Santiago Santos Schroeder
Abro los ojos y veo al temazate. Me es imposible disparar — ¡puta
madre!—. Cierro los ojos nuevamente; vuelvo a abrirlos, y otro temazate. ¡No
dispara la escopeta! Las ansias me despiertan. Todo era un sueño.
Estoy en Campeche en busca del elusivo tamazate. Arribamos al
campamento de Tankab Outfitters de tarde noche, por lo que decidimos que el
primer día de cacería sería hasta la mañana siguiente. Me dirijo a la cama sin
saber que mis sueños estarán poblados de enormes temazates imposibles de
matar.
Primera mañana de cacería.
Nos explican que las aguadas no están funcionando. No son suficientes
ni el calor ni la sequía para que los venados entren al agua.
"¿Cómo los vamos a cazar?", pregunto a Loni, quien sería mi
guía en esta cacería. "Caminando dentro del monte", me responde. ¿Cómo
que caminando dentro del monte? En la selva del sudeste mexicano la visibilidad
es casi nula, y para colmo, los venados son enanos ¿Cómo los vamos a encontrar?
Por ahí de las siete de la mañana empezamos a caminar. Loni me lleva
hacia la mensura, un cortafuegos no muy lejos del campamento donde él asegura
hay muchos animales; sobretodo vamos en esa dirección porque se dice que es casa
de un temazate que se ha visto un par de veces.
Caminamos un poco y nos detenemos para buscar y escuchar; y seguimos
caminando.
Al principio, cada que se detiene Loni, me quito la escopeta del
hombro y me alisto para disparar. Pero nos detenemos una y otra vez, y nunca es
necesario tirar. No hay nada. Dos horas caminando y no vemos ni escuchamos
ningún animal. Pensamientos negativos se apoderan de mi cabeza; pero la suerte
y el éxito que me deseó Sofía, rendiría frutos.
De pronto Loni se detiene en sus huellas y con la mano me llama. Así
que camino unos tres metros y me pongo a su lado. Mi guía señala con el dedo,
inmediatamente veo una pata, un trozo del pecho y la oreja del temazate, a unos
treinta metros de distancia, dentro de la selva. En ese momento levanto el
cañón de la calibre dieciséis de cañones cuates que me prestaron para esta
cacería.
Estoy listo para disparar. Loni me dice: "si le ves cuernos,
dispara". Pero no veo al animal completo. Le insisto a Loni que no veo si
el animal tiene o no tiene cuernos. Todo esto lo hago sin bajar el cañón.
Siempre listo para disparar. Tiraría si el venado intenta moverse. Mi guía se
mueve lentamente. Intenta buscar un mejor ángulo. Busca cuernos. No alcanza a
ver mucho. Y yo pregunto si puedo disparar, si le tiro o no.
Escucho un susurro. Mátalo. Me dicen que lo mate. Y yo inhalo, tapo el
pecho del animal con el punto de la escopeta, y jalo del llamador del cañón
derecho. Acierto. Sin pensarlo dos veces, disparo el segundo tiro en dirección
del movimiento. Abro la escopeta y corro hacia el animal mientras recargo
nuevamente el arma.
Hojas, ramas y espinas no fueron obstáculo para posarme frente al
animal en un segundo. Y aquí está mi primer temazate. Un tiro ético le concedió
una muerte limpia en donde se encontraba parado. ¡Siempre mío! ¡Y en la primer
mañana de la cacería! La única negativa es que el cérvido es hembra. La
desesperación de mi guía fue tal que prefirió investigar el sexo del temazate
hasta después del disparo.
Un segundo de tristeza, el resto euforia. La verdad es que siempre me
entristece un poco matar un animal; arrepentimiento no es, es respeto y es
amor, tanto a mi presa como a mi deporte.
Festejos me esperan en el campamento: fotos, cervezas y un par de
whiskies.
La comida consiste en ceviche de mi temazate, un verdadero manjar; y
otros platillos preparados con los faisanes y pavos tirados por unos cazadores
norteamericanos del campamento.
Ahora Loni se acerca a mí para planear la tarde, y lo primero que me
dice es: “vamos a buscarle novio a tu temazate, para que los diseques juntos”.
Ojalá me alcance la suerte, pensé. Pero me mantengo optimista. Apenas
es el primer día de cacería.
Los otros cinco días de caza se pasan en un abrir y cerrar de ojos: mañanas
y tardes de caminar kilómetros en el calor y lluvias de la selva campechana. No
vovlemos a ver temazates.
Final de la cacería.
Tiré un guapo cojolite una tarde lluviosa, que me regaló una caza muy
bonita. A esta ave tan peculiar la escuchamos cantar desde el campamento
mientras nos refugiábamos de una fuerte tormenta. Para ese entonces, el
cojolito era el único pájaro que me faltaba cazar de la selva. Por eso me
importó un comino la mojada y fui por él. Después de caminar unos cuatrocientos
metros por la brecha, siempre siguiendo el canto, ya que el ave brincaba de
rama en rama y volaba de árbol en árbol, me detuve y por fin nos metimos al monte;
caminamos unos treinta metros, y debido a lo mojado del piso y al ruido que
hacía la lluvia al caer sobre los árboles, nuestro acecho fue silencioso,
perfecto por decir poco. Al llegar a un claro vi claramente a dos gallinetas
negras. Estaba dispuesto a dispararle a cualquiera de las dos. Así que levanté
la escopeta, apunté; pero mi guía me pidió que no disparara, pues me aseguró
que estaban por cantar, y que el que cantara más fuerte sería el macho; y al
macho tenía que tirarle. Instantes después, como si hubiésemos ensayado la
escena, todo sucedió perfectamente, y completé mi slam selvático, siendo el tepescuincle el único animal que me
falta.
Regresaré a Campeche, pues la inmortalidad espera a mi temazate, y de
verdad me gustaría conseguirle un novio.
Fin.