En este mundo, el hombre vive, subsiste, despacha,
sobre un trono compartido con la muerte. Todos los días, a causa de la
urbanización, cientos de miles de hectáreas son deforestadas; a diario se matan
millones de pollos, miles y miles de cabras, cerdos, vacas; en las guerras
mueren centenares de hombres a diario. Para que el ser humano goce de la gracia
de la vida, inevitablemente se deben sacrificar existencias terceras,
pluralidades de vidas tanto de otros seres vivientes, así como de las de
múltiples y diversas personas. Porque la muerte no solamente forma parte de la
vida, sino que también conforma cultura, tradición, folclor, historia y
cotidianeidad. Por eso, resulta ineludible la coexistencia del hombre con la
muerte en el día a día. Cada minuto, cada segundo de existencia, la parca y las personas los atraviesan de
la mano, ya que de alguna u otra forma, la muerte también existe. Es imposible negar que ésta nos anida cual depredador al
asecho de la presa, y lo que es más definitivo, que un día nos dará caza por
fin, y pereceremos. Todos.
Es más, confrontando al
texto El hombre y su muerte, de Pérez
Valera, la muerte no se le presenta ni manifiesta ni
aguarda al hombre como un fin, sino que, desde el punto de vista biológico, se
le debe considerar como condición de vida, como elemento sine qua non de la existencia, por paradójico que suene [1].
Es decir, desde este enfoque, muerte y vida no son figuras antitéticas, ni
representa cada una de ellas una antípoda en relación con la otra. Desde esta
perspectiva biológica, muerte y vida significan entes semejantes e
interdependientes entre sí. Son acción y reacción, pero también concordancia y
correlación, y se desarrollan coordinadamente. Vivir es empezar a morir, y
morir es dejar de vivir.
Así las
cosas, me parece pasmosa la manera en que en la actualidad el hombre se empeña
en separarse, divorciarse, distanciarse de la muerte. Pareciera cultural la
obsesión por negarla, por olvidarla, por evadirla. El verbo morir ha devenido
tabú y queremos creer que no moriremos. Quizá por la violencia imperante, que
ha intensificado el miedo a expirar; tal vez por el ofuscamiento que permea
entre todos y cada uno de nosotros con la juventud. Todos queremos permanecer
jóvenes e inmortales. Es el famoso forever
young.
En un
principio, la relación entre los hombres y la muerte era más íntima, mucho más
estrecha y personal. Philippe Ariès en su texto
La muerte del otro lo expone muy bien. Nos narra cómo a través de los años
se ha venido modificando esta relación. Habla de dicha transformación
remontándose a la primera y más antigua ilustración ante la muerte, que además
de ser, según el autor, “[…] la más extendida y común, es la resignación
familiar al destino colectivo de la especie y puede resumirse en esta fórmula: Et moriemur, todos moriremos” [2].
Posteriormente, menciona los distintos giros culturales que ha sufrido la
postura del hombre ante la muerte, para adentrarse en la conclusión que con el
paso de los siglos la tendencia es la dramatización o espiritualización de la misma,
la cual dejó de centrarse en el yo para
enfocarse en la del otro, en la muerte del tercero, no en la de uno mismo; que
más adelante acabará por convertirse en la negación de ésta.
Seguramente
lo que precedió a esta obstinación por rechazar la inevitabilidad de la muerte
fue el miedo generalizado a esta última. No fue hasta que estigmatizamos el
morir cuando comenzó nuestro temor a fallecer. Bien lo dice Pérez Valera, que:
“La muerte […] se nos presenta como enemiga, como contraria a la vida”. Que si
bien esta idea se estima como casi innegable. No obstante, aquí consideramos
que más bien la fuente de la cual emana este terror, es, siguiendo con Varela,
“[…] el excesivo individualismo del hombre moderno”. Es decir, más que la
antítesis vida (hombre)-muerte, lo que aumenta el recelo ante la defunción es
la fascinación con el yo y en
consecuencia el pavor por la desaparición [3].
