El animalista, hablándole como le habla una
madre boba a un bebé, besa el hocico del perro. Y el can, con su lengua
infestada de bacterias y heces, le llena los labios al vegano de saliva animal.
Mientras tanto, allá afuera una madre besa por última vez al niño que murió de
hambre, desnutrido. Debido a que no hay suficiente proteína para alimentar a la
humanidad. Pero eso al amante de los animales parece importarle poco. Lo que
pareciera ser que celebra, es que ha desaparecido del orbe una boca más, una
amenazadora y glotona boca más, que pudiera comerse una vaquita o un pollito o
un cerdito del mundo. Porque los adoradores de los animalitos pueden sentir
afecto por esas criaturas y no empatía con la gente. Le recitan poemas a sus
gatitos, los arrullan con tarareos de melodías de cuna, mas rugen con sus inquisidoras
voces contra el hombre llano y que va a pie o a caballo. Son fundamentalistas
del neo veganismo, que adoran a las bestias sin haber estado en contacto con
ellas. Y ahora quieren que todo mundo comparta su enferma y trastornada
zoofilia radical. Quieren imponernos su galanteo obsesivo por los animales.
Así que
absténganse cándidos y simplones de caer en la trampa de los fulleros del color
verde. Prestidigitadores de las emociones, estos nigromantes urbanos lejos de
querer engañar los sentidos de sus espectadores, buscan enredar los
sentimientos de los más ingenuos de los peatones. Al igual que sus similares,
estos magos ecologistas también usan conejitos y palomas para su performance.
Sin embargo, lo que los distingue del resto de los ilusionistas, es que a los
que me refiero no desaparecen al animalito, sino que lo iluminan para que los
aspectos más tiernos de la criatura sean exaltados y toquen las fibras más
sensibles de los idiotas que atestiguan el espectáculo, para que así,
embaucados con el espejismo, se traguen la charlatanería animalista y olviden
su esencia humana.
Lo peor de todo
es que esta moda, esta quimera de atizar los derechos fundamentales de los animales —¡haga el canijo favor, estimado
lector!—, ha comenzado paulatinamente por devenir moda y amenaza con
convertirse en idiosincrasia de la clase media del siglo veintiuno. Por eso no
han sido pocos los mañosos y oportunistas legisladores que han lucrado
políticamente con el cariño febril de unos cuantos por los animales.
Consecuentemente, los pillos y sagaces políticos que integran el Poder
Legislativo han intentado prohibir la fiesta brava, los circos con animales, la
cacería, la charrería, los zoológicos e incluso la equitación. En algunos
casos, dichas prohibiciones han prevalecido. Y consumada la prohibición, la
clase política voltea la página, pasa a otro tema e ignora los desastrosos
efectos secundarios de sus ignorantes y dañinas leyes animalistas: cirqueros
desempleados; toros de lidia sacrificados; leones, tigres y elefantes
abandonados.
Resulta
ridículo, bochornoso, que en un país donde queda tanto por hacer y trabajar en
materia de Derechos Humanos, nuestros diputados y senadores pierdan el tiempo
legislando falacias tales como reconocerle derechos a los animales, ya que es
evidente que más bien se trata de un tema de obligaciones de los ciudadanos;
como verbigracia la obligación de respetar y no maltratar a ninguna especie
animal. Obligación que es fundamental dentro de una sociedad moderna. Sin
embargo, entre estar obligado a respetar a los animales a reconocerles el derecho a la vida hay una inmensa brecha
de lógica que separa estos dos aspectos. Y aunque, suponiendo sin conceder,
todos los seres vivos gozaran del derecho fundamental a la vida; inconcusamente
dicho derecho por ningún motivo se ponderaría sobre el derecho a la vida del
que sí gozamos los seres humanos. Por consiguiente, proyectos de leyes prohibitivos
que pretenden acabar con el aprovechamiento sustentable de la fauna atentaría
en múltiples áreas geográficas, políticas y sociales en contra del derecho a
obtener alimentos mediante la caza, por dar un ejemplo.
