miércoles, 26 de octubre de 2016

Un gran día I/ II


Alfredo Plata Cruz

Primera parte

Salimos de la comodidad de nuestro hogar en busca de la aventura. Porque eso es lo que buscamos todos los cazadores; en el fondo no buscamos sólo cazar; hacemos lo que hacemos porque somos seres curiosos, que siempre quieren más; saber que hay trastumbando esa loma, debajo de ese risco, en la cima de esa montaña, es lo que mueve nuestra curiosidad.

Queremos salir de la fastidiosa rutina y embarcarnos en lo desconocido, en lo —hasta cierto punto —peligroso, tratando de hallarnos a nosotros mismo en esas montañas.

Al menos yo, buscando aunque sea una ardilla en el monte, lo que encuentro siempre es a mí mismo. La paz que se respira en esas montañas, en esos cielos nocturnos con millones de estrellas, que la gente de ciudad, el oficinista animalista, ni siquiera se imagina, es lo que ayuda a encontrarme.

Después de manejar alrededor de diez horas, llegamos al norte del estado de Zacatecas, ya muy cerca de Coahuila, al rancho donde íbamos a cazar, buscando a Don Teodoro, un viejo amigo de mi padre. Tanto éste como aquél, llevaban varios años sin verse, y esta vez nos iba a llevar a una zona de caza nueva.

Tantos años habían pasado de la última vez que nos habíamos visto, que a mi hermano y a mí, ya ni nos reconocía. Decía Don Teodoro, ¿Apoco este es el ‘Pollito’?”, refiriéndose a mi hermano, quien desde su última cacería con Don Teddy había crecido de 1.70 a 1.86 metros. “Ya hasta barba tiene el cabrón”; y le dio un abrazo de bienvenida.

Luego Don Teddy nos explicó que esta vez íbamos a ir a un terreno diferente al que había ido mi padre y mi abuelo con él hace unos 30 años; mi hermano, el tío Juan, el primo Juanito y yo, jamás habíamos cazado venados con él, solamente liebres y algunas palomas, así que de todos modos para mí era terreno desconocido.

La cosa era que teníamos que ir por un guía. Luego éste nos llevaría al terreno; así que aun tuvimos que viajar dos horas más en terracería hasta un pequeño pueblito de unos 50 habitantes que se llama “El Tanque”, para pasar por un señor de unos 70 años que era el guía. Ahí comencé a desconfiar del éxito de esta cacería: se suponía que el guía era otro hombre, pero como tenía una fiesta, nos mandaba a su suegro “que él conocía mejor el monte”—cosa de la cual no dudaba yo—, pero éramos cinco tiradores para dos guías (y uno tenía setenta años).

No pintaba bien la cosa, a mi parecer, esta era nuestra última salida de la temporada, y teníamos que cazar algo. Ya habíamos salido en esa temporada; pero sin éxito. Salimos a un rancho cerca de Valparaiso, Zacatecas. En esa salida anterior, caminamos y caminamos, en esos terrenos que ya nos sabíamos de memoria, pero ni siquiera rastros frescos encontramos. Muchos guajolote; pero de venados, solamente encontramos a una hembra y su pequeña cría durante los tres días que pasamos buscando a los cornudos en la sierra.

En esos terrenos año con año alguien del grupo logra cazar algo. Pero aquel año fue uno de esos en los que los venados no se dejaron ver.

Así que en esta ocasión, con un nuevo terreno de caza bastante prometedor— ya que unos compañeros ya habían ido antes que nosotros, y se habían acabado cajas de tiros disparando (aunque no lograron cazar nada)—, nosotros seguro teníamos que cazar algún cornudo.

Llegamos a la pequeña casa del señor. Desde ahí se apreciaban ya unas montañas grandes, que parecían buen lugar para los venados. El paisaje era árido, pero con abundantes palmeras, mezquites y arbustos de buen tamaño; la mayoría de la zona eran grandes planes. Con esa vegetación no le iba a hacer absolutamente nada a los venados, así que para mí la única opción era cazarlos en las montañas y tendrían que ser tiros de larga distancia; pero me encantaba la idea; era para lo que había estado entrenado todo el año.

Entonces salió de su casa el señor, un hombre de baja estatura, ya listo con su camo puesto, una maleta y un arma enfundada. Subió a la camioneta en la cabin; y mi hermano y yo, nos subimos en la caja de la pick-up; ya estábamos hartos de estar ahí dentro.


La camioneta se empezó a mover, y por fin salimos del camino principal para entrar en brechas. Y así hasta llegar a donde íbamos acampar, después de unos cuarenta minutos de brechas llegamos al casco de una vieja hacienda, como a eso de las seis de la tarde. Detrás del casco había un buen número de lomas, me parecía el lugar ideal para empezar a buscar.

Descargamos rápido la camioneta, me puse el camo, saqué mi rifle -un Mark V Weatherby calibre .270 WTHBY Magnum-, tomé mi mochila, algo de comer, agua y comencé mi camino, porque sabía que ya quedaba poco tiempo de luz.

De pronto, me dice el pequeño hombre al cual apodamos Don Alabama “¿A dónde va, joven? Allá arriba no va a encontrar nada, déjeme preparo mi rifle y yo lo llevo.” De la funda sacó un Remington 700 calibre 30-06 SPRG, y para cuando estaba listo el hombre, todos los demás también lo estábamos.

Así que nos subimos a la camioneta y nos dirigimos directo a la gigante planicie.

Yo no podía creerlo, ¿cómo lograría matar a un venado entre esa vegetación? A menos que ahí los venados fueran sordos y medio ciegos, no iba a lograr nada.