Claro que en
este siglo el individualismo es el motor ético y moral de las personas. Los
modelos económicos liberales dominantes, la globalización, el consumismo, la
exaltación de la farándula, son factores que han dinamitado valores como la
comunidad, la solidaridad, la sociedad, el Estado, la tradición. Hoy cada quién
se vale por sí mismo, en un mundo política y económicamente darwiniano en el
cual de cierta forma se aplica de facto la ley del más fuerte. Aquí quien no se
adapta fenece. Esto, sumado a la superficialidad desmesurada, que ha exaltado
hasta los cielos la juventud, fomentando el irrealizable sueño de la juventud
infinita, provoca pánico hacia la senectud y por ende horror a la muerte.
Otra
consecuencia derivada del miedo a morir es la prohibición de la muerte. Ésta vino a relevar al sexo en la
moralina colectiva. El nuevo puritanismo más que alarmarse con la sexualidad,
ahora solloza, se indigna, se altera con la muerte. El hombre y la mujer de
clase media, educados, labradores, son en su mayoría enemigos febriles de la parca. Por eso se conmocionan con la
caza, se convierten al vegetarianismo, se vuelven amantes de los árboles,
devoradores insaciables de lechuga, opositores acérrimos de la tauromaquia. Sin
embargo, como se dijo al principio, olvidan que para que ellos puedan vivir,
seres vivos deben morir. Y esto último es ineludible. Pero mucha gente opta por
ignorar la realidad para mantenerse dentro de una moda.
Aquí en
México, país con una cultura bella entorno a la muerte y los muertos, de
tradiciones espectaculares y coloridas para recordar a los perecidos y honrar su
memoria, cada día, debido a la americanización
y las tendencias anteriormente comentadas, en ciertos sectores de la
sociedad la fiesta de Día de Muertos ha venido diluyéndose, amenaza con
desaparecer. Cada día son más frecuentes las golosinas industrializadas y las
máscaras de látex monstruosas; son pocos los que todavía redactan calaveritas y
muchos los que piden su calaverita.
Las casas de clase media a finales de octubre se llenan de telarañas y se
adornan con brujas, pero pocas familias siguen levantando esas ofrendas
pletóricas dignas de la fecha.
El mexicano
desde sus inicios y raíces ha crecido y se ha desarrollado en un perpetuo
abrazo con la muerte. Nuestros ancestros precolombinos eran guerreros y
religiosos, lo que los hacía matar y sacrificar vidas humanas para poder seguir
dominando. El azteca fomentaba la muerte, comía muerte, rezaba a la muerte,
anhelaba la muerte, danzaba a la muerte, lloraba a la muerte. No obstante, hoy
las cosas son mucho muy distintas.
Lo que
otrora constituía una entrañable tradición, pasar una noche, dormir en la cama
del recién difunto, hoy parecería algo macabro y siniestro. Ahora, por lo menos
en las comunidades favorecidas, se vela a los sucumbidos de lejos, de fuera;
éstos yacen dentro de un féretro, los vivos separados por madera y cristal
rezan sus plegarias. Pero ya las mayorías no besan al muerto, ni lo tocan, ni
lo visten. La tradición se encamina en alejarse de quien murió, de incinerarlo
cuanto antes, de enterrarlo lo más pronto posible. Y cada vez son menos los que
visitan cementerios o urnas.
¿De dónde
viene esta turbación hacia la muerte dentro de las clases medias? Seguramente
de los países primermundistas. Bien lo dice Zarauz López, que “[…] del llamado
Primer Mundo, (donde) toda referencia a la muerte se mira con escalofrío,
temor, distancia y hasta resistencia”[4].
¿Por qué razón? Imposible saberlo. Lo que sí es evidente, es que en las grandes
economías los ciudadanos no escriben versos burlones relacionados con la
muerte, ni tienen un pan para honrar a los muertos ni una flor que represente
el día que se recuerda a quienes murieron ni una conmemoración a La Muerte. Si
acaso, la imagen que se tiene de ésta es tenebrosa, es la efigie de un
esqueleto dentro de un manto negro, con una filosa e hiriente guadaña entre sus
dedos inertes, esqueléticos, espeluznantes.
