Hace algunos
meses, luego de abordar una lancha, fui engullido por el agua y el verde voraz
de la selva campechana. Durante todo el camino, con la brisa impactándome de
manera deliciosa en el rostro, respiré y vislumbré vida. Navegué sintiéndome
vivo y feliz. Posteriormente, esa misma selva, me regurgitó en un oasis para
cazadores, en una UMA llamada Nicté-Ha.
El lugar me
recibió con cálidos y fraternales brazos abiertos. Cuando me fundí en su abrazo
empecé a disfrutar de una bienvenida fresca que se materializó durante toda mi
estancia en exquisitos clamatos con cerveza. Empapado en estas deliciosas
bebidas, me agasajé con sabrosos manjares consistentes en mariscos, pescado fresco
y carne de monte.
La cacería
no fue fácil. A diario cabalgábamos durante largas y ardientes y húmedas
jornadas. Siempre con la mente fría y el corazón en llamas, para no claudicar y
mantenerme motivado. En ocasiones el agua rozaba la panza de mi caballo o a la
hora de caminar me llegaba a los talones. Era diciembre en Campeche. Todo
verde. Todo mojado.
A diario
encontramos huellas del majestuoso jaguar, así como una que otra no tan solemne
tarántula. Todos los días vimos vendadas, tejones, pecaríes, aves de todos
tamaños y colores. Asimismo nos topamos con algunos cocodrilos e iguanas. Estábamos
en la selva, donde todo es energía y vitalidad
También
sufrimos un poco a causa de la infernal insolencia de miles de insectos, que a
diario jodían sin cesar. Noche y día, día y noche. Sin embargo, a la hora de
dormir, las noches eran placenteras y arrulladoras. Tal vez por el cantar
tropical, quizá por la cantidad de oxígeno. O simplemente por la hermosa
sensación de paz que brinda estar en el campo.
No es fácil
cazar en la selva. Los ojos urbanos se pierden entre el follaje. No logran
encontrar nada. Por más que el guía te señale y te señale y te diga que ¡ahí
está!, ¡ahí está!, no se alcanza a ver nada. Nada.
Pero
teníamos que insistir, perseverar para alcanzar. Íbamos, bañados en sudor y
devorados por mosquitos, pulgas de monte, garrapatas, hormigas y pinolillos, en
búsqueda del cola blanca tropicalensis.
No obstante, resulta complicado determinar la subespecie o ecotipo del venado
de esa zona, ya que bien podría pertenecer al yucatanensis o al thomasi.
Se trata de un venado casi rojizo, de cuerpo mediano y astas pequeñas. Todo un
trofeo exótico, todo un reto su caza.
Al final cacé mi pieza y la honré comiéndomela, gracias al virtuosísimo
sazón de Angélica, la cocinera. Pude cazar porque los ojos de águila de Adrián,
mi guía, todo lo encontraban. Dormí y descansé cómodamente a causa del
excelente trabajo de Lucero y Graciela; monté durante largas horas sin
problemas pues Chucho y Aldo, los caballerangos, tenían a los caballos en
buenas condiciones. En fin, acabé el viaje profundamente agradecido con todo el
equipo. Pero sobre todo con Ramón Sanz, que hizo y hace todo esto posible.
Abrazo al mago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario