jueves, 12 de septiembre de 2019

Cacería de Mid-Caucasian Tur en el Cáucaso II




Había que bajar al río. Descendimos al cauce seco y ahí amarramos a los caballos a las piedras más grandes que encontramos. Luego nos alistamos para el asecho. Yo cogí mi mochila, puse tres tiros en el magazine del rifle y, previo a cerciorarme de que no hubiese quedado una bala del diablo en la recámara, le pasé el arma a Eugenio. 

Y comenzó la cacería.

Eran alrededor de las cinco y media de la tarde. Sobre nosotros el sol aún brillaba, pero sus rayos habían perdido el calor abrasador que horas antes arrojaban sobre nosotros. Las sombras de manera paulatina devoraban los valles y cañones del Cáucaso. A esa hora, solamente las cimas seguían brillando y luciendo sus colores y esplendor.

Aslan caminaba en silencio al frente de la partida; le seguíamos yo inmediatamente detrás suyo; y atrás de mí venía Eugenio. Los tres procurábamos no mover las rocas, pisar únicamente las piedras grandes. Todos nos movíamos con parsimonia, que se antojaba una violenta antítesis contra mis nervios, mi emoción, que tenían a mi corazón latiendo descuidada y desenfrenadamente. Teníamos que cuidar dónde colocábamos la bota, dónde clavábamos el palo para caminar, dónde había que caminar erguido y dónde hacerlo agachado. Aslan ponía el ejemplo y yo lo iba siguiendo. Y cada que este último se detenía, me daba un vuelco el alma entera y trataba de adivinar lo que el guía local había visto. Esto último significaba un dilema entre quedarme quieto o usar mis binoculares. Pero siempre antes de que pudiera llevármelos a los ojos, Aslan reanudaba el paso. Y el ascenso continuaba. 

Soy de los cazadores que se muerden la lengua; siempre he preferido convencerme, aferrarme a la idea de aceptar que los guías saben lo que hacen; que quieren que la caza resulte un éxito tanto o casi como uno como cazador lo desea. Así que no los agobio con preguntas ni sugerencias. Sobre todo cuando todo indica que efectivamente están demostrando saber lo que hacen, y que se nota que lo hacen bien. Y aunque la duda y la incertidumbre carcomen, enervan, me aguanto. Por eso no tenía idea de lo que pasaba a lo lejos; por eso yo me limitaba a seguir instrucciones e imitar a mi guía. Hasta que unos cuarenta minutos después se detuvo y nos pidió a Eugenio y a mí que nos acercáramos.

Que a unos cincuenta metros estaban tres tures. Uno de ellos parecía bueno. Sin embargo, que ya se les veía algo nerviosos; que tenía que llegar arrastrándome a una mata, ahí pararme y tirarle al de en medio, sin mamposta alguna. Que, si empezaban a chiflar los tures, me preparara para tirar en movimiento, pues que los chiflidos significaban que estaban por arrancarse en una carrera despavorida. Y yo desconcertado, que está bien. Que ahí voy. Y me empecé a arrastrar. Pero en ese instante pensaba que estaba todo, menos bien. Sí muy emocionante y muy estilo cacería en Asia; mas para nada estaba bien. No obstante, me decía a mí mismo, que era la primera tarde, que ni siquiera era el primer día; y pues no perdía nada jugando a los dados con lo que quedaba de luz. Así que ahí iba, medio gateando, medio a rastras, con el rifle en la mano derecha. Y cuando llegué a la mata indicada, de rodillas subí lo más silenciosamente que pude un tiro a la recámara. Acto seguido, me puse en cuclillas y lo más lentamente que pude me empecé a poner de pie.

Y ahí estaban tres tures, viéndome fijamente. Ubiqué al de en medio y me llevé el rifle al hombro. Cuando tuve en la mira a la cabra, quité el seguro y, justo en el momento en que me disponía a poner la falange del dedo índice derecho en el gatillo, el animal empezó a correr. Eso no me distrajo, pues seguí al tur, coloqué la cruz un poco delante de donde quería impactar. Volví a poner el dedo en el gatillo. Me disponía a apretar, cuando escucho que ¡no, no, no! ¡Stop! ¡Don’t shoot, please! Y yo, mirando atrás de mi hombro a los hombres, que ¿por qué chingaos no?, pregunta que seguramente ni Aslan ni Eugenio entendieron; pero ambos me decían que no, que malenki, ¡malenki! Que estaba chico. 