Este
distanciamiento entre el mexicano y la muerte no solamente se ve y se percibe
en el famoso Halloween, festividad
que a fuerza de alejarnos de la realidad, nos consuela separándonos de lo real
que es morir. La distancia entre los mexicanos y la calaca ya se nota también en el lenguaje. Ya no hablamos del otro,
que murió, sino que mencionamos al que se fue, o al que desde arriba nos ve o se encuentra viajando a lejanos
orientes. Decir se murió escuece en
los oídos de los acongojados; por ello nos vemos obligados a usar eufemismos
como el muertito, o enunciados como
“pasó a mejor vida”, “por fin descansó”. ¿Pero por qué no decir el muerto—y valga la redundancia—murió? Porque en el siglo XXI morirse
está prohibido.
Claro está
que no debemos aprehender a la muerte y adorarla. No. Definitivamente se debe
preponderar a la vida por sobre todas las cosas. Y es totalmente natural temer
a morir. Lo que le da sentido a nuestras vidas es nuestra conciencia de ser,
nuestro entendimiento de lo que es vivir; por ello, el temor a perecer se nos
planta como un antagonista en nuestras existencias, infalible y amedrentador.
Sin embargo, con un poco de reflexión es posible hacer de la tilica y flaca más que una enemiga, un
álter ego. Porque si bien ésta genera fobias y complejos en nosotros; empero,
esto no significa que como consecuencia de ello debamos negarla. Consecuentemente,
lo ideal es aceptar lo irremediable de la muerte y más que tratar de remediar
con ella, lo que tenemos que hacer es aprender a coexistir en conjunto.
Otra forma
de poder compartir el mundo con la muerte, es acudir a ·los sistemas de
esperanza” que menciona Louis-Vincent Thomas para evitar negarla:
1.- El más allá cercano en un universo casi idéntico al de los vivos, con
la posibilidad constante de reencuentros (sueños; posesión y reencarnación)
2.- El más allá sin retorno en un mundo diferente y lejano, tal y como se
concebía en los vastos territorios de la antigua Mesopotamia y del Egipto
faraónico, caracterizados por la centralización del poder.
3.- El tema de la resurrección de la carne reemplaza al mito del tiempo
cíclico por el tema de una duración lineal y acumulativa; esta creencia culmina
en el zoroastrismo, el mazdeísmo y las religiones del Libro o de la familia de
Abraham (judaísmo, islamismo, cristianismo).
4.- Por último, en el caso de la India, el más allá no asume la forma de un
espacio, de un mundo diferente en que el hombre entraría para no volver a
salir. Tiene más bien una dimensión temporal y se manifiesta por una serie de
intervalos temporales que separan las reencarnaciones sucesivas de un mismo
principio espiritual. Nada es más explícito en este sentido que los textos de
los Vedas y de los Upanishads y la creencia en la
transmigración de las almas.[5]
De lo
anterior se desprende que aquí en México, quienes no profesan con efusión y
seriedad una religión determinada, se refugian en un probable quinto sistema de
esperanza, ecléctico, que vendría a representar una fusión de los anteriores
cuatro, ya que todos, los que no niegan la muerte, y más ahora con el
florecimiento de nuevas ondas como el New Age, hablamos de karmas pendientes,
de vidas pasadas, de reencarnaciones cristianas, de reencuentros con familiares
perecidos en algún cielo metafísico, de fantasmas, y hasta de
resurrección.
Vale la pena
enfatizar que lo que en el párrafo que precede se expuso es en referencia a la
gente que acepta a la muerte como destino inexorable y final del camino que
transitamos en esta vida material sobre la tierra. Y esto no significa que
quienes no buscan resguardo en alguno de los sistemas de esperanza de Louis-Vincent
Thomas no acepten la muerte. No sólo el que cree en algo más allá de esta
última son capaces de entenderla y confirmarla. El ateo también puede
aceptarla, con la diferencia que para éste fallecer significa el instantáneo
preludio al silencio y la oscuridad perenne, que tampoco podrían ser ni
sentirse, pues el muerto pierde (carece de) todos los sentidos, lo que
significa no poder ni percibir la falta de luz ni escuchar el silencio mientras
uno muere y se mantiene muerto por siempre. Es decir, para el ateo morir significa
simplemente dejar de ser y existir.