Si bien lo expuesto
anteriormente podría interpretarse filosóficamente como discriminación por
especie, también denominada especismo; no obstante, es importante que, tal y
como lo menciona el reconocido ecólogo, el Dr. Gerardo J. Ceballos,
Investigador Titular de tiempo completo del Instituto de Ecología de la
Universidad Nacional Autónoma de México, “es necesario hacer una
evaluación de la cacería desde un punto de vista técnico, de modo que resulte
lo más objetiva posible. Para esto, se tiene que hacer a un lado la parte
filosófica. De pronto es fácil calificar cualquier actividad humana como
‘buena’ o ‘mala’, y está bien. Pero tenemos que entender que la posición
filosófica no corresponde a la técnica o científica”[1].
Y esto último es un problema que se manifiesta con frecuencia en el momento en
que se entablan debates en torno a la caza: se confrontan por un lado la
postura del animalista, basada principalmente en cuestiones morales o
sensibles; y por el otro lado la posición del cazador, asentada en razones
económicas, lógicas, científicas. Consiguientemente, salta a la vista que lo
que aviva la llama animalista en el pecho de los verdes es básicamente la ignorancia y su sensibilidad.
El problema de
la afectividad y el sentimentalismo de los amantes de los animales, es que esta
emoción ha opacado y desplazado su facultad para socializar o sentir empatía
por sus semejantes los hombres. Es por esto que se alarman y se inquietan ante
la violencia en contra de las bestias, pero reaccionan con más rudeza y
brutalidad contra los humanos que por medio de su sapiencia aprovechan de estas
criaturas para el beneficio de la sociedad. El verde tiembla de indignación por
la sangre derramada por el toro de lidia, y en ese carmesí líquido y ardiente
encuentra motivos para desear la muerte y el sufrimiento al torero, un hombre,
tan hombre como el más falso ecologista, incluso más hombre que aquél.
Cuando el verde
despotrica contra la cacería o la pesca, ignora los provechos y las gracias de
la proteína animal. También hace caso omiso del hambre que tanto aqueja a la
humanidad. Problemática que bien podría ser menguada en nuestro país mediante
la caza regulada.
En México, año
con año, se tramitan cintillos para que dentro de las Unidades de Manejo para
la Conservación de la Vida Silvestre se aprovechen alrededor de 60,000 venados
cola blanca. Sin embargo, debido a que aún no se regula de manera contundente
la caza en este país, dentro de rancherías, ejidos y comunidades rurales se
extraen de manera ilegal hasta 240,000 ejemplares de este cérvido [2].
Esto se traduce en circa 15,000
kilogramos de carne orgánica, limpia de hormonas, sin antibióticos, de animales
libres y sanos— a $150.00 pesos el kilo, haga usted la cuenta si supiéramos
aprovechar esto—. Lo que a su vez significa que además de la derrama económica
que deja la actividad cinegética en las zonas marginales del país, los
campesinos, ejidatarios y comuneros, mediante el aprovechamiento extractivo
sustentable del venado obtienen proteína y recursos para la alimentación de sus
familias y mejora de sus condiciones de vida. Esto concientiza a que decaigan
prácticas de cacería furtiva y genera interés en el cuidado y conservación del odocoileus virginianus, que por
consecuencia implica la preservación del ecosistema en donde este ciervo
habita.
La cacería legal
ha logrado revalorizar la fauna silvestre. El turismo cinegético ha dotado de
valor pecuniario a las especies que son susceptibles a ser aprovechadas para su
caza. Gracias a ello, animales como el venado cola blanca, el venado bura, el
venado temazate, el puma, aves como el guajolote o las codornices representan
para los terratenientes de sus hábitats naturales un negocio. Un negocio
interesante y fructífero, por lo que se avocan al cuidado de estas especies,
para que acudan cazadores al área a pagar por poder darles caza. Para la
realización de estas cacerías se requieren guías, choferes, taxidermistas,
cocineros; es decir, la caza también genera empleos. Así que se conforma un
circulo virtuoso en el que la cinegética fomenta la conservación, el desarrollo
económico y sustentable, empleos y mejora las condiciones de vida de las
personas que viven en las zonas donde se puede cazar, que suelen ser las más
pobres del país.