Bajé el tiró, me senté y exhalé con fuerza. Esperé rezando a que no me diera un infarto. Al percatarme que estaba fuera de riesgo, encendí un cigarro y le pedí a Eugenio que se acercara para que me explicara qué había pasado. 

Resulta que durante el asecho seguramente los tures se habían movido. Eran poco más de las seis de la tarde, lo que significaba que era la hora del día en que los animales se movían a pastar. De resultas, los tures que acabábamos de ver eran otros a los que habíamos divisado desde lejos. 

Por lo empinado de la ladera y por lo alto en que nos encontrábamos no podíamos ver mucho de lo que teníamos debajo de nosotros. Desde donde estábamos podíamos ver la continuidad del cañón y sus declives. También teníamos frente a nosotros, como a unos seiscientos metros, otra colina. Y en la intersección del cauce, a unos cuatrocientos cincuenta metros, se vislumbraba un área grande de pasto. De tal manera que Eugenio decidió esperar a que anocheciera, esperando a que los tures que pudieran estar en las inmediaciones se dirigieran a comer a la hierba antes referida. 

Esperamos unos veinte minutos. El sol ya alumbraba únicamente la montaña que teníamos de frente. Y justo ahí apareció un grupo de unos seis tures que se dirigían a trote al pasto.

Me llevé los binoculares a los ojos y, sin titubear, le dije a los guías que quería el de hasta adelante. El que lideraba al grupo. Que yo lo veía grande, y que con eso debía bastar.

Eugenio me dijo que me apurara, que buscara dónde acomodarme y preparara mi torreta para tirar a cuatrocientos metros. Me encargué de hacer la modificación, pero no lograba acomodarme. No había donde acostarme o sentarme para buscar una buena mamposta. La tierra y las piedras se sentían como una pared a mis espaldas. Los vigores me apuraban, me urgían a encontrar un sitio de donde tirar. Esos mismos nervios me hicieron aventarme al suelo como pude y colocar el cañón hacia el pasto al que supuestamente llegarían los borregos. Que dios repartiera suerte y va por ustedes, pensé. 

Pero los tures nunca se detuvieron en el pasto. Entonces le entregué a Eugenio mis binoculares y le dije que me midiera la distancia: que quinientos veinte. Y puse mi torreta. Busqué al grupo de tur que trotaba ante mis humedecidos ojos hacia la cima de la ladera que teníamos de frente. Adelanté un poco y apreté el gatillo. ¡Miss! Me dijo el guía. Y yo que ¡chingada madre! Que por favor me dijera cuando llegaran a seiscientos metros, que es el tope de mi torreta. Recargué. Hice la modificación y esperé la indicación. ¡Seiscientos metros, murmuró Eugenio! Y yo que ahí va. Y apreté el gatillo nuevamente. ¡Miss! ¡Pero que por poquito! Y yo para mis adentros, con ironía, ¡qué consuelo! ¡Por poquito! Y los tures siguieron sin detenerse hasta la cima de la montaña de enfrente.

No corté. Dejé el cartucho percutido en la recámara. Me aseguré de dejar el rifle bien acomodado y, con violencia, me hice para atrás y me dejé caer de espaldas, con la mirada hacia el cielo. Volví a exhalar y me llevé las manos a los ojos. En mi interior sentía cómo la frustración me envenenaba la sangre. Me dolía la espalda y los hombros. Y me repetía una y otra vez que qué de la chingada es fallar. A mi lado Eugenio seguramente me veía, pero decidió darme un momento. Y me lo dio. Luego me puso una mano en el hombro y me dijo que me fumara un cigarrillo; que no pasaba nada; que había estado sumamente complicado. Que no me preocupara; que esto apenas comenzaba. 

