimos a
apuntar los rifles en el campo de tiro; a veinticinco metros; una pulgada abajo del centro; y una vez listos los dos .300 WIN MAG que llevábamos, salimos en dos camionetas hacia el
sueño.
Antes de llegar
a El Rosario, el pueblo más antiguo de Baja California; un lugar carismático,
de calles chamuscadas y secas, pero de personas cálidas y alegres. Un sitio
donde se siente uno seguro y rodeado de gente buena, con el desierto que lo
rodea, el legendario restaurante de Mamá Espinoza y sus negocios de mariscos;
previo a nuestro arribo a ese poblado, cruzamos Rosarito, Ensenada, los viñedos
de Santo Tomás, San Vicente, San Quintin. El camino fue ameno; lo transitamos
entre anécdotas de cacería y chistes, escuchando buena música y con mucho que
contarnos. El tiempo voló, detrás de la Suburban invencible de ‘Meño’.
Mientras más
nos acercábamos a nuestro destino, pueblos, mares, ciudades, sierras,
lomas y montañas quedaban atrás. Muy detrás de nosotros.
Baja California
me deslumbró con su belleza. Tanto de día, como de noche.
Eran las
seis de la mañana cuando quedó listo y levantado el campamento. El final del
trayecto lo recorrimos destruyendo la camioneta, arrollando piedras y cayendo
en inmensos baches. Con los párpados pesados como acero y el estómago vacío
rodamos el último tramo, de subida. Cuando al fin llegamos y terminamos de
montar todo, nos metimos en la tienda a descansar un par de horas.
Despertamos
famélicos y golpeados por una luz resplandeciente y abrasadora en lo alto del
Valle de los Sirios; al salir de la casa de campaña, que ya se había calentado
incómodamente, fuimos consentidos con un manjar consistente en langosta estilo
Puerto Nuevo y tortillas de harina. Todo una delicia el desayuno. Así que
comimos hasta saciarnos.
Entonces
llegó el momento de cazar.
Me alisté y comenzó
la caminata; me detuve unos momentos junto con mis compañeros a apreciar el
paisaje consistente en lomeríos adornados con choyas, biznagas, mezquites, nopaleras
y mezcales. Todo esto bajo un cielo de un azul infranqueable, inmaculado, sin
una sola mancha de nubes. Eran las diez de la mañana. El sol ardía iracundo
sobre nosotros. Éramos Sebastián, Carlos, 'El Diablo', Rochín, 'El Pelón', 'Arnulfo' y yo. David y Manuel esperarían en el campamento.
No pasó ni
media hora, cuando Arnulfo, uno de los guías, comenzó a hacer señas para que lo
alcanzáramos. Con efusividad nos urgía a que le apuráramos, que ahí había algo,
que le echáramos el lente; y al llegar yo que en dónde; y él que ahí, compañero,
¡debajo de la biznaga! ¡Junto al quiote pardo! Y yo que qué es un quiote; y él
que, pues un quiote es…¡un quiote, chingaos! Y me señalaron uno, y entonces
supe lo que era; y todos con nuestros binoculares buscando el bulto, el venado;
y nadie lo encontraba; ni siquiera los otros guías. Hasta por fin lo noté con
mis binoculares, echado, con la cabeza delante de un mezquite, escondiendo así
su género, su cornamenta, si es que la tenía.
Al ver al animal se me
aceleró el pulso, la respiración. Sentí cómo el corazón se agitaba con
violencia dentro de mí, cómo arremetía contra mis costillas, mi pecho. El
disparo de adrenalina de siempre.
Nos colocamos detrás de una
piedra grande en silencio, moviéndonos con suma cautela, despacio. Una vez
resguardados por las rocas, me quité el backpack,
tomé mi range finder y medí la
distancia que nos separaba del venado. Cuatrocientos metros. Acto seguido,
saqué el spoting scope, lo recargué
sobre el tripié y tardé unos momentos en encontrarlo. Mientras buscaba le
suplicaba a la vida porque fuera un macho. Sin embargo, cuando logré hallarlo y
enfocarlo, me percaté que era una hembra. Me arrebató un suspiro de cansancio y
desilusión. Y les dije a todos, con un hilo de voz: hembra.
Continuará.
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