A mi padrino, Felipe Echenique,
que me enseñó a rezar
En el Cáucaso las emociones y los sentimientos se intensifican con el paso del tiempo. Es tanta la adrenalina, que uno se acostumbra a sentir en todo momento el corazón sobresaltado e inquieto. El miedo que acompaña los ascensos hacen que la sangre se congele y arda simultáneamente; la excitación que provoca vislumbrar al codiciado tur provoca que las entrañas hierban y el pecho se nos acalore. Los nervios, el horror, el entusiasmo, la alegría, todo estalla con tanto ímpetu dentro uno, que resulta imposible evitar no hablar con Dios. Porque las caminatas son largas y solitarias. Cada quién suele ir a su propio paso, de momentos cuidando la vida, a ratos apreciando los paisajes; mas siempre alerta, en profunda concentración.
En el penúltimo regreso,
cuando la perturbación se disipaba a causa de que a lo lejos ya se alcanzaba a
vislumbrar el valle donde teníamos montado el campamento, yo supe que si todo
salía bien, a mi regreso de Azerbaiyán, contaría mi historia como Juan Preciado
contó la suya. Pensaba que iba a escribirla arrancando con unas líneas tipo vine a Azerbaiyán porque me dijeron que acá
vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Pero yo no escribo tan bien como
Rulfo, así que mi inicio fue distinto. Y mi padre no iba a ser el que le dio la
inmortalidad al gran escritor mexicano, sino que en mi caso sería un tipo de
Dios. Uno al que se le clama, y que otorga, pero siempre a cambio de un
esfuerzo; un ser sobrenatural que premia el denuedo y la lucha, mucho más que
la fe y la fidelidad de credo. Porque recuerdo que cuando le pedía a esa
energía que sentía presente en mis miedos, le aseguraba que no iría a recibir
sin dar nada a cambio; que estaba dispuesto a demostrar arrojo y atrevimiento,
pasión y entrega, con tal de que se me diera la oportunidad. Era mi dios de la
montaña; pues mi enunciatario definitivamente no se trataba de ningún hombre
adulto, de vientre prominente y barbas blancas. No. Prefiero pensar que a quien
dirigí mis plegarias era algo mucho más que los esbozos predeterminados que
existen de los dioses en libros ajados y obras oxidadas. Mi dios es de las
alturas, de la humildad, el sudor, el trabajo, el arresto, la voluntad. Es un
ser divino de piedra y tierra y energía, que recompensa la fogosidad del hombre
decidido.
Joaquín Sabina comprendió en
Comala que al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver. Yo
sabía que el Cáucaso sería mi Comala; por los fantasmas que habitan esas
montañas; almas en pena cuya presencia se siente al caminar por los
desfiladeros. Pero también porque no todo en ese lugar, inspirador de mitos y
leyendas, es terror y muerte; ahí, también uno llega a apreciar la vida, el
espíritu y la fuerza, cuando recorre, padeciendo el inevitable desgaste de los
músculos, las cumbres de estas majestuosas laderas. Los ascensos y descensos
siempre son en compañía de seres metafísicos, de dioses y ángeles. Desde el día
uno supe que sería un viaje inolvidable.
En las montañas Dios no
existe; en las montañas, Dios es. Esa
sería la reflexión final del antepenúltimo día. Sumergido en la oscuridad,
arropado por mi bolsa de dormir, y acompañado de dos enormes amigos, caí en un
sueño profundo, repleto de sentimientos e imágenes difusas que pronto serían
olvidados. Sin embargo, mucho antes de quedarme dormido, mientras mis reflexiones
eran vencidas por el cansancio, el cantar de las alturas me supo a Wagner,
entonces supe que esa historia sería mi Parcifal.
El cuarto y penúltimo día no
cazamos. El día 12 de julio de 2016 amaneció empapado otra vez. Todo alrededor
de nosotros estaba cubierto por una niebla tupida e impenetrable, que impedía
ver a más de diez metros. Por consiguiente, no quedaba más que esperar fumando
y bebiendo te, que era lo único que podía hacerse en el campamento. Así que eso
hicimos: esperamos, a que el sol quemase la niebla, a que la presión
atmosférica cambiara, a que las nubes bajasen al valle. Lo que fuera era bueno,
pero que nos permitiera cazar; pues ya el siguiente iba a ser el último día de
cacería. Y esperamos, pero el clima no cambió. La suerte estaba echada. Para
ese entonces faltaban tres tur, y quedaba un solo día de caza.
Y llegó el último día. Era un
13 de julio de 2016, cumpleaños de un gran amigo de toda la vida. Aquella
mañana amaneció con cielos despejados color añil. Una energía positiva y un
entusiasmo alegre recorrían el campamento. Todos amanecimos despabilados,
llenos de ganas de salir a cazar. El clima se sentía templado, la visibilidad
alcanzaba todos los horizontes que se dibujaban en la lejanía. La montaña por
fin nos abría sus puertas de par en par, nos extendía una invitación, que
cordialmente aceptamos. Y salimos a buscar nuestros tur.
El frío húmedo y la neblina
habían desaparecido. El Cáucaso lucía tan primoroso como amenazador. Los
taludes y declives que pronto recorreríamos brillaban bajo la luz del sol. En
algún lugar de estas montañas, debían estar nuestros tres dagestan tur. Y la
emoción burbujeaba en mi sangre, que me recorría con urgencia las venas.
Comenzamos el recorrido por
la misma cordillera que habíamos caminado dos días antes. Nuevamente
avanzábamos todos en grupo. No nos separaron como lo hicieron para la primera
salida. Yo ya avanzaba más seguro, sin titubear. Y esto hacía mis movimientos
mucho más ágiles y podía recorrer tramos más largos en menos tiempo. Cazábamos
como normalmente se caza en la montaña: con las piernas y con el culo. Es
decir, caminábamos un trecho, y luego nos deteníamos a gemelear. Y así
sucesivamente hasta que vimos un grupo de unos seis tur a un par de kilómetros.