Me fumé el cigarro con Eugenio; fumaba y me seguía lamentando. Ambos repetíamos nuestras versiones del momento en que se hicieron los dos tiros una y otra vez. A unos metros, Aslan se mantenía alejado de nosotros viendo a un punto a través de los binoculares. Los tenía dirigidos hacia donde los tures habían corrido. Y cuando terminamos de fumar se nos acercó e intercambió unas palabras con Eugenio. Al terminar su breve conversación, éste se me acercó y me dijo que lo que yo dijera, que él no sabía qué decirme; pero que Aslan tenía ubicados a los borregos. Que usó mis binoculares y que estaban a alrededor de un kilómetro de distancia. Básicamente lo que proponía era que le enseñara a dónde apuntar y que lanzaría un tiro a un pedrusco que se encontraba justo en medio de los animales; que, si le pegaba a la piedra, éstos regresarían por donde habían venido; lo que significaba una segunda oportunidad.

Yo consideré la idea no solamente descabellada, sino que rayaba en la magia negra. Empero quedaba menos de una hora de luz y no teníamos nada que perder. En consecuencia, le di instrucciones a Eugenio para que le explicara al otro guía dónde más o menos debía apuntar para hacer blanco a mil metros, considerando el tamaño de la piedra. Hechas las explicaciones, le pasé el rifle a Aslan. Este último lo tomó, subió tiro, apuntó mamposteándose en una rodilla y disparó. Pegó. Todo esto sin vacilar. Insisto, se veía que sabía lo que hacía. 

A los pocos segundos de la detonación, Eugenio, emocionado, me espetó que ahí venían los tures; que no lo podía creer; pero que me fuera acomodando; que setecientos, que seiscientos, ¡que quinientos metros! Que, get ready! Y aunque los tures se desviaron y los perdimos de vista; no obstante, Aslan seguía emocionado; y me pidió que lo siguiera, que nos deslizáramos sentados hacia el borde de la ladera. Eugenio y yo lo seguimos. Y al llegar al punto, el local nos dijo que aquí aguardáramos. Que ahí abajito iban a salir. Que el de adelante seguía siendo el bueno. Y otra vez Eugenio: be ready. Subí tiró. Y entonces de mi lado izquierdo salió un tur. Lo vi inmenso. De inmediato me llevé el rifle al hombro. La torreta ya estaba a doscientos veinte metros. Y yo que, Eugenio, ¿distancia? Y éste que ciento setenta y ocho metros. Esa distancia no requería modificación alguna a la torreta, por lo que apunté sin mampostearme y jalé el gatillo. Tras el impacto, vi al tur a través de mi mira caer, y luego posteriormente lo vi rodar.

Sentía los abrazos, tanto de Aslan como de Eugenio. Yo me encontraba entre los dos. Escuchaba como de lejos sus felicitaciones. Mi entusiasmo y euforia estaban como oprimidas por el desconcierto. Me sentía petrificado. No podía creer lo que había sucedido. Mas un par de segundos después, levanté el cerrojo, dejé el rifle, y devolví los abrazos entre gritos y risas. 

Era un regalo, un regalo del cielo, un regalo de Héctor, sin duda. No había otra explicación. 

Luego todo se tiñó de naranja y contemplé uno de los atardeceres más bellos que he visto en mi vida. Y agradecí a los dioses y al universo. Me habían sido propicios. 

El descenso a cobrar la pieza abatida fue tortuoso, lento y un poco peligroso. Pero caminamos con cuidado. Y al poner mis manos en mi segundo tur, en el Mid-Caucasian Tur, sentí un enorme respeto y agradecimiento. Porque cazar cualquier tur es un gran logro cinegético. Muchos los consideran los animales de montaña más difíciles del mundo. Y mi cacería había sido un éxito, por increíble que se sintiera. 





Esa noche cenamos todos juntos en la tienda de campaña de los guías. Tomamos un poco de vodka y mezcal y dormidos el sueño de los justos. En la madrugada no sopló el viento. Nada más brillaron con intensidad una inmensa luna llena y un millón de estrellas. Al día siguiente tocaba descender y comenzar a planear el traslado a la República de Karacháyevo-Cherkesia por el Kuban Tur. Esto, como bien había dicho Eugenio, apenas comenzaba.



Continuará. 

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