Dicho lo
anterior, si no tuviésemos una clase política mentecata y frívola, holgazana y
oportunista, tendríamos programas como la Cruzada Contra el Hambre, pero en
lugar de repartir choco-roles, gansitos,
papitas y donitas, abasteceríamos de carne de caza a las comunidades más
necesitadas los cazadores y gobiernos locales en conjunto.
Pero no
solamente la politiquería facilona y esa chusma simbolizan un obstáculo. El
mayor de los atascos está personificado en el pazguato que anda a paso lento,
con las manos en los bolsillos, con la cara grasa recubierta de una barba rala
e incipiente, que lleva en los labios resecos un cigarrillo y en los oídos
sucios sus audífonos coloridos que se acomodan en su espeso y casposo pelo. Ese
tipejo que en su vida ha respirado el aire limpio de las sierras o ha sumergido
sus manos en el agua helada de un arroyo, también representa un reto para la
conservación de las especies. Porque cautivado gracias a las fotografías de
bosques y montañas que sirven como salvapantallas de su computadora, se
considera un ecologista consumado y convencido. Y porque adora a su bulldog
francés, se llama a sí mismo un animalista radical, predicador de la izquierda
mugrosa y artificiosa de los verdes. Esos
ambientalistas del Facebook o del Twitter, rijosos y persecutores en el mundo
virtual que sueñan con amarrarse a un árbol, son los que pretenden acabar con
lo que queda virgen del planeta y con nuestro derecho a disfrutar de esas
hermosas tierras.
No veo al
ecologismo adulterado de los neo veganos derramar tres millones de dólares en
Baja California. Tampoco veo una derrama económica de parte de los animalistas
de cincuenta millones de dólares en Sonora. O que los vegetarianos gasten en
restaurantes especializados seis millones de dólares en Nuevo Laredo,
Tamaulipas. ¿Así que qué están haciendo ellos
por el planeta?
En conclusión,
ignoren los alaridos de los animalistas. Nunca antes el que hizo más ruido ganó
el debate. Escuchen los argumentos y hagan caso a la lógica. Los animalistas
echan mano en reiteradas ocasiones a falacias, al argumentum ad baculum, queriendo imponer su opinión mediante el
amedrentamiento, el lenguaje soez, la violencia física y verbal, las amenazas,
la bravata, la fuerza en general, de alguna u otra manera—cargada de diversos
modos—. Y la falacia más común que usan es el argumentum ad passiones, que consiste en apelar a las emociones del
interlocutor, adversario o auditorio, en su caso. ¿Por qué? Porque los
argumentos que esgriman en casi todas sus intervenciones van enfocados en
alarmar, en tocar fibras sensibles. Éstos van nutridos de sentimientos y
dirigidos para generar a su vez sensiblerías. Pero en ningún momento usan
argumentos válidos. Jamás apelan a la lógica. Por eso es que pobre animalito,
es que mataste a un ser vivo, es que no te había hecho nada cuando le
arrancaste tu vida, es que no tienes derecho a matarlos. Todo esto forma parte
del cuerpo de una gran falacia: la cacería es mala. Por consiguiente, es
importante que los cazadores argumentemos siempre de manera lógica, con
nuestras premisas bien organizadas, para poder convencer y defender en todo
momento nuestra postura: la cacería no solamente representa un derecho, sino
que también es una necesidad. Una eventual
prohibición de la caza regulada vulneraría nuestros derechos como ciudadanos y
cazadores; y peor aún, significaría una terrible terrible transgresión contra
los avances en materia de conservación de fauna silvestre y preservación de
ecosistemas que se ha logrado gracias al fomento y los beneficios de la
actividad y el turismo cinegético.
A crear
conciencia.
[1] Tomado de Caza deportiva en México: ¿matar para conservar o maltrato animal?, de
Paola Ramos Moreno. En http://www.sinembargo.mx/04-10-2015/1465792 Ciudad de México, a 22 de febrero de
2016. 11:33 AM.
[2] Villarreal, G., J.G. Guía de campo
para el cazador responsable de venado cola blanca. Octava edición.
Consejo Estatal de Flora y Fauna Silvestre de Nuevo León, A.C., Et. Al. Monterrey, Nuevo León, México.
11- 13.
Excelente editorial.
ResponderEliminarA mi parecer muy real y contundente.
Felicitaciones.