Dimos inicio al acecho, pero
con paciencia. Un par de kilómetros en las montañas de Quba, en Azerbaiyán,
puede ser un mundo de distancia. Además, en esas serranías uno se tiene que
andar con cuidado; porque un resbalón puede ser fatal. Así que no nos veía
acomodándonos en posición de tiro antes del medio día. Eran entonces alrededor
de las ocho de la mañana. Faltaba mucho tiempo, y muchas cosas por suceder.
A eso de las diez, once, de
la mañana, nos situamos a unas ochocientas yardas de los tur. Sin embargo,
mientras planeábamos el rececho final, escuchamos un tiro, y luego otro. Y uno
de los tur cayó. No sabíamos quién había sido el tirador. Pero por el sitio
donde se escucharon los tiros debía tratarse de Armando. Nos alegramos por
quienquiera que hubiese cazado su trofeo, nos encogimos de hombros, y seguimos
nuestro recorrido hasta llegar a una cañada recubierta de pasto color verde y
flores amarillas. Ahí nos sentamos a comer y a descansar.

Mientras tomábamos un
descanso, los dos guías principales se fueron a lentear las caras de la montaña
que desde donde estábamos no podían apreciarse. Y cuarenta minutos después,
hicieron a lo lejos una seña, y los ayudantes de estas personas comenzaron a
apurarnos para que nos dirigiéramos a donde los guías se encontraban. Algo
estaba pasando. Algo que se sentía bien.

Nos espabilamos y agobiados y
con prisas nos empezamos a alistar. El Padrino creo hasta las botas se había
quitado, así que comenzó a cundir el pánico y el caos. Sin embargo, rápidamente
nos encontramos dirigiéndonos a buen paso hacia donde nos esperaban los guías.
En esa ocasión yo cogí la
delantera, pues Felipe se había demorando complicándose con su calzado.
Recuerdo que era un collado con desniveles y recubierto de pasto. Luego, para
evitar que los animales nos vieran, nos enfilamos a una ladera de grava, y
después de recorrer de costado unos quinientos metros, ascendí al borde donde
se encontraban echados los guías viendo hacia abajo.
Me arrastré cautelosamente
hasta yacer al lado de mi guía, y me señaló hacia una peña. Ahí, debajo de un
pedrusco, yacían unos seis tur. Me los señaló y me dijo, en mal inglés, one, you; two, y señaló a Felipe, que
nos alcanzaba, him; three, other friend, me dijo
refiriéndose a Juan Fernando. Vi que Felipe igual recibía instrucciones de su guía,
y preparaba su rifle. Así que yo hice lo propio. Sin embargo, teníamos que
esperar a nuestro amigo, pues por lo que se dieron explicar los guías, iba a
ser un conteo de uno, dos, tres, ¡shoot!. Esto último me ponía nervioso. Pero
era el último día y esta forma de tirar nos daba a todos una oportunidad única,
justa e irrepetible.

Una vez que los tres nos
encontrábamos en posición, yaciendo sobre el borde, cañones peligrosamente
angulados, y con nuestros tur en la mira, escuchamos a los guías contar: one…two…three…
Después del largo recorrido, de los pasos titubeantes y
del vértigo que acosaba, se alcanzó el final del camino. Era el último día de
cacería, como a las dos de la tarde del quinto día de caza, sintiendo los
ardientes latigazos de luz y calor sobre mi nuca y brazos, y recuerdo tener la
cruz de mi mira en el codillo del dagestan tur. Luego el control de
respiración. El ángulo agobiaba. Pero tenía que hacer el tiro. ¡Teníamos que
hacerlo! A mi lado yacían mi padrino Echenique y el compadre Zaragoza, cada uno
con una cabra en la mira. Y el guía, Bukar, cómo olvidar el conteo. Uno. Dos.
Apreté suavemente el gatillo. Tres. Y la detonación que sucede al disparo.
La bala de 140 granos, Nosler Accubond, lanzada a más de tres mil pies por
segundo, dejó al tur, que yacía tranquilo, inerte. Acto seguido, posterior al
retroceso, vi a mi borrego deslizarse, casi parsimoniosamente, en la piedra en
la que descansaba. Su sueño eterno comenzaba. El mío, por fin, empezaba a
materializarse. Doscientos cincuenta metros separaban al cañón de mi Kimber
modelo 8400 Montana, calibre .270 WSM, del espectáculo. Y Zorrilla desde el
paraíso rezaba:
Este mármol sepulcral
adormece mi vigor,
y sentir creo en redor
un ser sobrenatural.
Mas... ¡cielos! ¡El pedestal
no mantiene su escultura!
¿Qué es esto? Aquella figura
Poner las manos sobre la cornamenta de un dagestan tur es
una sensación gratificante y explosiva. Sentir las bases, recorrerlas con las
palmas de las manos y las yemas de los dedos provoca alegría y emociones
infinitas. Porque en la belleza de esos cuernos ve uno el esfuerzo físico, la
dedicación y la entrega cristalizados. También ve uno al dios que te acompañó
todo el camino. Es casi como un premio divino, un homenaje a la perseverancia,
a la pasión y a la tenacidad del cazador. Por eso quizás el dagestan tur sea de
los trofeos más importantes del mundo. Su caza tiene fama de ser la más
difícil. En mi caso, no he cazado nada que requiere de tanta técnica, templanza
y fuerza como las que requiere la cacería del tur en el Cáucaso, Azerbaiyán. Mi
trofeo es para siempre, inmortal.

Fin.
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