En cambio el
que niega la muerte omite nombrarla, se refiera a ella con eufemismos, le da la
vuelta al asunto, la ignora. Quienes quieren creer que jamás morirán se
esfuerzan en burlar a la vejez, en gambetearla con cirugía plástica, vitaminas,
maquillaje, botox, escotes, trajes entallados, mezclilla rota, seda estampada y
colorida, autos deportivos, mini faldas, lentes de sol. Negar la muerte es
darle la espalda, no esconderse de ella; es ignorarla, no enfrentarla; es
inconsciencia, no cobre día ni valentía. Es el "no hablemos de eso
ahorita", o el "ni te preocupes, falta mucho para eso". Muchos
mexicanos negamos la muerte en la mesa, en la iglesia, en la cocina. Todos los
días.
Aquí en
México la muerte nos ha dado historia. Mas no solamente se trata de la
aportación al anecdotario nacional. Porque también hemos creado en base a ella.
De la muerte mexicana ha brotado gastronomía, pintura, poesía, música, color,
artesanía, danza, espíritu, folclor, tradición, lenguaje. Es por esto que es
una lástima que la celebración de Día de Muertos se esté perdiendo en ciertos
sectores de nuestra sociedad, que aunque minoritarios, no obstante, al que
pertenecemos la mayoría de estudiantes de esta universidad y la inmensa mayoría
de colonos del lugar en donde vivo.
En conclusión,
considero que para volver a revivir nuestras tradiciones de Día de Muertos,
para volver a hacerlas de todos nosotros, lo primero que debemos hacer es
aceptar a la muerte, para volver a jugar, a reír y a bailar con ella; para
comérnosla en el pan de muerto, en las calaveritas de chocolate; para olerla en
el cempasúchil; para verla en todos los colores del papel maché; para sentirla
en la artesanía y escucharla en nuestra música. Una vez que volvamos a aceptar
a la calaca podremos danzar nuevamente
con ella.
Cuando
aceptemos el proceso natural de vida consistente en nacer, crecer,
reproducirse, envejecer y morir, habremos dado el primer paso a la aceptación
de la muerte. Lo que seguiría sería comprender que, en caso de creer en algo
más allá de la muerte, ésta no deber cristalizar ningún tipo de consuelo para
el vivo; y a contrario sensu, para el que cree que después de la muerte no hay
nada, no debe su postura representar un pretexto para vivir libérrimamente y
sin escrúpulos. Se crea o no en un después de la vida, a la muerte se le debe
respetar, pues peor que negarla, sería subestimarla o ensoberbecerse frente a
ella. Porque más allá de ser una realidad, la muerte es, como se dijo en un
principio, condición de vida, tradición y cultura. Por eso es de suma
importancia que la aceptemos y aprendamos a compartir nuestras vidas con ella,
desde en las festividades, hasta en las conversaciones y reflexiones que
tengamos o llevemos a cabo en el día a día.
F I N
[1] Cfr. Pérez Varela, Víctor. El hombre y su muerte. Editorial
Jus. México: 1999. PP. 51 62
[4] Zarauz López, Héctor L. La fiesta de la muerte. Conaculta.
México: 2000. P. 33
[5] Thomas, Louis-Vincent. La muerte. Una lectura
cultural. Paidós Studio. Barcelona, 1991. P. 139 y 140.
muy buena reflexión
ResponderEliminarMuchas gracias, querido Meño. Te mando un fuerte abrazo.
EliminarMe encantó tú artículo! Pocos se atreven a hablar de la muerte de esa forma porque te miran como un bicho raro.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario y la lectura. Saludos y un abrazo.
EliminarTe dejo una frase: A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa.
ResponderEliminarExcelente.
EliminarQué amoroso de responder. Si tienes alguna duda de los modismos que ocupo al escribir me preguntas. Soy de Chile y amiga de Grace.
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