Cuando bajamos de la camioneta ya estaba empezando a oscurecer; quedaban alrededor de veinte minutos de luz y yo no estaba muy feliz con ello.

“Hoy solo vamos a huellear”, dijo el hombre, así que fuimos por la brecha solo buscando rastro. Había bastante, para ser honestos; y por fin las cosas empezaban a mejorar para mí.

De repente salió un hombre con un calibre .22 de entre la brecha; y pensé para mis adentros “O nos metimos al terreno de alguien sin permiso y nos van a balear, o es un furtivo”.

Para mi suerte, efectivamente se trataba de un furtivo, sobrino de Don Alabama, quien le puso una buena regañada y lo mandó al carajo. Así que el furtivo se fue; al parecer venía acompañado, pero no vimos a sus despreciables amigos.

La luz comenzó a escasear, así que comenzamos a caminar a la camioneta. Con la cantidad de rastro que vimos estaba bastante entusiasmado y no podía esperar para que fuera el siguiente día y salir a buscar esos bellos animales.


Llegamos de nuevo al campamento, calentamos un poco de comida y tomamos unas cervezas. Mientras cenábamos llegó el vaquero del rancho. Platicamos con él y le hicimos muchas preguntas: ¿qué tal había de animales? ¿Dónde los había visto? Al terminar de responder a nuestras preguntas nos dijo: “Pero quién sabe si encuentren algo, esos cabrones entran dos o tres veces por semana a cazar, no sé si matan o no, pero seguido aquí andan”, refiriéndose a los furtivos.

En ese momento, las ilusiones que me había hecho después de ver los rastros se fueron a la basura, decidí ir a dormir y esperar que el día siguiente fuera uno de esos para recordar.

Dieron las seis de la mañana y yo ya estaba listo, esperando a que los demás terminaran de desayunar para salir.

Subimos a la camioneta y llegamos al mismo lugar que el día anterior; yo aún no sabía cómo íbamos a cazar a un venado dentro de esa espesa vegetación; pero don Alabama dijo que nos subiríamos a los árboles y esperaríamos a que pasaran los cola blanca por la brecha.

La idea no me agradaba mucho; mas no había ya mucho qué hacer. Ya estábamos ahí. Así que el guía comenzó a dejar a cada quién en diferentes puestos: a mi padre lo dejó en el que se suponía que era el mejor; y después nos repartió al resto, mientras mi hermano y yo sólo lo seguíamos. El hombre no nos tenía mucha fe a ninguno de los dos, al parecer dudaba de nuestra habilidad como tiradores y nos dejó en la misma brecha, separados por unos quinientos metros.


Pasaron unos quince minutos, o menos, quizá. Apenas estaba poniéndome cómodo en el mezquite que ocupaba como puesto cuando escuché a varios coyotes aullar; parecía como si hubiesen logrado cazar algo la noche anterior.

De pronto, el sonido de un disparo enmudeció todo el matorral. Escuché que el tiro vino en dirección de los puestos donde se habían quedado don Teddy y Juanito. Así que solo quedaba esperar; encendí el radio que traía, pero nadie hablaba; continúe esperando.

En los últimos cuatro o cinco años que hemos estado saliendo de cacería con el tío Juan y sus hijos, ellos no han logrado cazar nada, así que en realidad esperaba que ya hubieran matado algo, ya que la misma suerte había corrido mi hermano.

Es más, mi hermano no le ha tirado a los venados. Solamente lo hizo la primera vez que salió a cazarlos con nuestro abuelo, y no tuvo suerte. Mi padre y yo teníamos otra historia, un año antes mi papá cazó un hermoso Coues, tres por tres; y yo dos años antes igual tuve suerte en Guanajuato, con un bello headshot a un venado en plena carrera; ya hacían dos años y once días de ese afortunado disparo. Así que en realidad deseaba mucho, es más, le pedía a Dios que mi hermano cazara algo en esta oportunidad.

Cuando de repente pasó un hombre en bicicleta debajo de mi árbol y pensé: “Esto no es verdad, con este señor aquí, no nos va a salir nada ni de broma”. Pasó sin vernos ni a mí ni a mi hermano; unos veinte minutos después vi movimiento en la brecha, meto el telescopio de mi rifle y era mi hermano, caminando a media brecha. “¿Qué le pasa a este güey?”, pensé; y dejé mi arma y mochila en el árbol para ir a ver qué sandeces estaba haciendo.

Mientras me acercaba, mi hermano comenzó a dirigirse hacia mí. Lo vi que buscaba algo en el suelo y supuse había perdido algo. Cuando lo alcancé le pregunté: “¿Qué haces güey?”. A lo que me respondió con un “No mames, creo que ya se lo están comiendo los coyotes”. Yo no entendía de que carajos me hablaba; y le pregunté que a quién o qué se estaban comiendo los coyotes; y me dijo: “Pues al venado, güey”. “¿Cuál venado, güey?”, pregunté aun confundido. “Pues al que maté, idiota”, me respondió.

La verdad yo no le creía, ni siquiera había disparado; ¿cómo lo mató, con una resortera? ¿Le lanzó el cuchillo? Aun sin dar crédito a lo que me decía el buen Chucho le dije: “No mames, güey, ni disparaste”; y ya molesto me respondió: “¿Y entonces quién disparo hace rato, pendejo?”. Y sentenció: “Ya, chinga tu madre y ayúdame a buscar el rastro”. Ahí fue cuando entendí que quizá sí estaba diciendo la verdad, aunque aún no podía creerlo. A mí me había parecido haber escuchado el tiro lejos, y de un calibre mucho más pequeño.

Continuará. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario